viernes, junio 29, 2007

Uma. La pequeña diosa, Fred Bernard / FranVois Roca

Trad. Élodie Bourgeois Bertín / Teresa Farran Vert. Juventud, 2007. 40 pp. 15 €

Villar Arellano

Esta es la historia de Uma, una pequeña niña a quien esperaba un singular destino: los sacerdotes la reconocieron como La Elegida, la nueva diosa viva. Según dictaba la tradición, su sola presencia servía de inspiración al rey, quien debía reverenciarla. A cambio, ella nunca podría sonreír ni llorar y sus pies jamás tocarían el suelo.
Inspirada en relatos del Mahabhárata —clásica epopeya que recoge buena parte de la mitología hindú—, y con base real —las polémicas kumari o niñas-diosas son consagradas en Nepal desde los 4-5 años hasta que alcanzan la pubertad—, la historia de la pequeña Uma se presenta en este exquisito álbum con un magnífico despliegue de elementos estéticos, del que participan tanto el autor y el ilustrador como la propia editorial.
Respecto a esta última, merece destacarse su apuesta por el gran formato (26 x 31,5 cm), que permite apreciar en toda su magnitud el atractivo trabajo pictórico del ilustrador. Es también meritorio el uso de recursos plásticos que refuerzan la espectacular ilustración de la portada (el empleo de diferentes texturas —brillante en el fondo y mate en la figura— subraya la fuerza de la niña protagonista, que adquiere un mayor relieve y parece salir del libro).
Estamos ante una obra redonda, un integrado trabajo a dos voces que ejemplifica con claridad la riqueza narrativa del álbum ilustrado: una síntesis de lenguajes llena de matices artísticos. No en vano, Fred Bernard y FranVois Roca han estado vinculados, a lo largo de toda su carrera, por una fecunda complicidad que ha dado como resultado una fascinante colección de obras: La comedia de los ogros (Juventud), El tren amarillo (Lumen), Jesús Betz (FCE) o El secreto de las nubes (Lumen), entre otros.

Cada creación de este tándem de autores es peculiar y sorprendente, aunque toda su obra está recorrida por una línea temática transversal: el viaje iniciático, la búsqueda personal a través de la naturaleza...
En este caso, la pequeña Uma emprende su viaje huyendo de la guerra. Cuando abandona su santuario para ponerse a salvo, emprende una gran aventura que la llevará a tierras lejanas, hasta reencontrar sus emociones perdidas —y por ende, su propia identidad— junto a los suyos.
El texto es sencillo. Bernard intercala diálogos y narración por medio de frases cortas que transmiten lo esencial. No abundan las descripciones, pero la acción, ágil y emocionante, permite captar los principales rasgos psicológicos de la protagonista. La mencionada brevedad, unida a la cadencia de algunas reiteraciones, aporta un resultado rítmico y musical al texto.
Respecto a las ilustraciones —panorámicas escenas trabajadas al óleo— presentan un estilo realista, que presta un especial cuidado al tratamiento de la luz. F. Roca, heredero de los grandes maestros norteamericanos de comienzos del siglo XX ( N. C. Wyeth y H. Pyle), conecta en este libro con la tradición de artistas indios como Ravi Verma, aprovechando al máximo el exotismo de los escenarios y la vistosidad de ropas y ornamentos: exuberante naturaleza, palacios de doradas cúpulas, elefantes sagrados adornados con suntuosas telas...
La habitual predominancia de los tonos ocres y rojizos en la obra del ilustrador deja paso aquí a una paleta de colores más amplia: azules celestes, rosas, naranjas, violetas..., tamizados por una nueva luminosidad, que sitúa las diferentes escenas en el amanecer o el ocaso.
Una atmósfera mágica envuelve todo el relato, fruto no sólo de los recursos estilísticos, sino de la propia condición mítica del personaje. Así, el carácter divino de la joven, que le impedía pisar el suelo, sitúa a Uma en situaciones insólitas —subida a los árboles, llevada por un mono, viajando a lomos de un tigre o volando sobre un gran buitre— para, finalmente, ya despojada de su divinidad, verla niña de nuevo, pisando el suelo firme de la casa paterna y abrazando, emocionada, a su familia.
Una historia, sin duda, extraordinaria y atractiva, que conectará a los más jóvenes (a partir de 6-7 años) con la fascinante y remota cultura india. Y una nueva oportunidad para descubrir los relatos del Mahabhárata, que ya pudimos conocer en otro libro delicioso: El Mahabhárata contado por una niña, de Samhita Arni (Siruela).

jueves, junio 28, 2007

Léxico familiar, Natalia Ginzburg

Trad. Mercedes Corral. Lumen, Barcelona, 2007. 258 pp. 17 €

Anna Grau

Este es un libro tenue. Tan tenue, que alguien lo podría considerar incluso innecesario, de no ser porque el contexto y la autora lo ponen a salvo de todo cuestionamiento. Natalia Ginzburg pertenece a la aristocracia ideológica europea del siglo veinte. Nacida Levi el 1916 en Palermo, pero hija de un profesor triestino, más conocida con el apellido de su primer marido, Leone, intelectual comunista ruso que pereció en las cárceles de Mussolini, Natalia Ginzburg es de ilustrísimo linaje antifascista. Esto sólo ya unge de respeto todo lo que haya escrito.
Por un tiempo. Pues anda que no son pocos los creadores que, cuando palidece la estrella política que les alumbró y justificó, se quedan literariamente muy flacos, muy desnudos de interés. La literatura meramente de ideas envejece rápido y, a menudo, envejece mal.
Podría suceder, entonces, que un libro que en 1963 se alzó con el notable Premio Strega, ahora pasara con más pena que gloria. Y de hecho, no nos encontramos ante una de las voces italianas más traducidas al español. Su rescate por Lumen es relativamente reciente.
Léxico familiar, lo primero de Natalia Ginzburg que se rescata, es una evocación novelada de la vida de la familia Levi en Turín desde 1930 a 1950. Empezamos a tirar del hilo cuando la autora es una niña fascinada por las rarezas de sus padres —librepensador él, cristiana ella—, asistimos al desarrollo a veces sorprendente de los hermanos, cada uno antifascista a su manera, vemos pasar por la casa a célebres perseguidos políticos de la época, conocemos al primero prometido y después marido de Natalia, Leone, hasta que un día nos vamos dando cuenta, como ella, «poco a poco», de que a Leone lo han detenido y ya no volverá...
Es la clase de libro que, o no gusta a nadie, porque no queda claro a qué género preciso pertenece, o gusta a todo el mundo, porque todo el mundo tiene excusa para verse sorprendido con él en la mano. Los sesudos podrán jactarse de que leen con coartada histórica. Los cotillas apurarán hasta la última gota del néctar folletinesco. Y sobre todo —esperemos— habrá quien disfrute del casi secreto vicio literario con que se lee esta novela de verdad, más novela que muchas novelas de mentira, esta zarza de hechos reales, ardiendo con toda la seriedad de la ficción.
No es tanto que Natalia Ginzburg reinvente o dramatice su vida, como que la literaturiza en un sentido mucho más hondo. En el sentido que por ejemplo lo hace Joan Didion en El año del pensamiento mágico. Asimismo recuerda a la formidable lucidez discreta de los versos de la Nobel polaca Wislawa Szymborska. También Szymborska se abre paso levemente, a la hora de crear, en un ambiente mental muy condicionado —para bien y para mal— por los rigores del marxismo. Por su exigencia de no dejar resquicios poéticos sin racionalizar.
Natalia Ginzburg se adentra en el jardín de lo privado con una inocencia de doble filo, que lo mismo le permite exprimir lo universal de lo aparentemente trivial, como dar la vuelta a ambos. Más que nunca recuerda a Didion cuando cita casos en que, siendo niña, descubrió mentiras de sus padres, porque caían por su propio peso, y a la vez las siguió creyendo, con lo cual lo real y lo falso convivían sin estorbarse en su mente.
Poco a poco va trenzándose algo más que un fresco cotidiano, algo más que un mirar bajo la cama de la historia, algo más, incluso, que el intento de decir en público un puñado de palabras que sólo significan lo que significan en familia. Ese es el recurso, el pretexto, con que Natalia Ginzburg, con su levedad tan endemoniadamente suave, llega mucho más lejos.
Al mismo centro de cómo son las cosas.

miércoles, junio 27, 2007

Segunda Antología de poesía china, Marcela de Juan (ed.)

Alianza Editorial, 2007. 294 pp. 7,50 €

Alejandro Luque

Entre los obstáculos que se han interpuesto tradicionalmente entre la poesía china y los lectores españoles, acaso los peores hayan sido la abundancia de supuestos traductores sin escrúpulos, así como la idea, tan tópica como dañina, del exotismo de postal, con su sobrecarga de lotos, laúdes y céfiros sibilantes. Por fortuna, en los últimos años han aparecido ediciones rigurosas (recomiendo al vuelo la antología de Guojian Chen, en Cátedra, o las traducciones de Wang Wei y Du Fu, en Ediciones del Oriente y del Mediterráneo) que ayudan a proyectar miradas más limpias sobre esta rica y antiquísima tradición.
La publicación de la Segunda antología de la poesía china de Marcela de Juan es otra excelente noticia en este sentido. Merece la pena, de entrada, asomarse a la evocación de Marcela de Juan que hace en las primeras páginas el profesor Antonio Segura: una mujer asombrosa, nacida en La Habana (1905) de padre chino y madre belga-española, recriada en Madrid y Pekín, amiga de celebridades como Saint-John Perse, que se valió de sus cinco idiomas para trabajar como periodista, radiofonista, conferenciante y traductora. Revista de Occidente publicó en 1948 su primera selección de poemas chinos, y varios años más tarde una segunda entrega, que actualiza ahora Alianza Editorial.
El volumen comprende el período que va de la dinastía Shang (1766 a.C.) a los poetas de la República, cuarenta siglos que exigen a la fuerza una cata restringida: apenas «un muestrario indicativo», como señaló la autora, pero sin duda exquisito y muy revelador. Son muchos los matices que Marcela de Juan nos descubre, pero sin duda uno de los más atractivos es la abolición de ese pernicioso abuso del exotismo del que hablábamos arriba. Claro que en sus versiones hay bambú y jade, pabellones y flores de pimentero; pero resulta fascinante comprobar cómo las preocupaciones y los anhelos de aquellos remotos orientales no son tan diferentes a las nuestras.
A muchos sorprenderá, incluso, ciertas similitudes con nuestra más profunda tradición: por ejemplo, los versos de Li Po («los hechos y los hombres viajan hacia el morir,/ como pasan las aguas del río Azul a perderse en el mar») que prefiguran a Manrique, o el Li Chang Yin que anticipa a Bécquer («el aroma de las flores, ¿adónde va?»). Por lo demás, vemos en estos poemas las mismas emociones —la amistad, el amor, la admiración, el sarcasmo, la evasión y euforia del vino— y las mismas miserias —el mal de la soledad, la ambición, el materialismo, la misoginia— que nos rodean cotidianamente. Hasta el temor a Hacienda, la búsqueda de la fama o la necesidad de poner límites a la sinrazón de la guerra se manifiestan en estos textos con gozosísimas explicitud y vigencia.
Nadie se ilusione demasiado, pues, buscando en estas páginas ese proverbialismo hermético de película de Kung Fu con que se suele satirizar a la poesía china. Sí encontrarán, desde luego, mucha vida interior, aliento espiritual, ciertas supersticiones y mucha celebración del mundo, pero nada que sirva como percha de kimonos o adorno de tienda de veinte duros. El primer y acaso mayor atractivo de esta antología es que, a la manera de Montaigne, aquí se habla de ti.

martes, junio 26, 2007

Allegro ma non tropo, Carlo M. Cipolla

Trad. María Pons. Crítica, Madrid, 2007. 144 pp. 12 €

Luis Manuel Ruiz

Una página puede suscitar muchas clases de felicidad: la de compartir las peripecias insólitas de un protagonista; penetrar en lado cóncavo de un individuo y observar cómo fluctúa esa humareda, su alma; visitar un lugar al que nuestras piernas no tienen acceso; chocar con un pensamiento que alguna vez habíamos vislumbrado, una certeza a la que nos habíamos asomado como a un precipicio; el sabor de una palabra encajada en su hueco justo, de esa palabra que es guante y calcetín; la carcajada. De todas estas, tal vez el humor cause el efecto más duradero: hay párrafos de Rabelais o de Voltaire que parecen escritos ayer. Los años han oxidado sin remedio Don Álvaro o la fuerza del sino, pero ciertos capítulos del Quijote (que, como Sterne nos recuerda una vez y otra, es un libro cómico) conservan un lustre que ya quisieran muchos para sus cucharas o anillos. Esta obrita de Carlo Maria Cipolla es, también, un libro cómico, lo cual no significa frívolo o trivial, sino todo lo contrario: Twain enunció que uno sólo puede reírse de lo absolutamente serio. Su título, Allegro ma non troppo, sugiere ese dictamen; alegres, pero no en demasía, los dos pequeños opúsculos que integran la obra pretenden arrancarnos no sólo la sonrisa, sino también algo de lo que es más costoso desprenderse: una reflexión lúcida, profunda, desinhibida sobre el funcionamiento de las cosas y los hombres. Objetivo hacia el que también apuntaron otras joyas de la literatura humorística como el Cuento de una barrica o Cándido.
La primera de las dos piezas que agrupa el volumen, “El papel de las especias en el desarrollo económico de la Edad Media”, lleva a sus últimas consecuencias de arbitrariedad una variante de análisis muy popular en los años setenta, en que está fechada, y que fue practicada sobre todo por los estructuralistas. Igual que Foucault había afirmado en Les mots et les choses que la historia de Occidente consiste en el entrecruzamiento de una serie de ideologías subterráneas que desaguan en la literatura, la política o la ciencia, Cipolla plantea que cierta serie de acontecimientos cruciales de nuestro pasado vinieron motivados por factores oscuros, marginales, oblicuos, a los que hasta el momento no se ha prestado la atención debida. La conclusión del texto es que toda teoría, que por fuerza se basa en abstracciones, conexiones y analogías entre fenómenos extraídos de ámbitos diversos, conduce finalmente al disparate: sátira de la erudición posmoderna, “El papel de la especias...” viene también a advertirnos que, por ejemplo, las genialidades que sobre el origen extraterrestre de las civilizaciones alumbró Erich von Daniken no están tan alejadas como creemos de muchos estudios que se presentan solemnemente en las universidades. Y que pueden dar lugar a barruntos similares a los que Cipolla avanza: que la caída del Imperio Romano fue motivada por la extinción de la clase aristocrática, envenenada por el exceso de plomo de los recipientes en que se alimentaba; que la explosión demográfica del siglo XIII dependió de la importación de pimienta, producto afrodisíaco; que la Guerra de los Cien Años tuvo su causa en un litigio entre los reyes de Francia e Inglaterra por los viñedos de Borgoña.
Del terrible rigor de la segunda parte, “Las leyes fundamentales de la estupidez humana”, creo que nadie dudará: las definiciones, los corolarios, las expresiones more geometrico e incluso los diagramas acrecientan el efecto paródico de un texto que, a pesar de la forma, conserva un inevitable lecho de pesimismo y derrota. Que el mundo está gobernado por imbéciles y que siempre existe uno dispuesto a desbaratar los planes de reforma que quieran emprenderse son ideas que hubiera firmado Schopenhauer y que, por desgracia, el mundo patrocina con hechos demasiado a menudo. Pero quizá la obra maestra de comicidad y burla del libro se encuentre en su prólogo: en una acrobacia última de ironía, Cipolla advierte al lector que todo lo que va a recorrer es humor sano y gratuito, y que la más alejada de sus pretensiones radica en herir a nadie. «El humorismo es distinto de la ironía —leemos en una de las páginas iniciales—. Cuando uno es irónico se ríe de los demás. Cuando uno hace humorismo se ríe con los demás»: y el rizo del rizo consiste en asegurar que un escrito que se dedica a escarnecer los métodos de investigación universitarios y a lamentarse del número de estúpidos que pululan por la Tierra no pretende hacer ironía, sino ganar amigos. Un capolavoro de la carcajada, que diría Vasari.

lunes, junio 25, 2007

Corazón de tango, Elia Barceló

451 Editores, Madrid, 2007. 182 pp. 15,50 €

Julián Díez

Lo mejor de Corazón de tango (al margen del pequeño detalle de ser una buena novela) es cuán a contracorriente resultan sus planteamientos. Hechos como su brevedad, la concreción con la que se dirige a sus objetivos, la contundencia, la precisión en el verbo. O como el desgarro pasional, obviamente inspirado en las letras del baile argentino, que recorre sus páginas: una historia folletinesca, excesiva, pero convertida en verosímil según sus propias pautas lógicas gracias a la verdad poética de la escritura de Barceló. Poco que ver con el realismo al uso, con la literatura melindrosa de soledades y microscópicas decepciones: aquí hay, pura y simplemente, un arrebato, un frenesí.
Aunque alguna de sus novelas más extensas —caso de El vuelo del hipogrifo— resulten satisfactorias, es significativo que las obras más redondas de la autora hasta la fecha se muevan en distancias más breves: Corazón de tango se suma a la extraordinaria El secreto del orfebre para defender esta tesis. Parece como si la vitalidad de Barceló, su personalidad entregada y amante de sus amores, encontrara un mejor acomodo cuando se limita a una historia directa, sin artificios, sin subtramas.
Aquí sólo hay cuatro personajes de verdadero relieve, que arropan una historia sencilla. Tenemos a la hermosa muchacha inocente a la que el tango inflama la sangre; su padre, gravemente enfermo, que quiere buscarle un acomodo; un marinero de origen alemán, noble bruto, que pone en ella un amor sincero pero vacío; y el bailarín de silueta impecable, hijo del arrabal, al que la necesidad ha esculpido un rostro afilado y misterioso. La atracción que sabemos que se producirá entre la primera y el último, por encima de los otros dos, tiene la cadencia sensual y fatalista del tango, crece sin posible contención, se encamina hacia un final inevitable.
La capacidad de Barceló para la empatía, colocándose con precisión en la piel de cada uno de los personajes centrales, obliga al lectora a sumergirse en la historia. A ello contribuye también su cuidadoso empleo del idioma, con la dificultad añadida para una autora española de emplear el lunfardo de manera que los modismos no resulten ni confusos ni folklóricos —dicho esto, por supuesto, desde mi opinión como mero lector, sin un conocimiento de los modismos de la época y el lugar—.
Aunque el protagonista de la novela es, sin lugar a dudas, el tango. Y la forma en la que la autora se enfrenta, casi siempre con éxito, al reto de convertir cada baile que relata en único, en una nueva variante de un creciente delirio sensual. Es en los mejores momentos de ese reto de la escritora con su propia capacidad descriptiva en los que la novela se convierte en memorable.
Como prólogo y coda, Barceló saca la historia del Buenos Aires del tango clásico para introducir elementos contemporáneos. El artificio fantástico tiene como consecuencia realzar aún más la historia trágica narrada, que resulta de manera literal más grande que la propia vida. Y qué bueno es que la literatura sea más grande que la vida. Es la mejor denuncia para reflejar la asepsia de la que nos rodeamos, la huida permanente de cualquier indicio de dolor —y, por tanto, de pasiones— que es el núcleo de la conducta ciudadana del siglo XXI.

viernes, junio 22, 2007

Pomelo se pregunta, Ramona Badescu / Benjamín Chaud

Kókinos, Madrid, 2007. 85 pp. 11 €

Care Santos

Pomelo es un elefante enano, de color rosa, poseedor de una trompa desproporcionada, que vive en un huerto bajo un diente de león. Por las noches, teme los puerros y la desaparición de los rábanos, que a veces ocurre. Tiene algunos amigos: la tortuga Gantok, o la patata rara que habla algo incomprensible. Los mayores entretenimientos de Pomelo son imaginar cosas, hacer teatro con sus amigos del huerto o, como se revela en esta entrega, soñar. Mucho y de lo más variado, por cierto. Lo que no se puede negar es que este personaje, que en algunas ocasiones se deja engullir por sus cavilaciones, sabe apañárselas para ser feliz.
Pomelo es un viejo conocido del público españl. En 2005 se publicaron sus tres anteriores entregas: Pomelo es elefantástico, Pomelo es feliz y Pomelo sueña, con texto de Ramona Badescu e ilustraciones de Benjamin Chaud, dos franceses de cuya fructífera colaboración han surgido un buen puñado de títulos para primeros lectores —y de los cuales, por cierto, sólo éstos han llegado a España.

¿Cuál es el secreto de este Pomelo que en entregas anteriores sentía tentaciones de fabricarse un turbante con la trompa? Por una parte, la simplicidad y colorido de las ilustraciones. Con apenas unas líneas y unos toques de color, Chaud consigue un bicho sumamente expresivo e ingenuo. El absurdo forma parte de él —comenzando por la trompa o el color de su piel— y está presente en la historia y en el modo de plasmarla. Se trata del mismo absurdo, o la misma lógica aplastante, que utilizan los niños. «¿Qué ocurrirá si la próxima página me aplasta cuando pase?», se pregunta el animalito, por ejemplo. Los dibujos llegan a sus lectores incluso antes de que hayan leído los textos. Pomelo les presenta problemas con los cuales pueden identificarse, les habla en su idioma.
Los miedos ocupan un lugar destacado. Pomelo teme muchas cosas. Siente terrores nocturnos, le molestan los insectos, no soporta la soledad, teme que ocurran cosas cuyos mecanismos desconoce por completo... Para compensarlo, juega, busca a sus amigos, inventa cosas, descubre el mundo. El secreto es el de siempre: Pomelo es lo que son sus lectores. Y cuando logra algo, todos sus lectores celebran ese triunfo que sienten como propio.
En esta cuarta entrega de la serie, Pomelo tiene dudas. No están jutificadas y llegan porque sí, por eso a veces es tan difícil encontrarles respuesta. Se pregunta en qué piensan las hacendosas hormigas que caminan hacia suhormiguero, por qué los tomates son rojos y los calabacines verdes, de dónde vienen los nabos o cómo se sabe que es primavera. En seguida sus preguntas se vuelve metafísicas, y Pomelo se cuestiona acerca de qué conforma la esencia de uno mismo cuando teme volverse de otro color, o que le salga pelo y tenga que peinarse según un estilo; medita acerca de su mundo cuando imagina a todos los habitantes del huerto fuera del mismo. Se pregunta si todos tienen dudas, y si antes alguien ha tenido estos mismos interrogantes. Incluso llega a querer saber quién decide lo que ocurre en el huerto y en este cuento.
Las preguntas de Pomelo, este encantador inseguro, nos llevan muy lejos: abordan la concepción de uno mismo, la autoestima, la sociabilidad, los rasgos que nos definen e incluso la trascendencia. Y sus firmes posturas defienden la tolerancia, el amor a uno mismo, la diversión y un cierto enigma que la vida conserva porque tal vez deba hacerlo. Nunca se había obtenido tanto de un elefante enano.
Hay en este volumen dos pequeños "capítulos" más: en uno, todos los animalillos del huerto llevan a cabo una suerte de representación primaveral —una verdadera eclosión de color, que entusiasma a los más pequeños— y en el segundo, Pomelo desvela cómo son sus momentos más tristes, en contraposición a lo que dijo en un volumen anterior respecto de "los días divertidos".
Conviene, por último, aconsejar a los padres y madres la lectura en común de cualquiera de las aventuras de Pomelo. Preparaos, eso sí, para la artillería de preguntas que el elefante rosa es capaz de despertar. Y también para las grandes dosis de diversión, que también será compartida. Un consejo universal para este verano que empieza: hay que pomelizarse.

jueves, junio 21, 2007

Bucólica y otras novelas, Emilia Pardo Bazán

Lengua de Trapo, Madrid, 2007. 287 pp. 20,80 €


Ana Gorría

Bajo el título de Bucólica y otras novelas, Marta López Megía nos presenta en la colección "Rescatados" de Lengua de trapo, seis narraciones breves que vienen a señalar la solidez intelectual de una autora cuya aportación a la literatura tal vez haya sido condicionada tanto por una recepción estrechamente ligada a los límites de su época como por las propias aportaciones de la autora a la historia de las ideas y a la vindicación de los derechos de la mujer.
Tras una somera aproximación biográfica, López Megía apunta algunos de los límites e indeficiones de la novela breve como género, con el fin de señalar la relevancia de los textos de la autora gallega dentro de la historia de la narrativa decimonónica.
Estas seis novelas, cuyo periodo de escritura abarca desde 1885 hasta 1920, constatan la actitud de la autora ante la novela, que ella misma define en las palabras del prólogo a La dama joven, palabras que Marta López Megía ha colocado como materia liminar:

«Reclamo todo para el arte, que no se desmiembre su vasto reino, que no se mutile su cuerpo sagrado, que sea lícito pintar la materia, el aire y e cielo.»

La lógica de esta afirmación estructura estos textos, sometidos también a cierta moral(eja) presente en la mayoría de estas novelas breves y que a lo largo del tiempo va perdiendo fuerza, como vemos en los últimos textos del libro. Desde la literatura epistolar a la novela policíaca, la narrativa de la autora de Los pazos de Ulloa no deja pasar ninguna de las aportaciones literarias de su tiempo, consciente de que, como dice el protagonista de La gota de sangre, «el hombre de naturaleza refleja impresiones directas y el de la civilización refleja lecturas».
Al mismo tiempo, la escritora gallega presta una suma atención a los caracteres locales, reproduciendo el discurso coloquial y los idiolectos característicos de diversas localidades de España, como el andaluz y el gallego. Esta atención a lo particular también se materializa en la estructura espacio temporal de estos textos, situados (a excepción de Cada uno) en espacios rurales (pazos, castros) o en pequeñas ciudades de provincia, Marineda, hecho que le permite profundizar en las distintas estructuras sociales.
Desde un punto de vista formal es reseñable la diversidad de estructuras sobre las que se sostienen estos textos, diversidad que abarca desde la narración en tercera persona como en el caso de la dama joven, el juego de narradores y tiempos de Cada uno hasta la primera persona que articula la políciaca La gota de sangre.
No han de verse estos textos como un elemento aislado dentro de la obra de la autora. Participan de las grandes líneas de su pensamiento narrativo. Cabe señalar las similitudes que existen entre Bucólica y Memorias de un solterón, a pesar de la diferencia de tratamientos entre ambos textos, o la presencia de recursos tan característicos de estilo como la animalización de los personajes, frecuentemente mujeres, consecuencia de la anteriormente citada vindicación de la cuestión femenina, como en el siguiente párrafo de Bucólica.

«Me inclino a pensarlo, porque esta chica me trató con más desahogo durante mi mal, me cuidó con menos escrúpulos que mi hermana o mi propia madre. Y, sin embargo, al través de su tosquedad, parece inocente y mansa como el ternerillo que zagalea.»

Los seis textos que la editora ha seleccionado, suponen la constatación de la curiosidad literaria de una autora (a la que incluso algún crítico contempóraneo tachó de oportunista) que siempre tuvo en cuenta la cambiante sensibilidad que fluctuaba en las lindes del primer tercio del siglo XX.

miércoles, junio 20, 2007

Pasión de papel: cuentos sobre el mundo del libro, Varios Autores

Páginas de Espuma, Madrid, 2007. 283 pp. 15 €

Marta Sanz

Confieso de entrada que no me resultan simpáticos los libros sobre escritores que hablan de otros escritores. No me interesa demasiado la soledad del poeta frente a la página en blanco ni la frustración romántica ni el abandono de las musas ni los últimos coletazos de la deconstrucción aplicados al arte de narrar. La metaliteratura o la introliteratura o la endoliteratura me recuerdan a veces la definición de círculo vicioso que daba Ionesco: aquello de métase usted el dedo en el ombligo, dele vueltas y obtendrá un círculo vicioso. A menudo los libros explícitamente metaliterarios son una herramienta de mitificación de un oficio que, aunque tal vez preñada de honestidad, carece de pudor. Y una redundancia porque todo texto literario, por el mero hecho de serlo, es ya metaliteratura e implica una opción ética y estética que se inserta en el repertorio de posibilidades de eso que llaman el campo literario. Comparto con Jenaro Talens –lo he dicho cientos de veces- la idea de que abordar la literatura como tema de la literatura es una “coartada metapoética” tal vez para no tener que proyectar la vista hacia otros territorios –menos complacientes, menos complacidos- de la realidad. Sin embargo, siento debilidad por La lección del maestro de Henry James porque, al presentar la historia de un par de artistas -el uno consagrado, el otro en ascensión- me está hablando de la diferencia entre lo vivo y lo pintado y de cómo a veces lo pintado es una forma de lo vivo y lo vivo una forma de lo pintado, una impostura, una pose...
Hay libros que hablan de agrimensores, de abogados, de paleontólogos, de profesores universitarios, de mineros y albañiles –cada vez menos-, de cantantes de ópera, de forenses, de ladrones o de curas y, no por ello, son libros “gremiales” y/o endogámicos. Las profesiones son metáforas para expresar ideas generales sobre el miedo, la competitividad, la nostalgia, el cambio de valores... Eso sucede con los escritores, editores, correctores, traductores y lectores de los relatos de Pasión de papel. Son metáforas, a menudo jocosas, a través de las que, hablando del mundo del libro, éste queda trascendido. La atmósfera resultante es muy parecida a la melancolía. En algunos de estos cuentos aparecen trenes, quioscos de estación, librerías al borde de la quiebra, casi fantasmas, muertos vivientes... Imaginamos los cuentos de Javier García Sánchez o de Isidoro Blanstein rodados en blanco y negro; también el de Cristina Fernández Cubas, “En el hemisferio Sur”, donde en clave de literatura fantástica se evoca quizás esa pesadilla en la que el soñador ha de presentarse a un examen de matemáticas para el que no ha estudiado: el miedo a la repetición, la competencia con uno mismo y con los demás, la duplicación, la obsesión por la originalidad, por tener algo que decir, la muerte... son emociones y conceptos construidos en este relato sobre una escritora y su editor.
Las cuatro partes del volumen –los inventan, los fabrican, los difunden y los leen- están encabezadas por reflexiones de un escritor (Volpi), de un editor (Muchnik), de una librera (Lola Larumbe) y de un crítico (García Jambrina.) Es especialmente hermoso y revelador el recorrido que lleva a cabo Mario Muchnik: la figura del “editor ciclista” de unos tiempos no tan lejanos se ha metamofoseado (¿monstruosamente?) en la del contable: “para pasar las horas leyendo, un buen contable sale más barato que un editor (...) ¿Pruebas? Están en todas las librerías.” Hay verdades como puños que no requieren glosa. También Lola Larumbe pone el dedo en una llaga de perogrullo que a menudo olvidamos: no es nada fácil vender un libro.
Muchos de los cuentos asumen un tono de distancia irónica respecto al oficio que viene a atenuar, tal vez, aquello de la falta de pudor: así sucede con la obsesión por las repeticiones, coincidencias y rastreos del intertextual y borgiano cuento de Vila-Matas, con el de Leonardo Valencia, con el de Pere Calders, con el de Neus Aguado – económico y muy divertido-, con el de Volpi, con el de Carme Riera, con la patética tragedia del de Iván Oñate o con los resortes y encrucijadas, la combinatoria, la aleatoriedad o la imprevisibilidad lúdica que Zarraluqui descubre en el proceso de creación de un relato. Monterroso es siempre Monterroso. Monterroso, con sus fábulas, siempre da en el clavo. También Mario Benedetti quien en “Autobiografía” reflexiona cómicamente sobre la importancia de la mítica primera frase en los textos literarios: escribe varias y todas ellas son susceptibles de hurto por alguien que ande en busca de una primera frase capaz de seducir al lector y llevarle a firmar un pacto, un compromiso de fidelidad con quien escribe, que le lleve a leer una página detrás otra.
Me gustaría aludir a tres relatos que me han gustado de forma especial: uno de escritores, uno de traductores y uno de libreros. El primero es “Falta de vocación” de Antonio di Benedetto; las pequeñas piezas literarias de Don Pascual, un escritor principiante en la cincuentena, son un regalo, y la moraleja del cuento -hago notar a los detractores de las moralejas y de la literatura de tesis en general que a lo largo de la Historia de la Literatura los cuentos las han tenido casi siempre- iluminadora y real como la vida misma: el esfuerzo de escribir no es poca cosa y a veces ni siquiera compensa; no es un goce, puede amargar una vida que de pronto se llena de imaginaciones sin que las imaginaciones se nutran de la vida. El segundo cuento es “Nota al pie” del escritor asesinado en la época de la dictadura en Argentina, Rodolfo Walsh; el recurso de la nota a pie de página y el juego de las tipografías nos permiten contrastar dos discursos antagónicos: el del poder o semipoder –semiatento, irresponsable, olvidadizo, compasivo...- y el del asalariado. El asalariado es un traductor que antes era “gomero”: pese a su creencia de cambio de estatus –de la empresa de las ruedas de goma a la empresa cultural-, el asalariado siempre es asalariado y tiene motivos para la frustración y para todas las formas del resentimiento. Por último, en “Calle Maipú” de Angelina Lamelas asistimos, en un tono de casticismo bonaerense, a un homenaje cariñoso a los que no leen: Hernán, el esposo de la librera-narradora que cierra por ella su boyante carnicería para invertir en el ruinoso e incomprensible negocio de los libros. No hay que ser sectarios: no leer no es un estigma. Existe gente cariñosa y buena, incluso gente inteligente, que no lee. Quizás estamos muy enfermos y todo esto debería darnos qué pensar. Al fondo del cuento de Lamelas late la vida: la violencia, la carestía, la solidaridad, el amor... al fondo del relato de una librera hay muchas otras cosas además de libros.

martes, junio 19, 2007

Las voces del diálogo. Poesía y política en el medio siglo, Jordi Amat

Premio de Ensayo Casa de América. Península, Barcelona, 2007. 284 pp. 20 €

Juan Marqués

Jordi Amat ha escrito un libro sobre unas cuantas personas sensatas. Pero es también un libro de suspense, ya que transcurre en España a comienzos de los años 50, y aquellos no eran ni un lugar ni unos tiempos demasiado receptivos a la sensatez. Algo se fue haciendo, sin embargo, algo se intentó, algo se consiguió. «Si las cosas pasan, pasan gracias a personas» dice Amat al arrancar el segundo capítulo, y aquí se cuenta, simplificando mucho, cómo ciertos intelectuales españoles fueron llevando a cabo audaces iniciativas para devolver al idioma y a la cultura catalana la legalidad y la dignidad que naturalmente le correspondieron siempre. Rafael Santos Torroella, Dionisio Ridruejo, Joaquín Pérez Villanueva o Joaquín Ruiz-Giménez «conspiraron» con catalanes como Carles Riba, Marià Manent o J. V. Foix para organizar —casi siempre sin éxito— recitales, premios o revistas en catalán. Pequeños gestos que fueron agrietando desde dentro (a veces desde muy dentro) el grotesco y cruel sistema cultural de la dictadura. En ese sentido, y como hito fundamental y protagonista de este estudio, el congreso de poesía de Segovia en 1952, donde Riba acudió (tras muchos recelos, compromisos y malentendidos) para dar una conferencia sobre la poesía de su tierra y recitar versos en su lengua (algo que, tan dolorosamente, no podía hacer en Barcelona). «La mayoría de congresistas descubrieron en Segovia que la literatura catalana no era una manifestación provinciana ni mero folklore», afirma Amat (p. 165), y seguramente no hay exageración, ya que la parte más fanática y demencial del gobierno impuesto en 1939 (y esa era la parte mayoritaria y preponderante) se había propuesto en serio llevar a las lenguas periféricas a la extinción, y su estrategia era la del acoso, el desprestigio, la ridiculización.
A ese congreso se le presta mucha más atención que al de Salamanca del año siguiente (y muchísima más que al de Santiago de Compostela en 1954), porque fue el verdadero acontecimiento, el inicio de un intento de normalización que, por desgracia, apenas dio resultados, pero que sirvió para revelar definitivamente que las cosas, tarde o temprano, tendrían que cambiar. Tardarían demasiado, pero de aquel diálogo, de aquel sincero respeto mutuo, nació una esperanza y un ejemplo del que todavía tenemos cosas que aprender.
Las voces del diálogo es un libro estupendamente escrito, y en él se conjuga con acierto lo narrativo con lo analítico. Era de esperar, ya que el primer libro de Amat (Luis Cernuda. Fuerza de soledad, Madrid, Espasa, 2002) ha quedado como una de las mejores aportaciones al centenario del poeta sevillano. Se echa en falta, sin embargo, un índice onomástico (simplemente imprescindible en libros como éste) y una bibliografía algo más ordenada. Por desgracia (y tampoco por culpa de su autor) el libro ha salido con demasiadas erratas, pero apenas hay errores, y apenas de importancia (las memorias de César González-Ruano, por ejemplo, se titularon desde su primera edición Mi medio siglo se confiesa a medias, y no Mi medio siglo se cuenta a medias —p. 39—...).
Ahora Jordi Amat ha sido el responsable de la tan necesaria reedición de las Casi unas memorias de Ridruejo, cuya aparición, también en Península, parece inminente. Mientras esperamos, hay mucho que repasar y descubrir en Las voces del diálogo, un libro casi tan admirable como los hechos que en él se relatan.

lunes, junio 18, 2007

Cartas desde Selva, Avelino Hernández

Ed. Teresa Ordinas. Segovia, Tertulia de los martes, 2007. 238 pp. 11 €

José Manuel de la Huerga

Una extraña mezcla de plenitud y ruptura se decanta ya en el origen de esta apasionante “recolección” (como los frutos de su huerto) de las cartas que Teresa Ordinas hace de su compañero Avelino Hernández, muerto en el mejor momento de su vida y de su carrera literaria. Serán el gozo y el llanto, como le gusta recordar al autor en muchas de ellas, los sentimientos que prevalecerán en la retina del recuerdo del lector. Es ese sabor agridulce que rara vez encuentra el punto de sazón en el arte de la palabra, sólo cuando la literatura se imbrica con la vida y ambas se dan sentido y se perpetúan más allá de cualquier fecha luctuosa. Es emocionante, sin embargo, leer estas cartas en la perspectiva de la muerte, del tiempo clausurado, cuando desde las primeras fechadas en marzo de 1996 el autor habla a sus destinatarios de gozo de haber encontrado la Ítaca deseada (la isla de Mallorca), tras abandonar Madrid, opción arriesgada para una pareja entregada a la cultura y a la literatura que, en su madurez creativa, decide romper con los vínculos de lo fácil y arrojarse de cabeza, y sin red, por el acantilado azul del Mediterráneo.
Claro que cualquier obra de arte (incluido el género epistolar y todo lo que rodea desde bambalinas a cualquier proceso creativo) adquiere dimensiones digamos que trascendentes cuando es publicada de forma póstuma. Claro que corre el peligro de deformarse porque todo lo que la muerte toca se trastoca para ser magnificado, en un momento, y olvidado al siguiente. Por eso estoy seguro de que Avelino pondría en tela de juicio esta recopilación, o si no en tela de juicio, al menos la sometería a la conveniente cuarentena del tiempo, de más tiempo. Pero los textos en sí mismos, y la inteligente recopilación (son sólo unas pocas de más de seisicientas cartas que Avelino escribió en los siete años que duró su aventura mediterránea), apuntan directamente al gozo de vivir. O sea, para los que tuvimos la suerte de conocerlo, Avelino en estado puro. Así queda convenientemente vacunado el peligro del espejismo de santificar todo lo que tocó aquel que ahora recordamos.
Nada más lejos que esa actitud acomodaticia y autocomplaciente en un luchador nato, siempre ilusionado, siempre en vigilancia contra las maneras de bombo y platillo de las que huye en el Madrid invadido por las huestes de Aznar recientemente ascendido al poder omnímodo. No se cansa de repetirlo en sus cartas a amigos escritores, a compañeros en programas donde intentó (y consiguió) acercar la cultura al mundo rural y rescatar de ese mundo en vías de extinción todo aquello que nos mantiene vivos, nos dignifica y nos recuerda de dónde venimos: cómo vivir es el argumento de la obra, hay que aplicar la inteligencia a la vida, y si sobra algo, al arte. Dos lemas (tomados de Gil de Biedma y de Oscar Wilde, respectivamente) que ocupaban el escudo de armas de su casa en Selva, junto a las hélices del lläut que Teresa fotografió y se veían en los remites de sus sobres azules. Porque azul es el Mediterráneo, y la isla de Mallorca entera, y todo lo que ella contenía (incluida Teresa). (Que nadie pase por alto ese hermosa carta de amor).
Las descripciones de la isla vista desde su terraza, la buganvilla, su huerto y los bancales de la montaña cayendo hacia el mar son el decorado donde Avelino redacta sus cartas de ánimo, de ilusión a compañeros escritores, a sobrinos que empiezan a escribir, a algún estudioso de su obra, a su agente literaria, y todas ellas le sirven, lo explicita él mismo, para colocar sus ideas, para pensarse como escritor que quiere iniciar un nuevo ciclo narrativo, muy cerca de la poesía, con las tres obras de mayor calado de su producción: Los hijos de Jonás, una obra bidireccional, donde se entremezclan placer y dolor, una tragedia griega con la clave de las historias sagradas del Antiguo Testamento; La señora Lubomirska regresa a Polonia, la vecina de su pueblo, Selva, ejemplo de mujer decidida que atraviesa Europa, y de la que nos da cuenta en alguna carta muy interesante (en ella comprobamos cómo en Avelino la literatura oral tiene tanto calado como el mejor texto clásico); y Mientras cenan con nosotros los amigos, un título que define maravillosamente al mejor Avelino, hospitalario, hombre de mundo, incansable contador de cuentos y de historias, siempre en torno a los frutos de la tierra que tanto amó y de la que supo extraer su mejor zumo.
La recopilación de cartas es un regalo. Regalo para los que estuvieron cerca de él, que lo vuelven a recibir en forma de palabra pronunciada y paladeada, como a él tanto le gustaba; regalo para quienes no le conocieron pero desean leer las cartas de un hombre que no se casó con el poder, que fue libre, que dijo todo lo que pensó, que hizo lo que le gustó y que lo hizo bien. En un mundo de apariencias, de éxito rápido y fácil, aquí encontrará el lector atento el ejemplo infatigable de un escritor que puso por encima de otros intereses vivir, y vivir dignamente consigo mismo, mirando al mar, a su luz, recordando su tierra, teniendo presentes a un sinnúmero de amigos que le tendremos como “modelo” (perdón por la expresión que no le gustaría, pero es la que es) de excelente escritor que tuvo bien presente que no todo valía para llegar a la meta.

viernes, junio 15, 2007

El insurrecto, Jules Vallès

Trad. Manuel Serrat Crespo. ACVF Editorial, Madrid, 2007. 320 pp. 17 €

Miguel Baquero

Con El insurrecto, que acaba de aparecer en las librerías, se cierra la Trilogía de Jacques Vingtras, la obra de Jules Vallès cuyos dos anteriores volúmenes, El niño y El bachiller, ya reseñamos en este espacio. Se concluye así una magnífica labor, realizada por la recién creada editorial ACVF, que nos permite tener, por primera vez en castellano y en una sola editorial, esta trilogía, de enorme significación para la literatura francesa, capital para el movimiento naturalista y significativa en grado máximo como espejo de una época, el Segundo Imperio francés de Napoleón III, en que los artistas, en especial los literatos, del brazo con los obreros, comienzan a crear la base de una conciencia social y comienzan a pergeñar un discurso reivindicativo contra el burgués triunfante de la Revolución Francesa y que, tras los días de furor y guillotina, había vuelto a construir un sistema, mejorado y ampliado, de “aristocratismo” y exclusión.
A lo largo de las dos novelas anteriores de la trilogía, el joven Jacques Vingtras (trasunto de Jules Vallès) se ha ido poco a poco abriendo al mundo y a la realidad —mísera realidad— de sus semejantes, después de los días adolescentes de bohemia y soflamas románticas; esta evolución viene a culminar en El insurrecto, donde Vingtras-Valles, ya adulto, ocupa un lugar, y no ciertamente secundario, en las barricadas que se levantan en París y otros lugares de Francia en marzo de 1871. Estamos en los días de La Comuna, de la que Valles es uno de sus representantes, elegido por los sublevados. Días de banderas rojas, blusones de proletario, pañuelos al cuello, reuniones tumultuosos que concluyen en la famosa Semana Sangrienta de mayo, cuando el Ejército finalmente entra en París y aplasta a los sublevados.
«Sólo se resiste en el barrio de La Bastilla y en La Villette. Los versalleses fusilan indiscriminadamente, incluso a los heridos en las ambulancias. Una muchedumbre se venga asesinando en la calle Haxo a cincuenta rehenes (...) Decenas de miles de muertos durante la represión. Más de cuarenta mil prisioneros juzgados en consejos de guerra. Más de tres mil condenas a muerte. Más de cuatro mil condenas a destierro. Valles logra esconderse y escapar». (Tomado de la cronología al termino del volumen.)
En Londres, donde finalmente Vallès encontraría refugio, escribe su célebre trilogía, de la que este El insurrecto supone la conclusión. Escrito en sus últimos días (de hecho, Vallès nunca llegaría a ver la edición en libro), este último volumen no alcanza, justo es decirlo, el alto grado de calidad de los dos anteriores, y la abundancia de referencias a personajes políticos y culturales de la época, hoy ya olvidados, hace que la lectura de El insurrecto resulte en ocasiones bastante difícil, pese al extenso y titánico glosario con que se acompaña el libro y la extraordinaria traducción de Manuel Serrat Crespo. Sin embargo, y pese a la dificultad, El insurrecto resulta necesario como culminación de esta trilogía, una de las más brillantes de la literatura y una auténtica mano tendida, tanto por pensamiento como por estilo, de un hombre del siglo XIX hacia un lector de nuestros días.

jueves, junio 14, 2007

En el nombre de la madre, Erri de Luca

Trad. Carlos Gumpert. Siruela, Madrid, 2007. 112 pp. 11.90 €

José Morella

La trama del libro que hoy recomendamos es conocida por todos ustedes. O más que eso: está engastada en ustedes. Explica la historia de una mujer, apenas una adolescente, desde el día en que le anuncian que será la madre de Jesús, el Hijo de Dios, hasta que el niño nace en un establo polvoriento. La novedad que Erri de Luca introduce está en el punto de vista de la narración, que es el de María, aquí llamada Miriam. De Luca es laico. Es un antiguo militante revolucionario comunista, que estudiaba hebreo por las noches cuando salía de la fábrica. Parece querer decirnos, a través de su prosa cuidada y sutil, que es necesaria una nueva aproximación, laica y culta, al problema de las religiones; y nos recuerda, sin hablar en absoluto de ello, sin comentarios extrínsecos, tan solo parafraseando el texto sagrado, que la historia de Miriam y Iosef es, también, la historia de dos personas enfrentadas con la sociedad a la que pertenecen: es decir, una historia política. Miriam está, en palabras de su prometido, Iosef, «llena de gracia». Esa gracia, en la novela de De Luca, no es, a pesar de ser una característica de lo divino, algo esotérico o inexplicable: es la capacidad de los que creen en algo (en este caso, en la palabra de Dios) para no dejarse caer. El castigo por quedar encinta fuera del compromiso matrimonial es la lapidación. Morir a pedradas. Iosef debería, según la ley, haberle lanzado la primera piedra a su novia. Como no lo hace y la protege de esa muerte horrible, los miembros de la comunidad les retiran a ambos el trato. Miriam acepta la palabra de Dios desde el momento en que un extranjero (no un ángel con alitas) entra en su estancia para anunciarle el asunto. Ella, ante un extranjero que se cuela en su casa, debería haber gritado y pedido socorro, pero no lo hizo. Creyó. La pareja no se rinde a la presión que la comunidad entera ejerce sobre ellos. Creen, y su fe les sostiene. Eso es lo que significan las palabras que Iosef le dice a Miriam: estás llena de gracia, esparces la gracia a tu alrededor. La gracia es estar investido de una fuerza que aísla y que protege contra la sociedad incrédula y rencorosa, cerrada a la fe. La gracia es ese vuelo de la gaviota sin mover las alas, ese planear con elegancia en medio de la tormenta en la que podría morir. ¿Qué diferencia hay entre esa actitud y la de Mahatma Gandhi, o la de Rosa Parks cuando se negó a cederle su asiento a un blanco en un autobús de Montgomery, o la de Alexander Solzhenitsyn en el gulag? Tal vez la diferencia es tan solo de grado. Tal vez Gandhi o Parks tenían algo de esa gracia de la que Miriam estaba llena. Lo que es seguro es que ellos también creían en algo y no se dejaron caer. Así, Miriam y Iosef pueden ser vistos como un caso prematuro de desobediencia civil, mucho antes de Thoreau.
Resulta interesante pensar esta lacónica obra escrita en prosa poética después de haber sido testigos del enorme éxito editorial de los tochos de Dan Brown, en los que se utiliza también el material bíblico —entre otros— para novelar. El éxito de El código Da Vinci se basa en dos elementos: hacerle creer al lector que adquiere cultura cuando apenas se le da información, y especular acerca de la vida de Jesús de Nazaret: si tuvo o no líos de faldas, si tuvo descendencia. Es decir, crear misterios secundarios en torno a Jesús, que es el misterio mismo hecho personaje de una narración. Miriam es fecundada por la palabra de Dios que entra en ella como un viento del desierto, y Jesús nace de ese viento. ¿Qué otro misterio necesitamos? El éxito de Brown es tal vez el síntoma de que estamos perdiendo la capacidad de sorprendernos ante los verdaderos misterios de la vida, los que están ahí desde siempre y que De Luca quiere recalcar: fecundar, gestar, parir. Mientras Brown anula lo básico de la historia de Jesús para plantar allí sus chismorreos, De Luca prefiere esconderse como autor y cederle la voz a la mujer protagonista, acercándonosla, dejándonos ver su humanidad frágil pero dura, la dulzura de su determinación. La palabra fecundadora, esa palabra creadora que preña a Miriam, señala también nuestra necesidad genética de narrar y de escuchar narraciones. Sin ficciones que aludan a nuestra finitud, sin literatura, estamos muertos, somos los habitantes de un planeta helado.
También es imposible no pensar en la historia del pueblo judío. De Luca salpica el texto de frases que funcionan como dispositivos de la memoria cultural del lector. El viaje que emprende la pareja para censarse en Belén (los romanos habían organizado un censo que obligaba a los judíos a acudir a sus lugares de nacimiento para inscribirse), con Miriam encinta y sentada en un burro, recuerda de una manera inevitable las palabras de George Steiner: ser judío es «haber preparado el equipaje». Tener las maletas siempre a punto, no tener casa. Walter Benjamin en Portbou, la diáspora de los judíos sefarditas. Pero también los palestinos actuales con sus grandes llaves colgadas del cuello, las llaves de las casas que les obligó a abandonar, paradójicamente, el Estado de Israel. También, por ejemplo, aunque no sean judíos, los senegaleses que llegan en cayuco a las Islas Canarias, y sobre todo los que no llegan, los que se traga el mar. Estos ni siquiera llevan equipaje: la maleta de Steiner es la marca de la civilitas, un mínimo, frágil salvoconducto que se erige en casa portátil y pasaporte en ese país no espacial que conforman los judíos por el mundo. Pero los del cayuco, esos no existen más que como detritus, como suplemento molesto, y, si los incluimos, la lista no se terminaría nunca. De Luca, napolitano, dice de su ciudad: «e arranqué de Nápoles como quien se arranca una muela: de raíz, pero sin poder replantarla en ningún otro lugar. A esa ciudad voy, pero no regreso.»

miércoles, junio 13, 2007

El infierno, José Luis Gracia Mosteo

Premio de Novela Corta Fundación Dosmilnueve. Huerga & Fierro, Madrid, 2007. 152 pp. 14 €

Amadeo Cobas

Asegura José Luis Gracia Mosteo que los escritores, al morir, vamos de cabeza al infierno. No hay salvación posible, así que vaya cada uno haciendo su reserva. ¿Y por qué nos toca semejante condena? Por haber imitado al creador, por jugar a dar vida, por quitarla, administrando a nuestro antojo el tiempo que han de subsistir los personajes creados por nosotros mismos.
En el infierno. Allí están Lope de Vega, de tan inusitada capacidad escritora como tan salaz coleccionista de amantes; Alonso Quijano en el umbral de la muerte, haciendo balance de las aventuras de un caballero al que conoció, un tal don Quijote de la Mancha; Mallarmé y su soberbia por recrear la belleza; Sender está por causa no de sus pecados de juventud, sino por los de vejez...
Y allí está Gracia Mosteo, con más merecimiento que ninguno, por crápula, escritor sin pelos en la lengua y adulador de mujeres bonitas. Que, como él mismo diría: son todas.
Pero en este libro hay más. Porque esta obra está trufada de erudición, donde el autor muestra su paciente búsqueda (como «ratón de biblioteca» se define) en la biografía de los autores retratados, condenados a purgar sus excesos en el infierno, destacando a su vez esa capacidad suya de crítico literario avezado, de ésos que saben diferenciar las virtudes del buen literato de los trucos de un pasable narrador. No falta humor. Ese humor socarrón aragonés del que hace gala, visual e irreverente: «siempre he pensado que Dios es un fisgón pero también un plasta: a todas las horas sermoneando». Tampoco faltan vituperios hacia la parcialidad de algunos críticos que pululan por la «República de las Letras», a los que conmina a «abrir el libro y leer».
¿Por qué? Porque como él mismo dice: «Dios es el tiempo, y el reloj, su profeta». Y este reloj devora sus propias horas, las de pedir cuentas, y en la duodécima debe rendirlas el propio Mosteo, luego de ser insultado por sus compañeros de letras, que le han precedido en la caída en el infierno. Destaca un tal Borges, que se ensaña sobremanera con el autor recién caído, al que lo mismo denomina bisoño como mal escritor.
En definitiva, en El infierno, con el látigo en la mano, José Luis Gracia Mosteo fustiga los egos de muchos escritores inmortales, sacándoles los colores con ánimo en ocasiones conciliador y en ocasiones enrabietado por el desmoronamiento de la imagen que tenía del ídolo. Debería estar prohibido que llegue a nuestros oídos la vida secreta de los héroes, de cualquier clase que sean, que han jalonado nuestro crecimiento, para evitar que conozcamos sus miserias. Y se nos derrumbe el ídolo.

martes, junio 12, 2007

Lucille (vol. 1), Ludovic Debeurme

Dibujo: Ludovic Debeurne. Rotulación: JMP. Trad. Manel Domínguez. Norma, Barcelona, 2007. 544 pp. 29,50 €

Ricardo Triviño

Leer Lucille de Ludovic Debeurne resulta un extraño placer. Produce compasión, horror, alegría, esperanza, desapego, empatía, ternura, amargor. Sumerge al lector en tal cúmulo de emociones que le impide detenerse, lo impulsa a seguir buscando cuál será el futuro incierto de esos dos adolescentes tan distintos y a la vez tan parecidos.
Lucille es hija única y vive con su madre desde el divorcio. No tienen problemas económicos y su casa es grande, pero detesta su cuerpo y no come, deja que su figura se consuma, esperando ser la mariposa que abandona su pasado de gusano. Arthur es hijo de pescadores y vive con sus padres y su hermano. Carga con el peso de la familia y la responsabilidad le impide marcharse, a pesar de que su verdadero deseo sería huir lejos, muy lejos. Ambos anhelan otra vida, otros cuerpos. Dos historias que corren paralelas hasta que se cruzan en un nimio, diminuto suceso. Y luego otra vez, y otra vez, hasta su fuga.
Los dos personajes marcharán a la desesperada, sin saber a dónde, intentando deslastrar inútilmente el peso de la vida atada a sus tobillos, porque su vida son sus pies, sus manos, sus brazos, sus labios, sus oídos. Ellos arrastran su propia cárcel, y Debeurne sabe que el mayor problema de los habitantes del llamado primer mundo es la no aceptación de uno mismo, ya sea por razones psicológicas o sociales. El hormiguero del bienestar rasga su máscara mediática, espada de Damocles, para mostrar la insatisfacción de sus insectos y su extrema debilidad. Capítulo tras capítulo, se intercalan ilustraciones inquietantes de humanos con cuerpos de abeja, oruga, mosca, que miran fijamente al lector entre suplicantes y acusadores.
Partiendo de un dibujo feísta, que recuerda al de Paco Alcázar, Debeurne va modificando su estilo. De las desazonadoras imágenes de los primeros capítulos, de personajes con cabezas enormes, calaveras llenas de incesantes pensamientos y ahogos, Lucille y Arthur van estilizándose, van volviéndose bellos sin sustituir sus cuerpos, simplemente superando la deformación culturalmente inculcada, asimilándose a través del amor, frase un tanto cursi que refleja perfectamente el mejor remedio para las enfermedades del alma. Ambos se quieren y rompen las barreras que cada persona construye diariamente a su alrededor, fingidos muros de protección para una celda de aislamiento. Hablan, explican sus preocupaciones, sus miedos, y prueban a solucionarlos conjuntamente. Se desahoga el uno en el pozo del otro. Comparten la ansiedad de vivir en el mundo actual.
Debeurne evita el recuadro de las viñetas y permite que el dibujo corra libremente por la página, dándole una composición fluida que ayuda a la lectura de un tema tan denso. Al irse puliendo el estilo, volviéndose más limpio, menos recargado, se percibe cierta sensación de tranquilidad, de liberación. Los diálogos son de una sinceridad y una contundencia a prueba de piedras, sintetizando a la perfección las ideas principales. La rotulación de los mismos ha sido acertadamente hecha toda a mano, sustituyendo la uniformidad tipográfica tan extendida hoy en día en el ámbito del cómic por la tradicional escritura a mano, con sus letras, aunque imperfectas, únicas y por eso hermosas.

lunes, junio 11, 2007

Mi hermano Étienne, Óscar Esquivias

Edelvives, Zaragoza, 2007. 222 pp. 8,70 €

Pedro M. Domene

En las primeras páginas de Mi hermano Étienne, una voz se queja de lo pronto que la villa ha olvidado a sus hombres célebres; a aquéllos que como él, ¡pobres muchachos!, lucharon por la libertad y la gloria de la nación. La Historia siempre abandona a sus héroes pero, con este relato, que muestra el signo de los valientes algunos años después, un octogenario narrador pretende preservar la memoria de uno de ellos, su hermano, para que todos sepan que el más generoso de los hijos de Francia, nació en La Savarite, una aldea cercana a Montbrun.
Étienne Galeron solicita, al comienzo de la novela, la ayuda de su hermano pequeño Roch, el personaje-narrador, que vive con el resto de la familia en un pequeño pueblo de los Pirineos Meridionales, a la espera de esos acontecimientos que una Revolución convulsa provocará en el ánimo de algunos ciudadanos franceses que no terminan de asumir los cambios propiciados por la república. Roch ansía la vuelta del valiente hermano, confinado en un seminario de la Borgoña, porque éste le ha enviado una misteriosa misiva donde le comunica que ha abandonado sus votos para alistarse en el ejército; en realidad, éste y no otro, es el motivo y la trama novelesca para contar una historia que persigue, por encima de todo, descubrir la verdad de esa terrible decisión adoptada por el hermano, un relato que contribuye, además, a esclarecer esas posteriores misiones secretas encomendadas contra los españoles que se irán desvelando en los capítulos siguientes o para que, de alguna manera, nunca se pierda la memoria de estos hechos.
Óscar Esquivias (Burgos, 1972) ya se había aventurado en la narrativa juvenil con una anterior entrega, Huye de mí, rubio (2002), ambientada en esa brutal realidad de violencia que viven algunos de los países centroamericanos en la actualidad. Quizá la finalidad de estos relatos, exclusivos de un público lector joven, sea precisamente la de ensayar historias creíbles que incluyan no pocos interrogantes que obliguen a reflexionar a esos lectores tan cómodos como exigentes y, por otra parte, descubran el valor que supone la vida en situaciones adversas, o la importancia del bienestar y la felicidad, la angustia o el dolor, tanto el propio como el ajeno, la amistad o la enemistad, el bien o el mal, la libertad y la justicia o lo hermoso de un concepto tan vilipendiado como el de la paz, en definitiva.
En esta ocasión, Esquivias se sirve de un trasfondo histórico, diciembre de 1793, cuando la Revolución Francesa proyecta su mayor momento de radicalismo, para reflexionar también sobre algunas de las cuestiones apuntadas porque la Historia ofrece, en igual proporción, la enseñanza de un pasado y de unos acontecimientos que, indiscutiblemente, se concretan en un futuro presente. Mi hermano Étienne cuenta parte de una historia familiar: el narrador tiene doce años en el momento de la acción, vive bajo la autoridad del severo abuelo Galeron, con su madre, viuda, y sus dos hermanas, porque el hermano mayor, Adrien, ha muerto en la guerra y Étienne, quien le precede, ha huido del seminario, y lo ha convertido en su confidente a través de una carta donde le da detalles de su paradero y cuenta cómo se ha alistado en un escuadrón de húsares porque pertenece al círculo cercano del ciudadano Robespierre. Paralelamente, y para configurar mejor la ambientación histórica gala, otros personajes deambulan por la casa (un enigmático y oscuro maestro de música, el señor Ribalet), se cuentan algunos episodios graciosos acerca de la cercana familia Lescoteaux y la señorita Agathe, se siguen las doctrinas del padre Nief que vista frecuentemente la casa, o el joven valiente vive las desventuras del judío Vidal. En las páginas que siguen a esta somera introducción, se decide la suerte y la aventura que corren algunos de los miembros de esta familia, mientras otros temen por sus vidas; episodios protagonizados por el joven Roch, quien se arma de valor para localizar el paradero de su hermano, porque el mismo Robespierre le ha encargado una secreta misión que a nadie debe desvelar, ni siquiera a sus seres más queridos que (como cabría esperar) temerán por su vida, confinado como está en las mazmorras del castillo de Foix, de donde logrará huir con la ayuda de su hermano pequeño.
Esquivias logra ambientar, con sabiduría, una obra pretendidamente juvenil, aunque con la maestría de un narrador que dosifica los datos históricos incorporados a su relato, así como la acción contenida y creíble que sostiene la historia contada. Al margen de aparecer en una colección para jóvenes lectores, bien vale echarle un vistazo a esta novela que se propone mostrarnos buena parte de un pasado, junto a alguno de los valores humanos más elementales.

viernes, junio 08, 2007

Doble mirada: La Universidad Desconocida, Roberto Bolaño

Anagrama, Barcelona, 2007. 424 pp. 20 €

1.
Juan Marqués

Todavía es demasiado temprano para saber quién fue Roberto Bolaño y cuál fue su aportación a la literatura, pero parece evidente que el prestigio que se ha instalado sobre su nombre y su obra es mucho más que una moda o un malentendido pasajero. Después de la aparición de la apoteósica (y apocalíptica) 2666 (seguramente una de las mejores novelas escritas nunca en castellano, un sublime acercamiento al mal en el que sentimos que Bolaño estuvo a punto de acceder a una verdad desconocida e insoportable), que se unía a Los detectives salvajes, Amuleto, o esa obra maestra de página y media titulada “Jim” (cuento incluido en El gaucho insufrible), como muestras del talento abrumador del escritor chileno, nos llega ahora reunida toda su obra poética, tal como él —al parecer— la tenía ordenada y preparada.
La Universidad Desconocida es, desde luego, un libro irregular en todos los sentidos. Uno estaría tentado a decir que Bolaño era mejor prosista que versificador, pero parece fuera de lugar en autores tan grandes como él, en los que toda la obra participa de algo mágico y mayor. Sin embargo, creo que lo mejor de este libro está en los fragmentos en prosa, y especialmente en los que, bajo el título “Gente que se aleja”, ya se publicaron en Amberes: 57 párrafos en los que se insinúa una de esas historias inquietantes que él sabía forjar, concebidos desde un punto de vista explícitamente cinematográfico, como queda claro en “acotaciones” del tipo «Fundido en negro», «Primer plano de...», «La cámara se va alejando» (y es, por cierto, una película que podría dirigir David Lynch: bucles temporales, policías y detectives, pasillos siniestros, chalets abandonados, sexo mecánico, mujeres sin boca, un «jorobadito»...). Hay un personaje que afirma que «escribo para ver qué pasa con la inmovilidad y no para gustar» (p. 222) y no es difícil ver en ello una declaración de principios del propio Bolaño, así como, seguramente, cuando de otro (¿o el mismo?) personaje se dice que «Nunca ha pedido gran cosa de la vida, le basta con un cuarto y tiempo libre para leer» (p. 188).
Cuando escribía esas páginas, a comienzos de los años 80, trabajaba como vigilante en un camping de la costa catalana. Para entonces no podía saber que había superado ya el ecuador de su vida, pero quizá sí pudiera intuir que a partir de entonces su etapa de aprendiz de escritor se acababa y que iban a empezar a llegar los buenos resultados. Mientras tanto, seguía escribiendo furiosamente, y buena parte de ello en verso.
Pero también esta poesía en verso es vocacionalmente narrativa en Bolaño, y, desde luego, antisolemne, alérgica a cualquier intento de responder a las preguntas que no se pueden responder o que no tienen respuesta (aunque, paradójicamente, a veces con esa actitud se llega a una respuesta convincente): «El misterio del amor siempre es/ el misterio del amor/ y ahora son las doce del día y/ estoy desayunando un vaso de té/ mientras la lluvia se desliza/ por los pilares blancos/ del puente.» (p. 148).
A mí tampoco me gusta escribir sobre lo que no comprendo del todo, así que resulta difícil escribir sobre un libro como éste, tan preñado de misterios, tan lleno de interrogantes, desde su mismo título (esa Universidad que aparece aquí y allá en los poemas), y de obsesiones privadas: una tal Lisa, un tal Gaspar, Chile, México, Barcelona, los «detectives», la lluvia, los faros, o incluso ese omnipresente “Roberto Bolaño” que podría considerarse —muy significativamente— el protagonista del libro, el habitante principal de La Universidad Desconocida.
¿A quién se dirige ese precioso poema titulado “Tardes de Barcelona” y qué significa?: «En el centro del texto/ está la lepra.// Estoy bien. Escribo/ mucho. Te/ quiero mucho.» (p. 164). Quizá lo más fascinante de Bolaño sea precisamente la imposibilidad de descifrar completamente los enigmas que construye en sus páginas, en las que se baraja su vida íntima, su memoria, su fantasía, la literatura o la metaliteratura, y creo que en este libro podemos encontrar también la mejor definición posible de su obra, ahora y en el futuro: «Un sueño maravilloso/ que atraviesa países y años/ Un sueño maravilloso/ que atraviesa enfermedades y ausencias» (p. 402).



2.
Esther García Llovet

Roberto Bolaño tenía cincuenta años el día de su muerte, pero sigue vivo con veinticinco y a los veinticinco sólo se pueden hacer tres cosas en este mundo, y hacerlas hasta el agotamiento: follar, perderse y atravesar el horror con los ojos muy abiertos.
Bolaño, Belano, Mario Santiago, los detectives, las drogadictas, los poetas, los asesinos, García Madero, las prostitutas, el jorobadito, los policías, los ladrones, el vigilante nocturno del camping de playa: todos veinticinco años. Sólo escribiendo se puede superar o se puede perpetuar esta edad y no morir nunca y eso hizo Bolaño dando diente contra diente: escribir hasta el agotamiento, que es lo más parecido a follar, perderse y atravesar el horror con los ojos muy abiertos.
A los siete ya escribía. Sería en Valparaíso o en Viña o en Quilpué. A los quince se marcha con su familia a México D.F, la ciudad DiFunta y el dos de octubre del 68 ocurre la matanza de Tlatelolco que luego relataría en Amuleto y en Los detectives salvajes. Entre el 72 y el 75 su vida se torna rabiosa, feroz y rocambolesca, aunque él quizás hubiera preferido denominarla rock-and-rolesca, al ritmo de Elvis Presley en un mustang blanco: vuelve en autobús a Chile (donde es detenido una corta temporada bajo la dictadura pinochetista), se va a El Salvador (y allí contacta con un grupo guerrillero entre los que se encuentran los asesinos del poeta Roque Dalton) y regresa a México en 1975. En el D.F. conoce a Mario Santiago (el Ulises de Los detectives salvajes) y fundan el Movimiento Infrarrealista al que se unen Bruno Montané, “Papasquiaro”, José Vicente Anaya y otros jóvenes poetas, reuniéndose habitualmente en la cafetería La Habana de la calle Bucareli.
En 1976, por razones familiares, se va a vivir con su hermana y su madre a Barcelona y a la Costa Brava. Trabaja como vigilante nocturno del camping “Estrella del mar”, como vendedor de bisutería, lavaplatos, estibador del muelle, vendimiador, sin dejar de escribir ni una sola noche, acostado sobre la mesa de una trastienda, «más pobre que las ratas». En 1979 escribe a dos manos Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce junto con Antoni García Porta. «Jugábamos al futbolín y planeábamos escribir un guión de cine», dirá G. Porta.
Ha publicado en México los libros de poemas Reinventar el amor y Muchachos desnudos bajo el arco iris de fuego. Trabaja de día y escribe de noche y algunas tardes se va a bucear a la escollera y mira los pulpos bajo el agua. Lee: a Nicanor Parra, a Sor Juana Inés de la Cruz, a Philip K. Dick, a Alfonso Reyes, a Borges, a Mark Twain, a Rodolfo Wilcock.
De los poetas, de la poesía, dirá en una entrevista al Playboy de Chile, muy poco antes de su muerte: «Son mejores los paracaidistas (poetas) que descienden envueltos en llamas o, ya de plano, aquellos a los que no se les abre el paracaídas».
En 1979 Roberto Bolaño ha cumplido ya los veinticinco.



(Cafetería Calle Bucareli. México D.F.)
«Parecía un gusano blanco con sombrero de paja y un Delicados
Colgando del labio inferior
Parecía un chileno de veintidós años entrando en el Café
La Habana
y observando a una muchacha rubia
sentada en el fondo»




(Calle Bucareli. México D.F.)

«Un minuto de soledad
la frente apoyada
En el hielo de la ventana
Y los tranvías
En los alrededores
De Bucareli
Con muchachas fantasamales
Que se despiden
Al otro lado de la ventana
Y el ruido de los automóviles
A las 3. A.M.»




(Librería Calle Donceles. México D.F.)

«Libros para que lea mi hijo
La biblioteca de Lautaro
Que deberá resistir
Otras lluvias
Y otros calores infernales»



(San Miguel de Allende. México)

«Y viajaba como un trompo
Por los pueblos del norte de México
Sin atreverse a dar el paso
Sin decidirse
a bajar al D.F.»



(Veracruz, México)

«El recuerdo la hacía llorar en aquél cuarto del Hotel Trébol,
Espaciosos y oscuro, con baño y bidet, el sitio ideal
Para vivir durante algunos años. El sitio ideal para escribir
Un libro de memorias apócrifas o un ramillete
De poemas de terror (...)»



(Catedral Metropolitana. México D.F.)

«Luz que vi como una sola daga levitando en
El altar de los sacrificios del D.F., el aire
Cantado por el Dr. Atl, el aire inmundo que
Intentó atrapar a Mario Santiago. Ah, la jodida
Luz. (...)»

(*): En julio de 2006 fui a México D.F. en busca del rastro de Los detectives salvajes. Roberto Bolaño había muerto en Barcelona tres años antes. Mario Santiago había muerto en el 98, atropellado en la calle. Del D.F. que conocieron apenas quedó nada tras el terremoto del 85. Esto fue todo lo que encontré de ellos.
Los poemas corresponden a La Universidad desconocida.

jueves, junio 07, 2007

Vila-Matas portátil: un escritor ante la crítica, Margarita Heredia

Candaya, Canet de Mar, 2007. 480 pp. 24 €

Miguel Sanfeliu

Enrique Vila-Matas no existe.
Decidido a abandonar el mundo real para convertirse en un personaje literario, se esconde en sus libros, se convierte en materia narrativa. Así que Vila-Matas no existe. La ficción ha terminado por engullirle. Utiliza mecanismos propios del ensayo para luego narrar sucesos inventados. Se ha convertido en un personaje de novela, algo extraño y despistado. Naturalmente, hay gente que no cree en esto y piensa que Vila-Matas es un escritor de carne y hueso, autor de libros ya indispensables en nuestra tradición literaria. Bueno, dejémosles soñar.
Muchos de estos soñadores se dan cita en el libro Vila-Matas portátil, en un intento por buscar a un autor de referencia, indispensable, ingenioso, que maneja la ironía de un modo magistral y mezcla la realidad con la ficción hundiéndose cada vez más en una niebla literaria de contornos que se difuminan, hasta el punto que no son pocos los que ya no saben cómo catalogar los libros de este autor: ¿Novela? ¿Ensayo? ¿Autobiografía? ¿Miscelánea? ¿Autoficción, como él mismo propone? Porque lo curioso del caso es que el personaje llamado Vila-Matas ha sido creado por un escritor que también se llama Vila-Matas.
Este libro que ofrece la editorial Candaya, se propone la ardua tarea de sacar al escritor de su mundo, explicar su misterio. Para ello, decide buscarlo rastreando en sus libros. Con este fin, se recoge lo que diversos autores han escrito sobre las obras de Vila-Matas a lo largo de los años, escritos que se catalogan en dieciséis secciones que corresponden a otros tantos títulos de la producción del autor barcelonés, desde “La asesina ilustrada” hasta “Doctor Pasavento”. Son textos rescatados de muy distinta procedencia: semblanzas, homenajes, retratos, críticas literarias… publicados en diversos medios y diferentes momentos. Su obra queda así escudriñada, con criterio profesional, extrayendo la esencia de un autor que se escabulle una y otra vez, pese a que conseguimos vislumbrarlo, asomarse tímidamente de vez en cuando.
El libro nace como un proyecto coordinado por Margarita Heredia, quien nos explica en el prólogo que Vila-Matas ya gozaba de un reconocido prestigio en México, aunque aún era un autor minoritario, cuando decidió escribir una tesis sobre él, en el año 1994. Pensó que encontraría documentación suficiente en España. Visitó la Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid, comprobando con sorpresa que Vila-Matas, sencillamente, no existía allí. Por extraño que le pudiera parecer, era más conocido en México que en España. Se dedicó pues a recopilar notas de distinta procedencia que hicieran referencia a este escritor. Desde entonces, mucho es, desde luego, lo que se ha escrito sobre la obra y la figura de Enrique Vila-Matas, y de ello quiere este libro hacerse eco, recopilando diversos escritos con el fin de obtener un retrato del mismo, firmados por autores de renombre como Mercedes Monmany, Roberto Bolaño, Sergio Pitol, Ignacio Echeverría, Rodrigo Fresán, Ignacio Martínez de Pisón, Sergi Pámies, Antonio Tabucchi, José María Guelbenzu, Juan Villoro, Justo Navarro, Ignacio Vidal-Folch, Álvaro Enrigue, Pedro Domene, Alan Pauls, Juan Antonio Masóliver Ródenas, Ray Loriga, Jorge Herralde, Juan Villoro y un largo etcétera.
Primero, el propio Vila-Matas se encarga de escribir una breve autobiografía que no tarda en desviarse hacia los terrenos en que la realidad comienza a mezclarse con la ficción, como es normal en él. Y a continuación realiza un rápido repaso a sus libros, dedicando unas breves palabras a cada uno, en las que nos explica qué es lo que pretendía con cada texto, hablando con sinceridad, aunque sin abandonar la ironía que tan bien cultiva. Por ejemplo, al referirse a su libro “Impostura” dice que en él se desaprovecha la historia debido a su “impericia juvenil”; y termina con una de esas frases vilamatianas que tanto fascinan a sus seguidores: «Desde entonces, el misterio de nuestra verdadera identidad personal es uno de mis temas preferidos, según los críticos».
Y esos críticos, que desfilan por las páginas de este volumen, si coinciden en algo es en clasificarlo como un autor raro. Probablemente sea la palabra “raro” la que más se repita a la hora de intentar definirlo. Ignacio Echevarría destaca como el principal atractivo de Vila-Matas: «una voz narradora embargada por una extraña mezcla de lucidez y delirio, de impostura y sinceridad, de incongruencia y arrebato». Juan Antonio Masoliver escribe que: «En cualquier página de Enrique Vila-Matas encontramos las páginas de un libro infinito siempre familiar y siempre drásticamente distinto». Rafael Conte no duda en afirmar que en la obra de este autor «Todo es juego, parodia, humor, cultura y desesperación, pero donde una evidente profundidad va desmintiendo siempre también su aparente ligereza». Toda una batería de alabanzas, rendidas a la grandeza e importancia de alguien que está reformulando los principios de la novela, mezclando géneros, respondiendo a retos personales que intentan delimitar qué cosa es la literatura y cómo la hacemos nuestra, cómo forma parte de nuestras vivencias del mismo modo, o aún con mayor intensidad, que la propia realidad. Está claro que ante la famosa dicotomía entre realidad y ficción, Vila-Matas se decanta por ésta última.
También encontramos algunas entrevistas a lo largo del libro, todas sin desperdicio, que nos permiten disponer de la visión del autor sobre su propia obra. Por ejemplo, a Ignacio Vidal-Folch le dice: «Todo escritor es un gran embaucador. Igual que lo es la propia naturaleza. Yo lo que hago es ficción». En otro momento Vila-Matas le confiesa a Rodrigo Fresán: «he ido creando tantos personajes e historias que yo siento de verdad aunque sean falsas que ahora me doy cuenta que nunca sabré quién soy por culpa de escribir». A Echeverría le desvela que: «el autor de mis escritos no soy yo mismo, sino otro personaje, el personaje fantasmal del escritor».
Todos los textos resultan interesantes y esclarecedores. En algunos se hace especial referencia a la personalidad del escritor, ya que los firman gente que lo ha tratado personalmente y nos brindan pequeñas semblanzas o nos narran curiosas anécdotas. De este modo, Christopher Domínguez Michael lo define como «uno de esos hombres-literatura que hacen fantástica la existencia». Ignacio Martínez de Pisón nos avisa de que le pueden ocurrir cosas muy raras a uno cuando viaja con Enrique Vila-Matas. Sergio Pitol dice que a este autor «le es imposible posar ante sus lectores o sus amigos como un intelectual pomposo, engreído, imperial, sino como un mero hombre de letras que jamás emite una respuesta absoluta, contundente ni totalitaria. Su elegancia, su cortesía, su sentido común se lo impedirían». Juan Villoro cuenta, entre otras cosas, que en el mismo momento en que Vila-Matas visitó México por primera vez, éste empezó a ser un lugar raro donde ocurrían cosas raras; y refiere la relación entre la preocupación de Vila-Matas por el suicidio y el hecho de que su última recopilación de artículos la publique la editorial Sexto Piso, llamada así precisamente porque ésa parece ser la altura ideal para lanzarse al vacío, concluyendo con el hecho de que Vila-Matas vive hace muchos años en un sexto piso. Y entonces levanto la vista del libro y caigo en la cuenta de que también yo vivo en un sexto piso.
El libro contiene, además, un DVD de treinta minutos de duración, que recoge un encuentro entre Vila-Matas y el escritor mexicano Juan Villoro. Un documento muy interesante, de gran valor para mitómanos, curiosos y devotos de las entrevistas y de lo literario en general. Es un complemento no menor para un libro que disfrutarán enormemente todos los amantes de la escritura de un autor inclasificable y gigantesco llamado Enrique Vila-Matas, quien en un momento dado nos confiesa que «quizá la literatura sea eso: inventar otra vida que bien podría ser la nuestra, inventar un doble».