viernes, mayo 29, 2009

El curioso caso de Benjamín Button / El diamante tan grande como el Ritz, F. Scott Fitzgerald

Trad. Carlos Milla Soler. Punto de Lectura, Madrid, 2009. 160 pp. 7,30 €

Miguel Baquero

“Todos venimos de El capote, de Gogol”, es fama que dijo Dostoievski, en referencia al celebre cuento del autor ruso donde, desde una raíz costumbrista y un punto folletinesca de contar una historia con los pies anclados en la realidad, de pronto, en un momento indeterminado, el escritor da un salto en el vacío, deja que se expansione su imaginación y prácticamente cambia por completo la manera de hacer y concebir los cuentos. El capote de Gogol podría marcar, seguramente, el punto de inflexión en que la fantasía deja de estar constreñida por su intento de reflejar la realidad social, suelta el lastre y toma carta de naturaleza propia. Como si dijéramos, se independiza.
El curioso caso de Benjamín Button, y el cuento que completa este volumen: El diamante tan grande como el Ritz, son una excelente muestra de imaginación desbordante, de un relato que no busca su valor en el reflejo de lo cotidiano, sino que pretende tener entidad por sí mismo. Sobre el primero se ha rodado recientemente una película y creo que todos los lectores estarán al tanto, o tendrán una idea al menos, de su argumento: El curioso caso… cuenta la historia de un hombre que al nacer es un anciano y, a partir de ese momento, su vida marcha en sentido contrario al de los demás. Ello da pie a numerosos equívocos y golpes humorísticos, que Scott Fitzgerald resuelve con una maestría y una frescura envidiables.
Una auténtica exhibición de gracejo y desenfado que no desentona, sin embargo, ni por supuesto desmerece, a ese Fitzgerald analista y crítico de la sociedad de El gran Gatsby, o de Hermosos y malditos, ni siquiera al visitante de los abismos humanos en Suave es la noche. Antes por el contrario, El curioso caso…, una novela breve o cuento largo de poco más de cincuenta páginas, pese a su concisión y a su raíz anecdótica, guarda en sus recovecos esa mirada ácida de Fitzgerald sobre la vida social, sobre el triunfo y la derrota, sobre el brillo de las luces tras el que se esconde la noche más oscura. Y al fondo de todo, al final del cuento, la inmensa ternura de Fitzgerald hacia sus personajes caídos que en este caso da lugar a uno de los más bellos finales que haya nunca leído; un final donde la confusión y los chistes de hace apenas un momento se difuminan y pierden su sentido ante la irrupción de lo verdaderamente importante, de ese absoluto que acecha continuamente al lector detrás de cada página de Fitzgerald.
El diamante tan grande como el Ritz, cuento que completa este volumen, me ha recordado en muchos sentidos a las novelas de Julio Verne; en especial, a su novela póstuma y en mi opinión mejor, como es La impresionante aventura de la misión Barsac. Así, una ciudad maravillosa con sus propias leyes y una fabulosa riqueza de repente en medio del desierto, en este caso en medio de Montana, oculta por fantásticos medios a la vista de quienes viven a apenas unos kilómetros. Una oportunidad, de nuevo, para la imaginación sin ataduras.
El curioso caso de Benjamín Button, junto con El diamante tan grande como el Ritz, ambos cuentos apropiadamente unidos en este volumen, suponen una excelente ocasión para acercarse a ese otro lado de Scott Fitzgerald, a la fantasía libérrima y al juego que también desarrollo este genial narrador norteamericano.

jueves, mayo 28, 2009

El rival de Prometeo. Vidas de autómatas ilustres, VV.AA.

Ed. Sonia Gómez-Tejedor y Marta Peirano. Impedimenta, Madrid, 2009. 400 pp. 22,95 €

Luis Manuel Ruiz

Si alguno de vosotros visitara el coqueto museo de Neuchâtel, una ciudad suiza que posa para una postal y que mediado el siglo XVIII fue patria de la mayor generación de relojeros del mundo, se quedaría pasmado con sus tres más famosos inquilinos. El primero es un infante de unos seis o siete años, dotado de una espesa melena, que se inclina sobre un pupitre para empuñar una pluma de urogallo y cubrir un pliego de frases; el segundo, hermano gemelo del anterior salvo por el color del cabello (este es rubio), dibuja siluetas con un lapicero en una tarjeta; la tercera, una joven con ese aire lacio de las aristócratas de sangre, interpreta al órgano piezas de una gélida sonoridad. Los tres son hijos de Jaquet-Droz, senior y junior, y de J.-F. Leschot, en su día relojeros de reconocida habilidad a lo largo y ancho de Europa, y fueron protagonistas de un asombrado ensayito de Italo Calvino en su Colección de arena (“Las aventuras de tres relojeros y de tres autómatas”). Pulsando aquí, podréis presenciar las monerías de estos seres de metal y cerámica, e inquietaros con su similitud con criaturas de carne y hueso y con la desagradable caricatura en que convierten esos actos tan racionales y artísticos que son escribir, dibujar o interpretar una partitura. A ellos, y a la larga estirpe de la misma especie que los precedió, va dedicada esta antología de textos titulada El rival de Prometeo. Vidas de autómatas ilustres: en concreto a las máquinas travestidas de hombres más populares de la historia y la huella que dejaron en artistas, filósofos, psicólogos y visionarios. En la mayor parte de los casos esa huella consiste en inquietud, cuando no en rencor o en una obsesión disfrazada de interés científico: el hombre artificial repele al intelectual a la vez que lo atrae, que lo arrastra hacia un abismo incierto donde se desdibujan los secretos de nuestra identidad y la tenue línea que nos separa de las cosas inertes y desprovistas de conciencia.
La intención de las editoras, Sonia Bueno Gómez-Tejedor y Marta Peirano, al realizar una selección de textos que abarca desde los primeros filósofos racionalistas hasta los últimos teóricos de la computación, ha sido ofrecer una cartografía del recorrido que la imagen del autómata, u hombre mecánico, ha seguido desde sus albores en el siglo XVII hasta nuestros días, y de la influencia que dicho perfil ha ejercido en diversos aspectos de nuestra cultura, señaladamente en la literatura. Podría quizá reprochárseles algo de arbitrariedad a la hora de comenzar su sondeo en la era de Descartes, soslayando a los orfebres del Renacimiento (Salomón de Caus, Juanelo Turriano) o eludiendo directamente la mención de los autómatas antiguos de que se tiene noticia (como la famosa paloma voladora del griego Arquitas); a su favor hemos de alegar que la antología no se pretende exhaustiva y que sólo con Descartes el autómata pasa a consistir en algo más que una mera curiosidad lúdica, un pasatiempo de alta sociedad, para ocupar un puesto de relevancia en la ciencia del momento y en el concepto que el hombre se hace de sí mismo. Fue el autor del Discurso del método quien formuló que el individuo es un espíritu atrapado en una serie de engranajes (the ghost in the machine, en la expresión de Gilbert Ryle) y que las diferencias entre un perro de carne y hueso y otro fabricado en un taller están sólo relacionadas con la resistencia relativa de los materiales.
Siguiendo un escrupuloso programa didáctico, la antología se divide en cuatro partes. La primera de ellas, Las máquinas filosóficas, echa un vistazo a las primeras formulaciones del mecanicismo filosófico y ofrece voz a Descartes, La Mettrie, Diderot y Charles de Vaucanson (el fabricante de autómatas tal vez más afamado de todos los tiempos) para que comparen libremente al ser humano con los artefactos surgidos de las relojerías. En su tiempo, siglos del XVII al XVIII, dicho paralelismo resultaba obsceno, cuando no diabólico: el hombre, colocado por Dios en la cúspide de la creación y agasajado con un alma inmortal que lo equiparaba a los ángeles, no podía ponerse al ras de un burdo muñeco de metal, cuyos movimientos sólo servían para contentar a aristócratas consumidos por el tedio. Sin embargo, la noción de cuerpo como entidad puramente material y la reducción de los procesos orgánicos a sucintas operaciones químicas terminarían por calar en el orbe académico y por permitir las primeras autopsias y progresos en la cirugía traumatológica.
La segunda parte se centra en el que seguramente es el más popular (y falso) autómata de la Historia. El turco rastrea los avatares del legendario jugador de ajedrez ideado por Wolfgang von Kempelen en 1769 para la emperatriz María Teresa de Austria y luego heredado por Johann Nepomuk Maelzel, quien lo convertiría en vedette y lo llevaría a recorrer las principales cortes y teatros del hemisferio norte. Se trataba de una figura que causaba impresión, dotado de una barba sarracena y un turbante, y que se presentaba al público con la promesa de derrotar a los escaques a todo aquel que se le opusiera. Casi un siglo tardaron las eminencias grises de la época en advertir que se trataba de un mero montaje y que un hombre (varios hombres, en realidad, entre los que se contaban muchos de los mayores ajedrecistas de la Europa de entonces) se ocultaba bajo el aparato y accionaba los resortes que le permitían jugar. El turco dejó una impronta profunda en el imaginario del siglo XIX, como atestiguan los ejemplos recogidos en la selección: el imprescindible ensayito sobre El jugador de ajedrez de Maelzel, de Edgar Allan Poe, o el relato de Ambrose Bierce El maestro de ajedrez de Moxon.
Las máquinas fatales es el título de la tercera parte, seguramente el clímax de la antología y la que contiene sus piezas más reveladoras. Se documenta en ella el giro de la figura del autómata de lo exótico a lo siniestro y su ingreso en el profuso panteón romántico. Es la era del decadentismo, de la femme fatale, de Salomé, la Esfinge, Baudelaire y la belleza depravada, donde todo lo hermoso lo es doblemente si se halla vacío por dentro y construido con cartón y en que Rimbaud confesaba a su amada Ah! Je ne veux pas ton cerveau torpide! La misoginia y el amor por las apariencias debían desembocar, inevitablemente, en la exaltación de la mujer objeto, de la muñeca hinchable, el maniquí, la robot. El pico de esta tendencia lo constituye la inevitable Eva futura de Villiers de l’Isle-Adam, construida por un Edison monomaníaco con la exclusiva función de satisfacer al amante, pero tiene un precedente en la que quizá es la narración más perfecta y terrible sobre autómatas que jamás se ha escrito, El hombre de arena, de E. T. A. Hoffmann. La selección presenta una impecable versión (por parte de José C. Vales) de este clásico tan maltratado por los traductores y cuya potencia para inquietar y provocar escalofríos no ha cedido un ápice hasta el día de hoy. Esta tercera parte añade extractos de obras de Freud (su famosa monografía sobre Das Heimlich en que analizaba el cuento de Hoffmann) y de Thea von Harbou, esposa de Fritz Lang y autora de una novela, Metrópolis, sobre la que se edificaría una de los primeros hitos del cine de ciencia-ficción.
La conclusión la aporta la cuarta parte, A mí me hizo J. F. Sebastian. Bajo un título prestado de otro imprescindible del cine del mismo género, Blade runner, se ilustra aquí la conversión del autómata en amenaza una vez que comienza su fabricación en serie y se acrecienta su poder tanto física como intelectualmente: es posible que, en un porvenir no demasiado lejano, los hombres artificiales, mecánicos o no (los de Blade runner eran réplicas genéticas) discutan el dominio del universo a su creador. Nos encontramos en la era del robot, no tan servicial ni decorativo como su antepasado dieciochesco, y notablemente más poderoso; esta sección última cuenta con textos de Isaac Asimov (sus repetidas Tres Leyes de la Robótica), A. M. Turing (con pros y contras sobre la posibilidad de conciencia en una máquina) y Karel Capek, inventor, en su obra R.U.R., de uno de los términos más empleados por los autores de fanzines y los amantes insatisfechos, el de robot.
El autómata, el hombre artificial, el gólem no están solos dentro de la prolífica camada de rarezas de la literatura fantástica: les hacen compañía seres no menos turbadores como el doble y el alienígena. Todos ellos, criaturas fronterizas, nos mueven al estupor, a la duda: nos enfrentan a nuestros propios límites como seres humanos y nos hacen cuestionarnos en qué consiste exactamente esa esencia escurridiza que nos define como especie frente a las bestias y los ángeles. El autómata o el robot repelen al observador por una razón esencial: porque si son muy perfectos, si imitan con el debido escrúpulo a las criaturas que los han producido, acaban por resultar indistintos de ellas. Los autómatas nos sumen en perplejidad y desasosiego y nos hacen preguntarnos qué nos separa realmente a nosotros, supuestos modelos, seres dotados de moral e inteligencia, de los juguetes generados a nuestra imagen y semejanza; así como cuestionarnos, como ya hacía Descartes en un párrafo revelador de sus Meditaciones, si al fin y al cabo cuantos nos rodean no serán maniquíes disfrazados bajo los que se ocultan tuercas, pistones y engranajes. Mirad bien debajo de las faldas de vuestras novias y la pechera del camarero: quizá os sorprenda el tictac de un reloj escondido.

miércoles, mayo 27, 2009

Guerra en la familia, Liz Jensen

Trad. Íñigo García Ureta. Tusquets, Barcelona, 2008. 241 pp. 17 €

Inés Matute

A veces ocurre. Llegas a la última página de un libro y te duele despedirte de un personaje, no saber más de él. Y aún duele más si el libro termina con su apacible muerte frente a un lago, en compañía de su recién descubierta familia. Entonces sí que nada tiene remedio: no volverás a saber de sus andanzas, de sus amores, de su pasado narrado y adulterado en primera persona. Porque no hay segunda parte posible a no ser que el autor se invente una voz alternativa que le desdiga y le ilumine desde otra perspectiva. El pasado de Gloria, una octogenaria deslenguada y vital, ingresada en una residencia de ancianos y cuya memoria flaquea, no es un pasado precisamente amable, aunque sí tremendamente enriquecedor. Víctima de la desmemoria –o de un galopante Alzheimer-, un humor feroz y una peculiar afición al sexo, nadie diría que nuestra Gloria es el personaje ideal para recrear un período y espacio –la segunda guerra mundial en Gran Bretaña- archiconocidos de tan visitados por el cine y la literatura. Pero lo es. Porque lo que ella nos cuenta no nos lo habían contado antes, y también porque su forma de hablarnos del miedo, de los bombardeos, del racionamiento, de los apagones, de las penurias y del sexo fugaz e intenso con los soldados estadounidenses, nos atrapa desde la primera línea. Es más: Me atrevería a decir que Guerra en la familia no es una novela, sino una auténtica sacudida a la conciencia del lector.
Entre chiste y chiste –sobre todo si son verdes, sobre todo si son negros- Gloria nos hace partícipes del carpe diem desquiciado que fue la guerra, de una cotidianidad con olor a ausencia y a carne en descomposición. Al leer sobre las guerras, por otro lado, tendemos a olvidar que para la gente que las vive y las sufre la vida sigue, y que deben trabajar, enamorarse y reproducirse al margen de las acciones bélicas. Soportándolas, sobreviviendo a ellas. Desde los jóvenes que aspiran al heroísmo en la narrativa de Scott Fitzgerald, el drama familiar en Steinbeck o la marginación en Marsé. Y eso, sin hablar de cine, pues la lista de autores y tratamientos distintos sería demasiado extensa. En cuanto al título, ¿Qué puede haber peor que dos hermanas enamoradas del mismo hombre, dos mujeres que luchan en una cama por conseguir un amor, que, en este contexto, no es otra cosa que una manera de huir? . Personalmente, siempre agradezco que un escritor me “eduque” sin que yo me de cuenta. Agradezco que a través de una historia casi corriente me introduzca en La Historia. Que me divierta y me emocione. Que me haga más sensible a ciertas realidades que no me ha tocado vivir. Y Liz Jensen, una escritora a la que conviene seguir de cerca, lo consigue con este título y esa voz sarcástica y amarga, también interesada, que oculta un terrible secreto.
Presionada por su hijo, Gloria descubrirá que todo el desenfreno vivido en aquellos días tuvo consecuencias atroces, no sólo para ella, sino para una hija de la que nada sabe. La posterior prostitución en que cayeron ella y muchas de sus compatriotas se nos pinta como algo inevitable. Los cuadros de muchachas inglesas paseando a recién nacidos negros en un cochecito -algo sorprendente en aquellos días-, hijos de una noche de tómbola y cerveza, sólo son una pincelada más de un cuadro del que poco o nada sabíamos. Porque aquí esas cosas forman parte tanto del contexto sociológico como del particular. Agradecemos a Liz Jensen su visión de la sexualidad femenina en tiempos de crisis, una visión que nada tiene que ver con las habituales confesiones edulcoradas ni con lacrimógenas crónicas de la frigidez. La sexualidad de Gloria, incluso a los ochenta años, es impetuosa, alegre, voraz, pero nunca obscena. Es una sexualidad sana y vivida como la viven los animales: sin cortapisas, sin vergüenza y sin remordimientos. En definitiva: Guerra en la familia es un magnífico libro, una novela vitalista que guarda entre sus páginas innumerables vidas cruzadas, muchos secretos y una gran verdad.

martes, mayo 26, 2009

Fragmentos de cal, Juan Manuel Barrado

Prol. Ricardo Senabre. El Gaviero, Almería, 2008. 80 pp. 20 €

Diego Vaya

A casi un Siglo de distancia de los movimientos de Vanguardia, ¿siguen estos teniendo sentido? Juan Manuel Barrado, en Fragmentos de cal, responde a esta pregunta, y demuestra que las Vanguardias continúan siendo una de las pocas vías de avance que le queda a la poesía. Este autor, nacido en Cáceres, además de tener una amplia trayectoria en la creación de poemas visuales y poemas objeto, ha publicado libros como Texto azul del Café Rocco y Suite Celan, todos ellos aparecidos en ediciones con poca visibilidad. Sin embargo, la labor editorial de Ana Santos Payán y Pedro J. Miguel no ha sido sólo la de “rescatar” a este poeta, sino también la de dar con el diseño adecuado, en la línea de algunos libros de autores vanguardistas y de la Generación del 27, un diseño sobrio, con un formato amplio, que ha sabido captar la postura estética de Barrado.
Pero ¿qué es Fragmentos de cal? No es un libro de poemas o un poemario. No. Es un libro de poesía, pero sin poemas. De ahí su insularidad en el panorama actual y su orfandad contemporánea. Porque la poesía no sólo consiste en escribir ristras de renglones cortados. Hay algo más. Jakobson dijo que cuando el verso es despojado de sus atributos más característicos (la rima y la regularidad silábica y acentual) acudía en socorro de este la función poética para que siguiese siendo poesía. Y ese precisamente es el terreno donde se mueven los versos de este libro. Ricardo Senabre, en el prólogo, nos habla de la relación entre el espacio y el silencio, dos ejes fundamentales en el discurso del autor. Abolido el concepto fosilizado de poema, Barrado ha borrado todos los moldes repetidos una y otra vez, y ha optado por darnos sus versos, como indica el título, de forma fragmentaria, tanto en el sentido como en la estructura. Fragmentos de cal es un libro que deja mucho espacio para que el lector pueda respirar, para que este reconstruya la poesía y su código cifrado. En estos versos se enciende un diálogo continuo con el yo y también con la realidad. Hay interrogaciones sobre la identidad y el origen, reflexiones sobre la injusticia, indagaciones sobre la maldad humana y sus consecuencias, y todo ello mediante versos que se lanzan como golpes fugaces pero contundentes en un discurso circular y hasta cierto punto reversible. El libro comienza con una referencia a la madre y se cierra con una al padre, y entre ambos, la guerra, Quevedo, trece, Eurídice, la lluvia, el Cid, el verano, Homero, el amor, sin olvidar a Paul Celan y a César Vallejo, cuyo eco está más presente en el aliento que enlaza las palabras que en citas o elementos concretos. Una radiografía de todos nosotros y de nuestro mundo, que aúna compromiso e inconformismo estético.

lunes, mayo 25, 2009

Todos crecen menos Peter, Silvia Herreros de Tejada

Lengua de Trapo, Madrid, 2009, 205 pp, 18,60 €

Recaredo Veredas

Podría parecer que Todos crecen menos Peter (galardonada con el premio de ensayo Caja Madrid) sólo posee interés para incondicionales de la vida y obra de James Mathew Barrie o para aquejados por el síndrome de Peter Pan, que buscan la causa de la denominación de su patología. Sin embargo, esta obra puede apasionar, incluso, a quien sólo conoce “Nunca Jamás” por la película de Disney. Porque, al margen de su valía literaria, Peter Pan es un mito que, como los grandes personajes shakespearianos, define y delimita sentimientos irremediables de la naturaleza humana. Un mito que, como tantos otros -como Drácula, por ejemplo-, ha superado a la obra que le concedió vida. El interés, ya puramente narrativo, de la obra de Silvia Herreros de Tejada parte desde la pregunta planteada en el título, que afirma la excepcionalidad del protagonista: un joven llamado Peter, por motivos desconocidos, no crece. Las siguientes 205 páginas se dedican a averiguar, con el rigor de la mejor investigación policiaca, las causas de tan extraño deseo, designio o patología.
Silvia Herreros de Tejada aborda una doble perspectiva: la del creador y la de su personaje, irremediablemente unidos en este caso, estableciendo un paralelismo que se apoya en interpretaciones psicológicas sumamente plausibles, que huyen de los delirios en los que, con frecuencia, cae la crítica literaria más psicoanalítica. No se desliza en enlaces forzados cuya indemostrabilidad, lógicamente, se ha incrementa aún más con el transcurso de las décadas. Además es un excelente estudio de la relación que mantiene la vida del autor con su obra, de los vínculos conscientes e inconscientes que siempre existen y han existido, lo pretenda o no el creador. El análisis técnico también resulta interesante, ya que muestra lo manipulables, lo moldeables que resultan los criterios y los cánones literarios.
Un hombre de cuarenta años que busca la amistad de unos inocentes niños es contemplado, irremediablemente, ahora y hace un siglo, como un pervertido. Y con frecuencia lo es. Sin embargo, Silvia Herreros de Tejada demuestra que Barrie constituía una excepción. Su búsqueda de amistad infantil, determinada por carencias físicas y psicológicas, era plenamente sincera, casi irremediable. Sin embargo, fue víctima de los prejuicios sociales, que consideran determinadas conductas intrínsecamente perversas, aplicando patrones inamovibles. El triste destino de los hermanos Llewelyn acentuó aún más la leyenda negra, dulcificada por la mirada de Hollywood. Barrie, al menos, construyó un mito con su desgracia. No consiguió la inmortalidad, la eterna juventud que tanto anhelaba, pero sí logró que su obra haya merecido un reconocimiento insólito: que sus derechos no caduquen –como ocurre con cualquier otro autor- setenta años después de su muerte, sino que permanezcan siempre vivos.
Todos crecen menos Peter también posee un fuerte componente narrativo. Contemplamos, por ejemplo, el tremendo riesgo asumido por Barrie en el estreno de la versión teatral de Peter Pan. Hace que nos impliquemos plenamente en el suspense, en la consecución de ese logro mágico materializado tras años de trabajo, de preparación previa que incluyó la creación de ese hermoso boceto es El pajarillo blanco. Lentamente, conforme transcurren las páginas, nos alejamos de Barrie y nos aproximamos hasta el personaje. Hacia el análisis de un mito que merece tantas interpretaciones como el mismísimo Hamlet. ¿Peter no puede crecer o no quiere hacerlo? Bajo la apariencia de una obra infantil nos hallamos frente a una terrible historia de amor y egoísmo que sustenta un conflicto irresoluble: su protagonista no es ni adulto ni joven, ni niño ni viejo. Es un ser que nunca morirá y cuyo grito de guerra es, sin embargo, “Morir será una aventura maravillosa”. Y no sería nada sin su antagonista, sin Garfio. Silvia Herreros de Tejada incluye un análisis exhaustivo de la temática del doble, de la complejidad del héroe y su irremediable complementariedad con un villano sin el que carecería de sentido: representa su sombra, ese lado siniestro que todos poseemos y del que Peter, por su obcecada negación al avance, se ha desprendido absolutamente.
Aparecen hipótesis sumamente oscuras, como la muerte de Peter Pan poco después de su nacimiento, que provoca su condición fantasmal. Lo que le convierte no en un frívolo, sino en un personaje plenamente trágico (“…ahora pienso que Peter es sólo un bebé muerto, el bebé de todos aquellos que nunca tuvieron uno”, afirma Barrie en sus propias notas). Su relación con Wendy también merece especial atención: aunque su inmadurez no le permita amar a Wendy como mujer, Peter la salva de la muerte al permitir que todos sus descendientes vayan al reino de Nunca Jamás.
Además Silvia Herreros de Tejada domina el lenguaje y convierte este ensayo en una obra llena de vigor, ritmo y, cuando es necesario, lirismo, en una indagación en las sombras que rodean a la creación de un mito o, lo que es lo mismo, en una indagación en las sombras que nos rodean a todos: “Es un náufrago, un preadolescente confuso que odia a las madres y a las niñas que le desean; un chico cruel y cobarde. Además, es héroe y villano; un chico eterno y un niño muerto; amo y creador a la vez que personaje en conflicto narrativo, debatiéndose entre ser el protagonista de un cuento de hadas y un mito.”

viernes, mayo 22, 2009

Elvis, la construcción del mito / Elvis, la destrucción del hombre, Peter Guralnick

Trad. Alberto Manzano. Global Rhythm, Barcelona, 2008. 575 pp / 847 pp. 49.5 € / 49,5 €

Manuel Vilas

En mi opinión, no creo que haya un mito más grande y más fascinante en el mundo de la cultura de masas de la segunda mitad del siglo XX que el mito de Elvis Presley. Reconozco que no puedo ser imparcial a la hora de hablar de Elvis Presley, que me puede el mito, pues Elvis es para mí una de las creaciones humanas más hermosas y más definitivas. Mi fascinación por Elvis es total. Por eso, estos dos volúmenes de carácter biográfico de Peter Guralnick, que ha traducido impecablemente Alberto Manzano para la editorial Global Rhythm, son una auténtica biblia para cualquier apasionado del fenómeno Elvis Presley. El fenómeno Elvis es más complejo de lo que pudiera parecer a primera vista, y tiene distintos niveles de conocimiento. Guralnick sabe perfectamente que hablar de Elvis en profundidad es hablar de los sueños colectivos de millones de fans que dieron a Elvis una identidad que oscila entre lo irracional, lo político, lo libidinoso, y lo sacrificial. Guralnick sabe que la historia de Elvis Presley es la historia de una destrucción, de un sacrificio, de una distorsión moral. Pero más allá de las interpretaciones, que en el caso de Elvis son imprescindibles, los dos tomos de Guralnick están escritos con un rigor aplastante. Decir que estamos ante la biografía definitiva de Elvis puede ser ya un tópico, pero desde luego me parece muy cierto que tardará bastante en aparecer una biografía que supere la meticulosidad de ésta.
Encontrará el lector en estos dos tomos una reconstrucción llena de detalles de la vida de Elvis, de sus orígenes familiares, de sus primeros estudios, de su vida privada, del mundo en el que se movió durante su juventud, del advenimiento a los círculos infernales de la fama, de los conciertos, de las giras, del dinero, de las discográficas, del cine, de los mánagers, de los músicos, de las drogas, de las amantes, de los amigos, y de la política. Los dos tomos, titulados Último tren a Menphis y Amores que matan, siguen la cronología de la vida de Elvis, desde enero de 1935, con que se inicia el primer volumen, hasta el verano de 1977, cierre del segundo volumen. Quizá uno de los capítulos más escalofriantes es el dedicado a la autopsia de Elvis Presley. Esa autopsia tiene un valor simbólico que casi no alcanzo a vislumbrar. La mitología elvisiana tiene en estos dos tomos la cartografía imprescindible para alcanzar el corazón de ese hombre, o de esa voz, que es un resumen de lo que como raza hemos sabido idolatrar, conducir a los altares de la histeria y de la pasión. Quizá la histeria que acompañó la vida de Elvis sea la gran creación psicosocial del siglo XX. El estremecimiento orgiástico, liberador, compulsivo, erotizante de las masas ante una voz sigue siendo un misterio, probablemente un misterio de origen político, que tiene que ver con la democracia y con el capitalismo emocional

jueves, mayo 21, 2009

Cartas (1911-1939), Joseph Roth

Trad. Eduardo Gil Bera. Acantilado, Barcelona, 2009. 685 pp. 29 €

Martí Sales i Sariola

A veces escribir una reseña es harto imposible. Cuando tienes todo un libro subrayado, por ejemplo. O cuando el texto se explica solito. O cuando no hay necesidad –ni sería posible, por otro lado– de resumir, introducir, contextualizar.
Aún así: Joseph Roth (1894-1939), austriaco, soldado, escritor extraordinario, periodista, bebedor, nómada. La primera mitad del siglo XX: revoluciones, guerras, depresiones, desmembramiento de imperios, caída de la razón. De los 17 años de su juventud talentosa a los 46 de la desesperación generalizada de todo un continente. La construcción de un hombre, de un escritor, de un testimonio. Grafómano empedernido, escribió miles de cartas. Aquí se recopilan unas quinientas cincuenta. Hay muchas páginas tediosas sobre necesidades de escritor sin posibles, de negociaciones con editores –los anticipos, siempre los anticipos–, de rencillas sin calado. Sin embargo, sirven para realzar la voz de los pedazos lacerantes de vida y verdad que aparecen por doquier: es como si hablaras con una mano tapándote la boca –farfullaras incoherencias, tu habla convertida en pura fonética de desdentado o de loco– y de repente te la quitaran y tus palabras resonaran fuertes y claras y todo se entendiera y tuviera sentido.
Sin más:

«1926
Ya no me creo nada. Miro con lupa. Quito la cáscara a las cosas y las personas, dejo al aire sus secretos, y luego, claro, uno ya no puede creer. Sé con anterioridad cómo se forma y cambia, y también qué hará el objeto que observo. Puede que sea de otro modo, pero mi conocimiento de él es tan fuerte que se conduce exactamente como lo he pensado. Si se me ocurre que alguien va a cometer una vileza, ya la está haciendo Me convierto en un peligro para las personas respetables sólo a causa de mi conocimiento de ellas. Es una vida terrible, descarta completament el amor y casi la amistad. Mi desconfianza destruye todo calor, como un desinfectante los bacilos. Ya no entiendo en absoluto las formas en las que los hombres se relacionan. En una conversación inofensiva, se me oprime la garganta. No puedo pronunciar una palabra insignificante. No entiendo cómo se dice algo sin importancia. Cómo se danza. (…) Sólo sé hablar con personas muy inteligentes y hacerlo muy inteligentemente. (…) ¡Esto no da más de sí! ¡No da más! Mi novela sigue adelante.

1926
¡La amistad de los pobres! En ella rechinan las cadenas.

1929
No tengo un “carácter” literario estable. Y yo tampoco soy estable. Desde que cumplí dieciocho años, jamás he habitado una vivienda privada, a lo sumo, una semana como huésped en casas de amigos. Todo lo que poseo son tres maletas. Y eso no me parece extraño.

1930
Y en eso no ayuda, por desgracia, que uno mismo sea escritor. Uno lo es oficialmente, pero en privado es un pobre diablo, del todo insignificante, que arrastra más peso que un cobrador de tranvía. Sólo el tiempo, y no el talento, puede darnos la distancia; y yo no tengo mucho más tiempo. Diez años de matrimonio con este resultado han significado cuarenta para mí, y mi inclinación natural a ser un viejo está sustentada de una manera terrible por esta desgracia exterior. Ocho libros hasta hoy, más de mil artículos, diez horas de trabajo diario desde hace diez años, y hoy, cuando escasean los cabellos, los dientes, la fuerza, la más primitiva capacidad de satisfacción, ni siquiera tengo la posibilitdad de vivir unos meses sin preocupaciones financieras. ¡Y esta canalla de la literatura!

1930
Cuando estalló la guerra, perdí mis lecciones, sucesivamente, por turno. Los abogados volvieron, las mujeres se volvieron malhumoradas, patrióticas, mostraban una clara preferencia por los heridos. Me enrolé voluntario en el XXI batallón de cazadores. No quería viajar en tercera y saludar eternamente, fui un soldado ambicioso, marché pronto al campo de batalla, al frente oriental, me apunté en la escuela de oficiales, quería ser oficial. Me hice brigada. Estuve hasta el final de la guerra en el frente, en el Este. Era valiente, estricto y ambicioso. Decidí seguir siendo militar. Entones vino el cambio de régimen. Yo detestaba las revoluciones, pero tuve que arreglarme con ellas y, como el último tren de Shmerinka había partido, me fui a pie a casa. Caminé durante tres semanas. Luego hice un rodeo, de diez días, de Podwoloczysk a Budapest, de ahí a Viena, donde, a falta de dinero, comencé a escribir para periódicos. Se imprimieron mis tonterías. Viví de eso. Me hice escritor.

1933
El letargo del mundo es mayor que en 1914. El hombre ya no se conmueve si se vulnera y asesina lo humano. Fue así en 1914 y lo fue de tal modo que se han hecho esfuerzos por todas partes para explicar la bestialidad con razones y pretextos humanos. Pero hoy resulta que se pasa por alto la bestialidad simplemente con explicaciones bestiales que son aún más atroces que las bestialidades. (…) Usted fue como judío contra la guerra y yo fui como judío a la guerra. Los dos tenemos numerosos camaradas. No nos quedamos en la retaguardia. Porque igualmente podría decirse que también hay judíos de retaguardia en el campo de batalla de la humanidad. De ésos no se puede ser. Nunca he sobrevalorado la tragedia de lo judío, y ahora menos, cuando ya es trágico ser sin más un hombre decente.

1933
¡No proteste de ninguna manera! Calle o luche, lo que le parezca más prudente.

1933
Todos hemos sobrevalorado el mundo, también yo, que soy de los absolutamente pesimistas. El mundo es muy, muy estúpido, bestial. (…) Todo: humanidad, civilización, Europa; hasta el catolicismo: un corral de vacas es más juicioso. (…) Me veo obligado, como consecuencia de mis instintos y mi convicción, a hacerme monárquico absoluto. Dentro de seis u ocho semanas publicaré un folleto a favor de los Habsburgo. Soy un antiguo oficial austriaco. Amo a Austria. Considero cobarde no decir ahora que es el momento de desear el regreso de los Habsburgo.

1934
Repito lo que he escrito desde la llegada de Hitler, día tras día, ochos horas de media: una novela (malograda pero, así y todo, un libro entero); tres relatos, muy logrados; El Anticristo; media novela (nueva); treinta y cuatro artículos. Entretanto, enfermedad, traición, pobreza. Qué quiere usted de mi, querido amigo? ¿Eso no es valentía? ¿Soy un dios? Traicionado por amigos, engañado, preocupaciones por seis personas, ¿qué quiere usted? Procesos, abogados, cartas, negociaciones, y escribir, escribir, escribir.

1935
Esta noche empiezo de nuevo la segunda parte. Tengo el arrojo de la desesperación. Sólo tengo el arrojo que da la desesperación. Pese a todo, es decir, pese a esa situación de pánico sin perspectivas, estoy liberado. Es como cuando uno tiene fiebre muy alta y se levanta para ir al baño. ¿Conoce usted la sensación?

1935
No creo en “la humanidad”, en eso no creí jamás, sino en Dios y en que la humanidad, a la que Él no concede gracia alguna, es una porción de mierda. Pero confío en su Gracia.

1935
Está claro que ante el fin del mundo, no es nada importante. Pero también en aquellos tiempos, en las trincheras, diez minutos antes de un ataque y, por lo tanto, ante la muerte, podía yo moler a palos a un perro canalla que, por ejemplo, hubiera negado que aún tenía un cigarrillo. El fin del mundo es una cosa y la indecencia privada es otra.

1936
Ya no tengo noches. Ando por ahí hasta eso de las tres de la mañana, me acuesto vestido sobre las cuatro, me despierto a las cinco y vago perdido por la habitación. Llevo dos semanas sin salir del traje. Ya sabe usted lo que es el tiempo: una hora es un lago; un día, un mar; la noche, una eternidad; el despertar, un espanto infernal; el levantarse, un combate por la claridad contra el delirio de fiebre.

1936
Mi portero de noche es un buen hombre, más cabal que diez escritores, y lo prefiero, sin duda alguna, antes que a Kesten, por ejemplo. (…) A parte que Auguste conoce su oficio mejor que diez malos escritores. No puedo renunciar a mi respeto por Auguste, ni a su amor por mí. Vous êtes un bateau surchargé, vous coulez à pic, me dijo ayer. Mon pauvre vieux, venez chez moi. Ésos son mis premios Nobel.

1937
Tout comprende c’est tout confondre»

La lectura de un epistolario es una experiencia curiosa y excitante: la vida del escritor se nos presenta de una manera absolutamente íntima y próxima y a la vez deslavazada, fragmentada, obscura. Normalmente sólo leemos una parte de la correspondencia, nos perdemos “la otra” mitad, y tenemos que hacer, como lectores, un enorme esfuerzo de invención –¿cómo son, cómo escriben, sus interlocutores?–, de comprensión, de construcción de puentes de sentido que nos ayuden a tramar una vida completa a partir de una larga serie de elipsis. Es apasionante. Es un reto. Es una manera poderosísima de arrojarte a la vida de otra persona y su tiempo, de hacerte partícipe de sus congojas, sus ansias y sus victorias. En el caso de Roth, el horror de una época terrible y el desgarro de un hombre superado por las circunstancias; sus hábitos de formación y destrucción, las bambalinas donde lo político se convierte en personal y viceversa. Una biografia es mucho menos verdadera. En los epistolarios domina el presente en toda su aplastante intensidad: esa es su característica más poderosa y adictiva. Si unimos género tremendo a escritor poderoso, el cóctel es un libro-bomba del que se aprende, del tirón, historia, literatura y, sobre todo, humanidad.

miércoles, mayo 20, 2009

Payasos en la lavadora, Álex de la Iglesia

Seix Barral, Barcelona, 2009. 176 pp. 15 €

María Ruisánchez

Al igual que hiciera Cervantes en El Quijote o más adelante Cela en La familia de Pascual Duarte, Álex de la Iglesia actualiza la consabida técnica de los manuscritos encontrados, esta vez hallando un Mac en una estación. Este objeto nos sitúa a su vez, en un contexto y un tiempo, nos delimita la forma de la posterior narración, nos introduce un elemento de tensión, (no saber si la batería aguantará o si se ha podido salvar todo el documento) y nos marca el camino de un estilo al que podríamos denominar "pop", al ser el Mac la primera referencia cultural-tecnológica que encontramos en la novela. A la que se unirán más tarde un sin fin de productos, personajes televisivos, cinematográficos, animados o publicitarios.
En este sentido es un novela plagada de referencias temporales, de coetáneos efímeros, que si bien aún conserva la vigencia de la primera edición, a medida que pase el tiempo se irá quedando desfasada. De hecho así lo manifiesta Álex de la Iglesia en el prólogo: «Han pasado doce años desde que Satrútegi escribió este texto. Las cosas han cambiado mucho...» Sin embargo lo que no pierde actualidad es la crítica al mundo que nos rodea, la burrocracía, el afán social por admirar o exaltar a los mononeuronas... «(...) Quizá por todo esto he decidido no tocar una sola línea del monólogo demente de este poeta maldito. Releyéndolo se me antoja particularmente aleccionador».
No obstante, la novela no sé queda en una simple crítica, es además la expresión de un personaje que emprende un viaje colérico, demente, abrupto, muy en la línea del Ulises, de Eric Packer o el mismísimo Quijote. En este sentido la novela es una búsqueda constante del reconocimiento. El protagonista conserva, doblada y desdoblada hasta la saciedad la crítica brutal que le hicieron a su primer libro de poemas. Está resentido y se abandona en una orgía alcohólica, deslavazada y carente de sentido hasta que descubre que han publicado su segundo libro y se redime.
La novela está plagada de reflexiones llenas de odio que tambalean lo que el común de las personas entienden por felicidad o vida. «Os maldigo porque sois muchos, y eso os consuela. Sois felices con vuestra pequeña rebeldía, que os individualiza, os hace sentiros únicos, pero sin causaros problemas. Os maldigo por vuestra satisfacción inconsciente, por esa seguridad que posee el que lo ignora todo y por eso no teme a nada. Os maldigo porque creéis en la realidad y confiáis en ella. La barra, el taburete, vuestra chica os sostienen, os mantienen en pie, como si hubiesen sido creados para este preciso momento. Si fuerais capaces de entenderla, gritaría con toda mi alma la Verdad, para contemplar, desde este rincón oscuro, vuestras caras descomponiéndose de terror, vomitando y llorando a la vez, implorando misericordia». Y por supuesto la ironía es un recurso presente en casi cada página: «Mata las putas neuronas que nos queman todo los días, mata lo que te diferencia...»
Desde mi punto de vista esta novela está mal entendida cuando se la coloca en el compartimento de humor. Si bien tiene episodios y frases que logran la sonrisa, no es un libro humorístico. Me explico, en la novela hay un personaje excéntrico, soez, ridículo, pero lúcido en sus planteamientos a pesar de estar la mayoría de la narración abotargado por las drogas y el alcohol. Precisamente ese personaje, censurable por el resto de la sociedad, es el que está diciéndonos la verdad con letras mayúsculas. El que se libera de las cadenas y sale de la caverna, para volver ciego y loco, o retomando a Cervantes, ese Quijote del que todo el mundo se ríe por afirmar rotundamente: "Yo sé quién soy". ¿Acaso sabían los que se reían quien eran ellos mismos? ¿A caso lo saben los coetáneos de la novela de Álex de la Iglesia? ¿Acaso lo sabían los lectores de la primera edición del Quijote? No, creemos, creen, creían saberlo, y por tanto el libro fue tomado por una chanza o una parodia, y logró así tanto éxito. Pero en su interior contenía una crítica feroz a aquella sociedad, al igual que la contiene Payasos en la lavadora, que aún disfrazado de sátira, nos mueve, nos despierta y nos da qué pensar. Porque no olvidemos que los borrachos, los niños y los locos siempre dicen la verdad.

martes, mayo 19, 2009

Historias de la Alcarama, Abel Hernández

Gadir, Madrid, 2008. 240 pp. 18 €

Julián Díez

Las Tierras Altas de Soria son la comarca menos poblada de Europa, con dos habitantes por kilómetro cuadrado, una densidad similar a la del desierto del Sahara. Buena parte de ese dato es causado por la mayor superficie despoblada de España, conocida como la Alcarama. Una extensión de casi 50 kilómetros de punta a punta en los que no vive absolutamente nadie, y en la que se suceden una docena de pueblos que fueron abandonados cuando, en los sesenta, un estrafalario plan forestal repobló de pinos toda la zona y dejó a la población sin su medio de vida, una agricultura de subsistencia.
Suena a proyecto estalinista, faraónico y absurdo, pero ocurrió aquí hace menos de cuarenta años. Se pudo llevar a cabo, y dejar a cientos o miles de personas sin hogar, porque se hizo en Castilla, en la olvidada Soria, en una región sin voz y permanentemente denigrada, habituada al malvivir y a la humillación, que ha visto incluso como sus señas de identidad han sido hasta hoy denigradas al apropiarse de ellas reaccionarios locales y foráneos con ínfulas totalitarias. Cuando hay tanto de belleza y de amor por la libertad en el alma de Castilla…
El periodista Abel Hernández, figura respetada en la prensa de hace unas décadas, nació en uno de esos pueblos perdidos y creció en otro. Este es un libro singular de memorias, estructurado en capítulos breves que reconstruye a través de episodios concretos –la matanza, la visita de los recaudadores, las noches de invierno de mujeres charlando en torno al brasero- un mundo desaparecido, hoy remoto, pero en absoluto lejano, al que jamás llegó las instalaciones para el agua corriente o la electricidad, ni el asfalto o el alcantarillado, y que sigue abandonado en ese estado hasta hoy.
Sin eludir historias que en otras manos podrían sonar a tópico, con la vivencia pura narrada con veracidad como herramienta, Hernández presenta la trágica circunstancia de su niñez –muertes en la guerra, hambre, embrutecimiento, friuras terribles- bajo el prisma descubridor e ilusionado del chaval que fue, el primero que llegaría a obtener un título universitario en la historia de su pueblo, y con el que el autor se reencuentra ya cumplidos los setenta.
El libro se devora jalonado de leyendas, anécdotas magníficas –memorable la del nonagenario cuyas últimas palabras fueron “me cago en mi vida, me cago en el mundo, tener que morirme ahora cuando hay tantos adelantos”-, detalladas memorias de privaciones y pequeños recuerdos personales teñidos de autenticidad.
Creo que casi ningún lector que llegue a dar una oportunidad a Historias de la Alcarama dejará de pensar en hacer una visita a esa comarca en la que el tiempo se detuvo. Así que, egoístamente, tal vez prefiero desearle a este libro una escasa repercusión, para que la soledad siga siendo dueña absoluta de ese paraje único.

lunes, mayo 18, 2009

Mundoespejo, Mike Wilks

Trad. Zulema Couso. Toro Mítico, Barcelona, 2009. 408 pp. 18,95 €

Sofía Rhei

«-Ahí dentro se está librando una batalla –dijo señalando el lienzo del imperio del sueño que estaba apoyado contra la pared. El Maestro lucha por su vida mientras nosotros nos enfrentamos los unos con los otros. Tenemos que volver con él enseguida.
-Necesitamos pinceles, aceites y caballetes –continuó Wren-. Y también a todos los artistas que haya disponibles para luchar contra lo que nos espera ahí dentro.»
¿Quién no ha deseado poder entrar dentro de un cuadro, ser capaz de observar, sin el límite de marco o la perspectiva todo lo que sucede allá dentro, e incluso participar en los eventos que transcurren en la pintura? Esta es la posibilidad que nos ofrece este muy sugestivo título, que en su versión para España nos suena a ese Pattern recognition de William Gibson que fue traducido como Mundo espejo y que tanto tiene que ver con la relación entre las imágenes y la realidad que representan, o con esa obsesión por que las imágenes de algo que aún no está, es o existe pueda llegar a cobrar cuerpo. Esta coincidencia en los títulos no deja de resultar interesante, puesto que a pesar de que Mike Wilks ilustró el poema épico de Brian Aldiss , Pile, en el que se habla de un mirrorworld, el título original del libro que nos ocupa es Mirrorscape.
Sin embargo, no es de espejos de lo que trata esta aventura (si alguien preferiría que fuera así, puede leer Jonathan Strange y el Senor Norrell, de Susanna Clarke), sino de pinturas al óleo. Mike Wilks, cuya carrera como ilustrador es de gran importancia, intenta con la trilogía que empieza con Mundoespejo lo mismo que el también dibujante Mervyn Peake con la suya, Gormenghast: dar vida escrita al mundo de imágenes que pueblan su mente.
En la narración existen dos planos: el de la vida cotidiana de los personajes y el mundo del otro lado de las pinturas, al que sólo unos pocos pueden acceder, y que posee una extraña continuidad en la que unos cuadros se comunican con otros, sumando las criaturas pintadas por unos y otros artistas. En este sentido, es innegable el parentesco con La historia interminable, ya que todos los seres del mundo del otro lado nacen de la imaginación de los pintores. Al adentrarnos en ese mundo de dentro de las pinturas, se nos llena la mente de imágenes del Bosco, Richard Dadd, Dalí, Escher.
Sin embargo, puede que lo más interesante de este título sea que el mundo "cotidiano" de los personajes también es un mundo de fantasía, y, desde mi punto de vista, resulta más coherente e interesante que el que espera detrás de las pinturas. Se trata de una sociedad no industrializada en la que los distintos "placeres" sensoriales son controlados por una poderosa élite
No se trata de un libro para lectores demasiado jóvenes o poco acostumbrados a textos que pueden resultar complejos. Es un texto muy trabajado, probablemente desarrollado a lo largo de varios años; puede interesar mucho a jóvenes y adultos interesados tanto en la fantasía como en la historia como en la pintura (es necesario familiarizarse con una serie de términos especializados, de los que se incluye un glosario al final, para comprender en todos sus matices los procedimientos de transferencia de un mundo a otro). Se trata de un libro poco frecuente, en el que puede encontrarse un interesante bestiario de criaturas fantásticas y un desarrollo muy sugestivo de escenarios para curiosas aventuras y batallas en las que el pincel es más poderoso que la espada.

viernes, mayo 15, 2009

El corrector, Ricardo Menéndez Salmón

Seix Barral, Barcelona, 2009. 143 pp. 17,50 €

Ángeles López

Que no es el mejor de los tres libros invertidos en hablar del “mal” de este autor gijonense, lo digo antes de que el lector me lo recrimine por lo bajini... Pero que está escrito con las manos llenas de dolor y sabiduría –que, en ocasiones, viene a ser lo mismo- sobre los claroscuros del alma, es absolutamente incuestionable. Sin duda el más logrado volumen de la trilogía que nos ocupa es La ofensa y el propio autor bien lo sabe, pero, como a toda argumentación –y más aún la literaria-, es preciso ponerle el sombrero en algún momento, para culminar el ochomil de la empresa. Supongo que bajo esa premisa nació El corrector, a sabiendas de que sería el hermano pobre de la trama, aunque el más necesario, en tanto que cierra la tentativa narrativa –e ideológica- enunciada tres años atrás. Alguien dijo que los libros que no hablan de amor es que no saben de lo que hablan y tal máxima no le coge en un renuncio a Menéndez Salmón porque se afana en su antónimo; más aún, en los muchos reversos que gasta el amor: llámese miedo, dolor, fraude, mentira, maldad, inflación del alma... Y de ahí bebe el aire doliente –tan benéfico- que gastan las palabras de Salmón, tan sabedor del alma humana y tan honesto en su verbo. Ya sabíamos que la gente muere. Que la gente mata... Que la gente miente y luego oculta sus cadáveres bajo alfombras de grueso pelo. Ahora, gracias a este escritor que se viste con la palabra justa por los pies de la literatura, sabemos también que hay “flojos de pantalón” –Rosendo dixit- que alimentan sus desatinos en la creencia de que el resto de los mortales es miope o imbécil. El novelista de lirismo visionario no denuncia, sólo nos lo recuerda... Que ya es bastante. Por ello, adentrarse en las páginas de este último “¿paratexto?” resulta ácido y lacerante. Leerle es dolerse porque tanto su verbo como su argumentación resultan auténticos decapantes para el espíritu, como pudiera serlo media hemina de vinagre. Revisarle –sus obras merecen más de un acercamiento, créanme- es llegar a la conclusión de que sus textos resultan fundacionales y remiten a la sincronicidad de otro grande europeo: Philippe Claudel. Si leen, al hilo de El corrector, El informe Brodeck del francés, comprobarán que hay una hebra invisible que une las sensibilidades estéticas y las preocupaciones metafísicas de ambos autores. No porque uno beba del otro si no, tal vez, porque ambos gasten un retropaladar semejante a la hora de retratar la percepción del “daño”, una misma humildad en la prosa y una magia en el idioma alejada de todo cairel. En mi humilde opinión entrenada en novedades editoriales, ambos conforman el “dream team” del viejo continente, empeñados en la militancia de la alta prosa. Uno y otro, sin pretenderlo, están confeccionando una literatura destinada a perdurar pues está fabricada para ser testigo de su tiempo. No en vano, y aunque parezca un contrasentido, sus libros... se están escribiendo mañana.

jueves, mayo 14, 2009

Esas vidas, Alfons Cervera

Montesinos, Mataró (Barcelona), 2009. 149 pp. 14 €

Marta Sanz

Después de leer Esas vidas, he sentido vergüenza de no haber conocido a Alfons Cervera hasta tan tarde. O a lo mejor es que nunca es tarde y, desde ya, puedo empezar a disfrutar con una escritura que, para mí, es una aspiración cuando leo y también cuando escribo: una escritura drástica y aguda, no porque sea “ingeniosa”, sino porque está llena de aristas y, en ella, el efecto melancólico se despoja de sus connotaciones cursis y de sus tonos pastel. En la contundencia de las frases duras calcifican los duros sentimientos, las sensaciones y esas visiones superpuestas –siempre terribles por ser siempre elegíacas- que constituyen la vida en un sentido biológico, sentimental, social y también literario.
La mirada de Cervera, para hablar de la muerte de su madre, de la muerte de todas las madres, de la muerte en general, es tan intensa que incluso los que quieran mirar tendrán, a ratos, que apartar los ojos: el oxímoron de la madre muerta –nuestra condena a la orfandad- se convierte en una meditación sobre el leitmotiv del vivir para contarlo, de que el contar es inevitable y de que optar por el silencio podría ser una forma de suicidio, incluso una pose cultural que ya empieza a estar más gastada que las propias palabras: la convicción de que en el silencio reside la existencia verdadera nos enfrenta a la pregunta pueril de qué es una existencia verdadera y a la obviedad de que los seres humanos somos nuestro lenguaje, y de que, sin comunicación, ni hay vida ni hay crecimiento: el silencio es lo que mata a la madre del autor que es a la vez el narrador de esta historia común...
Vivir para contarlo se presenta como una falsa disyuntiva: la vida es relato y viceversa. Estas reflexiones metaliterarias implícitas se complementan con otras explícitas –los “cómicos de la lengua”, los amigos escritores, Fernando Valls, Chirbes, Raúl Núñez, un canon alternativo, la teoría de que la lectura es otra forma de escritura...- y culminan en el momento nada culminante de que no es cierto que la palabra combata la muerte, porque las palabras también caducan. La escritura es inevitable, pero no salva. La paradoja epistemológica del primer plano -cuanto más se mira de cerca un objeto, un acontecimiento, una madre, más se desdibuja, menos se conoce- redunda también en esta concepción pesimista. No en vano Cervera es lector de Cioran.
Los pensamientos literarios no son dulces ni complacen, pero cuando el lector siente deseos de taparse los ojos es cuando Cervera nos enfrenta a certidumbres como la de la agonía; como la de que nadie se quiere morir por mucho que la muerte se esté pidiendo a gritos; como la de que la muerte genera una hipocondría en la que, al ver morir a un ser amado, es inevitable pensar en el propio acabamiento. Otra certidumbre es la de que la muerte no es un punto, el pinchazo de un practicante habilidoso; la muerte no es un clímax, sino un anticlímax, primero un barruntar, un presagio, luego un descenso, la caída por las escaleras de la madre, una prolongación que el sujeto y el contemplador de la muerte viven de diferente manera: la resistencia del que muere se opone al sentimiento de culpa del que ve morir deseando que por fin la muerte acabe con el sufrimiento ajeno y también con el propio. Son muchos los tópicos sobre la condición del ser humano que se cuestionan en Esas vidas: el agonizante no reparte sus parabienes y bienaventuranzas a los que se quedan, sino que suele ser víctima de un resentimiento hacia los supervivientes que resta dignidad a las bajadas del telón; quien va a morir se siente con derecho a todo en ese trance y aparecen todas las gamas del egoísmo, la ira, la rabia, la distancia que se marca con los otros y que, tal vez, tiene que ver con el generoso afán de no suponer una molestia o, quizá, es que el generoso afán se parece más bien a la soberbia de no querer molestar... La madre moribunda se retrata con un dispositivo que unifica el amor con la agresividad de una mujer que mira la fecha de los yogures que le da su hijo. Por si están caducados. Corrompiéndose, deformándose, transformándose como una prosa que, a medida que avanzan las páginas, se va haciendo fecal y orgánica como el cadáver de Addie Bundren en Mientras agonizo: el cuerpo de la prosa, contenido y perfecto dentro de sus bordes desnudos al inicio del relato, se licua poco a poco y se va llenando de excrecencias, prolongaciones. La respiración del texto es como el jadeo de una enfermedad que no va a curarse. El oído de Cervera es de músico y el libro acaba cuando acaba la respiración.
Además de la muerte, la estructura del libro recorre, como una escalera de caracol, el bucle de la memoria, la corrección de la memoria, su sensorialidad, la foto, la imagen congelada que vivifica y al mismo tiempo es siniestra porque la realidad ya no es la de la foto, sino otra, envejecida o ausente. Y esta memoria, en el caso de las obras de Cervera, no es abstracta, sino la memoria específica de un tiempo y de un espacio del que el cuerpo de la madre, como en El desierto y su semilla de Barón Biza, es un mapa, una página que relata la Historia: el cuerpo partido de la madre como metáfora de un pueblo partido, de una guerra; la fisonomía y la enfermedad como metáforas de las heridas. La memoria de Cervera no tiene nada que ver con la memoria esclerotizada y comercial, con la nostalgia embotellada, que nos prende al pasado en lugar de ayudarnos a emprender el futuro. Igual que Faulkner, Cervera escribe de lo que no llega a conocer. Escribe del miedo y de la muerte con la conciencia de que “toda escritura es una biografía”: la muerte, el imperativo biológico, desencadena el recuerdo y la reconstrucción biográfica de esas vidas, marcadas por un tiempo y por un espacio históricos, que son las nuestras y las de nuestros padres.

miércoles, mayo 13, 2009

Café Budapest, Alfonso Zapico

Astiberri, Bibao, 2008. 164 pp. 16 €

Sofía Castañón

En tiempos grises, y para qué negar que estos también lo son, es necesario conocer la historia: saber de dónde viene toda esta marea que arrastra muebles viejos, cansancio y horror. Y, si nos acercamos a la historia con una mirada afilada y sin dobleces, quizás podamos llegar a entender algo.
La mirada con la que Alfonso Zapico relata el origen del conflicto en Jerusalem —si entendemos, claro, que ese origen proviene de mediados del siglo XX— es clara, amable, sincera. Y ninguno de estos adjetivos impide que sea además crítica, sin concesiones políticas ni ideológicas.
Yechezkel es violinista, joven, judío y da por olvidados algunos de sus primeros años, que tuvo que pasar encerrado en una habitación, escondido del minucioso y bárbaro registro nazi. Finalizada la guerra, en una Hungría deshecha y hambrienta, decide ir con su madre –que volvió de un campo de concentración alemán enferma y sola- a Jerusalem, donde su tío Yosef regenta una cafetería que hoy nos resultaría utópica. En ella, ingleses, americanos, judíos y musulmanes conviven tranquilos. En el Café Budapest y en toda la ciudad. Las cosas cambian cuando Naciones Unidas hacen oficial el famoso “reparto”. A partir de ahí, la segmentación de dos religiones desconocerá el significado de tregua, y dejará para siempre olvidado el de paz.
Zapico no se lava las manos, las entinta hasta el fondo. Expone la necedad de los siervos del fanatismo, muestra el control de las potencias sobre una tierra y sus habitantes. Habla de civiles, y no de ejércitos. De ideas, y no de ideologías. De amor, y no de religiones.
Dentro de lo afable del relato, por el modo en el que presenta a sus personajes, por la sensación que el lector tiene de pequeña historia dentro de la gran Historia, Zapico no obvia el terror, la barbarie, el espanto. Pero no se recrea ni busca la emoción fácil.
Podríamos hablar de un cuento optimista, en el que sus personajes mantienen tenazmente una visión del mundo envidiable, digna, realmente bondadosa. Pero no hay lugar para el pensamiento ingenuo. La más terrible de las ideas que habitan esta novela gráfica es la de la esperanza de cambio. Algo que aún hoy, transcurridos más de cincuenta años, se presenta muy lejano.

martes, mayo 12, 2009

Proyectos de pasado, Ana Blandiana

Trad. y prol. Viorica Patea y Fernando Sánchez Miret. Periférica, Cáceres, 2008. 368 pp. 20 €

Elvira Navarro

Éste es uno de los mejores libros que he leído en mucho tiempo. Compuesto por once relatos más o menos largos en los que la escritora rumana Ana Blandiana despliega una parábola sobre los efectos del totalitarismo, su valor está lejos de residir en lo que llamamos denuncia (aunque también la hay, y mucha), o en el testimonio de lo que significó la dictadura comunista en Rumania (de la que la autora fue víctima), o en lo que se rotula bajo el calificativo de “alta literatura”, que lo es. Su valor, al menos para mí; lo que me hace afirmar que este libro es uno de los mejores que he leído en mucho tiempo, tiene que ver con el raro desplazamiento que la escritura opera sobre el lector. Proyectos de pasado es como un coach disparándonos preguntas para acceder a lo que ignorábamos que sabíamos, y que nos produce un asombro tranquilo, como cuando tras mucho buscar la moneda que se nos ha caído la descubrimos en nuestro regazo y accedemos al mismo tiempo a la lógica que la ha mantenido sobre nuestras piernas. Una lógica que habíamos desechado porque las monedas suelen ir a parar debajo de los muebles. Tal vez sea por ello que aquí el elemento fantástico, utilizado para ver el reverso de la pétrea realidad totalitaria, no asusta, sino que tranquiliza. Al fin se descubre lo que llevábamos tiempo sospechando pero en lo que nos estaba prohibido creer: que los fantasmas existen.
Campos de maíz comidos por una densa capa de insectos, pueblos donde sólo hay viejos, ángeles, aves demoníacas, un secuestrador gigante, delfines pensantes o una iglesia que navega por el Danubio son algunos de los motivos con los que Blandiana alza su visión casi mayéutica del mundo. Los despliega sin abusar de epifanías ni de elipsis, y hay cuantas digresiones considera oportunas la autora, que hace con el género lo que le da la gana. En Blandiana la escritura es ante todo y sobre todo hablar de lo que importa, y el hacer literatura no es un fin en sí mismo, sino un medio. O lo que es lo mismo: lo que se dice (o lo que se sugiere) no ha de estar al servicio de la eficacia narrativa, sino al revés. Sorprende que el resultado de que no haya sacrificio en el mensaje, de que no se cierre la boca para lograr una mayor adecuación, no contenga partes deshilachadas. Estos relatos son perfectos, y lo son porque en la voluntad de no dejarse nada atrás se ha encontrado la forma de que quepa todo, lo cual es casi milagroso.

lunes, mayo 11, 2009

La importancia de las cosas, Marta Rivera de la Cruz

Barcelona, Planeta, 2009. 300 pp. 19,90 €

Carmen Fernández Etreros

Con La importancia de las cosas nos encontramos con una novela que sorprende en la trayectoria de la escritora Marta Rivera de la Cruz (Lugo, 1970). Una novela urbana localizada en Madrid, en el cambiante barrio de Chueca, muy lejos de esa Ribanova gallega imaginaria de infinitivos personajes por la que muchos lectores conocieron a la escritora, gracias a En tiempo de prodigios con la que fue finalista del premio Planeta. En esta novela no sólo sustituye este escenario propio por Madrid, sino que se desliza por el terreno resbaladizo de las vidas cruzadas en una gran ciudad. Para ello la escritora recurre de nuevo a esa técnica de muñecas rusas, de historias dentro unas de otras, el presente anclado en el pasado.
La vida de Mario Menkell, un solitario profesor universitario, reconocido sólo por haber escrito una sola novela hace más de diez años, cambia cuando se tiene que hacer cargo forzosamente de las “cosas” del inquilino de un piso que se ha suicidado. Mario Menkell nunca quiso conocer al inquilino en vida y la relación se estableció por medio de un agente inmobiliario. Mario no quería enredarse conociendo su vida y sus problemas, pero a su muerte el inquilino comienza a complicarle su tranquila existencia:
"Menkell asintió con la cabeza, como intentando comprender la particular afición de su inquilino muerto. Él nunca coleccionaba nada, aunque por supuesto, conocía gente aficionada a los sellos de correos, las monedas antiguas, los cromos infantiles... sí incluso a los posavasos. Un día conoció a un hombre que coleccionaba sobrecitos de azúcar. Pero lo de Fernando Montalvo no tenía nada que ver con aquellos entretenimientos que servían para alegrar las tardes de lluvia...” (pp.41).
Las “cosas” de su inquilino se convierten en algo más que trastos que guardar en cajas y olvidar. El sorprendido profesor se encontrará la casa repleta de múltiples objetos y colecciones como gramolas antiguas, miniaturas, soldados de plomo, porcelanas, abanicos,... Sin embargo esta circunstancia extraña y fortuita le pondrá en bandeja la ocasión de cambiar su átona vida y comenzar de nuevo. Una segunda oportunidad a la que había quizás renunciado por los embates del destino, y que le ayudará a acercarse a Beatriz, otra profesora universitaria, que ama en silencio desde hace años y que se acaba de separar.
Beatriz Millares, otro de esos personajes en cuya vida se han amontonado las decepciones y amarguras, y Mario Menkell revisarán juntos el piso del inquilino muerto y descubrirán una vida diferente de Fernando Montalvo, un amor secreto, una curiosa afición a la música, un pasado misterioso familiar, un secreto vital,...
Los protagonistas se preguntan si importan las cosas (¿Importan?). Esos objetos que a lo largo de la vida acumulamos, esas cosas inútiles que guardamos en algún momento y perviven en nuestras estanterías y armarios. Mario y Beatriz descubrirán en su aventura de pronto la importancia de las cosas:
“... Debería estar preocupada por reconstruir su vida social –herida de muerte tras cinco años al lado de Baldo, que era huraño por naturaleza-, por conocer gente nueva, por tener citas con hombres, y uno o varios amantes. Y, sin embargo, había encontrado una rara satisfacción, un bienestar desconocido, en abrir y cerrar cajones, en guardar y rescatar objetos que no eran suyos, en recolocar en un espacio que le pertenecía sólo a medias todas aquellas cosas que habían sido seleccionadas por alguien a quien ni siquiera ella había llegado a conocer...” (pp.189).
Los dos amigos rebuscarán en los papeles del inquilino, en sus cartas y sus tarjetas de visita, conversarán con aquellos pocos que le conocieron en Madrid, y ese pasado les llevará nada menos que a Italia, a la curiosa Casa Verdi. Un viaje en el que intentarán descubrir la verdadera vida de Fernando Montalvo, y tendrán la oportunidad de vivir esa segunda oportunidad inesperada y posible en el amor y en la vida.
La escritora plantea grandes preocupaciones urbanas como la falta de comunicación en una gran ciudad en la que ni siquiera sabemos quién es nuestro vecino y menos lo que colecciona... Destaca la habilidad de Marta Rivera de la Cruz para armar una compleja trama sin dejar puntadas sin hilo, dosificando lentamente la intriga y para dibujar los rincones de la ciudad y sus cambios a través del tiempo. Además sorprende la ironía con la que retrata el interior de la universidad privada, las idas y venidas de sus miembros, los tejemanejes,... También podemos señalar la particular importancia de personajes secundarios, armazón interno de la vida de los principales, como el anciano director de orquesta Iosto Haupft, los alumnos de profesor Menkell como Pablo Caspe o la vitalista anciana Anna Livia.
La importancia de las cosas es una novela vitalista que guarda entre sus páginas innumerables vidas cruzadas, muchas ilusiones y muchos secretos y al final de sus páginas un regalo en la novela actual.

viernes, mayo 08, 2009

El laberinto español, Gerald Brenan

Trad. J. Cano Ruiz. El Cobre Ediciones, Barcelona, 2009. 496 pp. 29 €

Juan Gómez Espinosa

Este libro es un regalo de Brenan; un regalo honesto, caluroso e intelectualmente intachable para un pueblo que no se lo merece. Brenan, inglesito bien formado y proveniente de la clase burguesa británica, se cogió su herencia y se vino a España, tan lejana anímicamente del ambiente de Bloomsbury. Lo que aquí llevó a cabo fue una intensa labor de campo (y de camastro, como atestigua la existencia de más de un bastardillo alpujarreño), impulsado por el afán de conocer profundamente las entrañas de un pueblo cuyo espíritu explosivo y ardiente lo encandilaban. Brenan se sobrepuso a la sacudida del exotismo, tan neorromántico, y estudió con la eficacia de un cirujano el organismo que tenía ante él: su historia política, su literatura, su sociología, incluso su más íntima psicología. Testigo presencial de la guerra civil, al final de ella no pudo por menos que analizar todos los elementos que propiciaron la tragedia. El resultado fue este Laberinto español, escrito a partir del dolor de comprobar cómo se retorcía todo lo que había amado. Pero el inglés no se deja arrastrar por el lamento patético, ni por la demagogia del que ha olido la descomposición. Al revés; con un estilo claro (que no simple) hilvana el gran tema de la obra: la coherencia de la incoherencia nacional, es decir, cómo el pueblo español se muestra tan celoso de su independencia personal, cómo clama constantemente por su integridad y por su libertad, y cómo se ata, al mismo tiempo, a un sometimiento tras otro, ya sea en la forma de una monarquía, ya de un sistema caciquil, ya de una dictadura, ya de un parlamentarismo ineficaz… Brenan comienza su periplo en la Restauración de 1874, aunque no duda en remitirse a factores todavía más lejanos (sólo cronológicamente). Igual que, de una parte, muestra su encantamiento por el impetuoso carácter de “los nativos”, de otra es incapaz de cegarse, admitiendo una de sus grandes taras: los españoles, antes que a España, pertenecen sobre todo a su ámbito inmediato, y este ámbito puede ser físico (una región, una aldea…) o emocional (un credo, una ideología, un tótem…). El resultado de esta compartimentación nacional es la imposibilidad de una solidaridad total entre sus gentes, incluso en los momentos en que es absolutamente necesaria. Un ejemplo de esto lo encontramos en su análisis de las relaciones entre comunistas y anarcosindicalistas durante la contienda: el intento de aniquilamiento mutuo no hizo más que debilitar la causa republicana, tal vez porque, en el fondo, ambos grupos no la veían como su propia causa. Cabría preguntarse (o no): ¿y Brenan? ¿Dónde se situaba? Sencillamente, en la Justicia, es decir, en contra de cualquier muestra de sometimiento o alienación (caciquismo, antiparlamentarismo democrático, dictaduras varias, autoritarismo tanto liberal como fascista como marxista), es decir, el aquel lugar reservado al dolor. Dolor para el que ha contemplado la posibilidad de elevar la igualdad y la dignidad social, la ha considerado obvia y, finalmente, ha contemplado cómo se hundía en el cieno. En fin, no exagero al decir que este libro debería instalarse en los planes de estudio de cualquier instituto. Perdón, esto último es una soberana idiotez: no nos lo merecemos.

jueves, mayo 07, 2009

Mal de escuela, Daniel Pennac

Trad. Manuel Serrat Crespo. Mondadori, Barcelona, 2008. 253 pp. 21 €

Juan Pablo Heras

A Daniel Pennac lo conocemos sobre todo por Como una novela (1992)¸ que casi desde su publicación se convirtió en un clásico entre aquellos que se han atrevido a escudriñar los arcanos del difícil arte de la animación a la lectura. Como aquél, Mal de escuela es un ensayo puro, un conjunto aparentemente asistemático y espontáneo de reflexiones iluminadoras sustentado en la confesión de experiencias absolutamente personales. Con refrescante desvergüenza, Pennac reproduce, por ejemplo, las conversaciones que tuvo con su hermano cuando este libro era sólo un proyecto, justo el momento en el que decidió que no debía escribir un tratado más sobre la educación, sino un libro sobre el “zoquete”. Antes de definir lo que es un “zoquete” conviene advertir que ésta no es sino una traducción aproximada del francés “cancre”, apelativo que el propio autor juzgó hace poco como intraducible en una jugosa entrevista en la que nos recordaba además que sólo en español es posible hablar de “vergüenza ajena”. Pues bien, ese término, “cancre”, nos trae la imagen de un cangrejo que camina de lado, y cuya extravagancia no por natural deja de asombrarnos todos los días. El zoquete es entonces un alumno que se ve a sí mismo como una hormiguita al que un profesor gigantesco -y obviamente ciego- le obliga a subir y bajar el Everest cincuenta minutos al día.
Pennac ataca la figura del zoquete desde una sucesión de puntos de vista que no son accesibles a todo el mundo y que le otorgan el privilegio del que sabe bien de lo que habla: como novelista que visita a alumnos de todo tipo en encuentros de autor y alumnos, como profesor con décadas de experiencia y, sobre todo, como el zoquete que fue, como el propietario de un desastroso expediente escolar (reproducido en la contracubierta del libro) que hoy nadie esperaría de él, excepto su anciana e incrédula madre, que todavía hoy espera que haga algo con su vida.
Pennac, como buen encantador de serpientes, hace de estos presupuestos un anzuelo infalible. ¡Un pésimo estudiante que suspendía todo convertido en novelista brillante, en profesor de profesores! ¿Tendrá él el secreto que tanto tiempo andábamos buscando? Porque, como él mismo señala, es posible que el gran problema de la educación resida en “el eterno conflicto entre el conocimiento tal como se concibe y la ignorancia tal como se vive”. Sucede que los profesores fuimos casi siembre buenos alumnos, “alumnos golosina” -al menos en la materia que enseñamos-, entusiasmados pronto por aprender y aptos de nacimiento para nuestras asignaturas favoritas, lo que nos impide imaginarnos “sin saber lo que sabemos”. Por eso nos abalanzamos sobre el libro, porque si Pennac, que ahora es de los nuestros, ha transitado por la oscura mente del zoquete, quizá haya traído algo de lo que él fue para enseñárnoslo.
La tesis de Pennac se basa en que el zoquete convierte sus dificultades de aprendizaje en un sentimiento de autoexclusión que se transforma fácilmente en comportamientos disruptivos o, por lo menos, incomprensibles para el profesor que tiene delante. Éste, a su vez, harto de enfrentarse al cotidiano desprecio que por él demuestran padres y chavales, atribuye al alumno una intencionalidad –una indolencia voluntaria- que hace imposible su trabajo. Y aunque se trata de un fenómeno atemporal, con el tiempo la sociedad de consumo en la que vivimos no ha hecho sino exacerbar el problema: ahora el alumno puede recluir el mundo entre los dos auriculares de su ipod, y agotarse en la frustrante constatación de que la escuela es el único lugar del mundo en el que se le exige trabajar para conseguir unos beneficios que, por otro lado, son mucho menos deseables de los que consigue cada día en el centro comercial. ¿Cómo hacer comprender a un joven vestido con marcas fascinantes desde la coronilla hasta el dedo gordo del pie que en la escuela “no se satisfacen deseos superficiales por medio de regalos, se satisfacen necesidades fundamentales por medio de obligaciones”?
Al igual que Como una novela, Mal de escuela se lee con sumo placer, no sólo porque el autor posee el don de la amenidad, sino porque nos pone en la pista de una fórmula secreta que ansiamos conocer, ya seamos profesores con ganas de hacer bien nuestro trabajo, o ciudadanos con deseos de resolver el gran problema social de la educación. Y leemos y leemos en busca de una solución, y poco a poco nos damos cuenta con pesar de que no a todos los alumnos se les puede encargar que escriban una novela, como hizo aquel profesor de literatura que sin saberlo convirtió a ese zoquete Pennacchioni en el escritor Pennac, así como tampoco la aplicación del famoso decálogo de derechos de los lectores con el que termina Como una novela basta para crear legiones de lectores. No, no es suficiente y a veces no es lo adecuado. La respuesta está en otro lado, y seguro que no es tan simple. Pennac, finalmente, no nos da la llave. O sí.
Si quieren ustedes saberlo, háganse con el libro. No seré yo quien les reviente el final.
Un consejo: léanlo en la lengua original (el título es Chagrin d’École) todos los que puedan permitírselo. Aunque la traducción del afamado Manuel Serrat Crespo es excelente y supera bastantes escollos (sin ir más lejos, intuyo que la de “cancre” por “zoquete” resulta acertada), cuando lean este libro se darán cuenta de que el brujo Pennac, sin avisar, nos está dando una clase de lengua. De lengua francesa. Y sospecho que no apuramos del todo tan dulce bebedizo los que llegamos a él a través de un filtro.

miércoles, mayo 06, 2009

La soledad de los ventrílocuos, Matías Candeira

Tropo Editores, Zaragoza, 2009. 178 pp. 15 €

Miguel Sanfeliu

Matías Candeira es un joven autor madrileño que ha ganado diversos concursos literarios y participado en libros colectivos como Parábola de los talentos, Relatos en cadena, Antología de novísima narrativa breve hispanoamericana o Noche de relatos. La soledad de los ventrílocuos es su primer libro en solitario. Se trata de un conjunto de relatos que ha merecido el Premio Provincia de Guadalajara de Narrativa 2007.
Los relatos de Matías Candeira se caracterizan por la extrañeza que causan en el lector. Nos sumergen en una realidad distorsionada, como si de pronto transitáramos por un mundo sin reglas, en el que todo es posible, en el que lo fantástico y lo real conviven con normalidad. Sus historias retuercen lo verosímil y nos enfrentan a nuestro lugar en el mundo, nos transmiten el miedo o la inseguridad, pero nadie parece preguntarse sobre la normalidad de lo que encuentra. Así ocurre con ese cartero que se interna en un edificio sin luz, lleno de plantas y goteras, laberinto extraño habitado por seres recluidos no se sabe por qué, en el relato La segunda vida, uno de los más extensos y en el que nos da, quizá, la clave para mirar este mundo; de la misma forma que lo haría alguien que descubre, en uno de sus cajones, esa señal meridiana que indica la existencia de un mundo que se ha perdido: una lanza jíbara detrás del sofá, una bola de pelo azul prendida en la cortina, ese pequeño farol que, muy lejos, parece que se enciende y se apaga bajo la cama, en los márgenes de un universo con otro.
El viaje es duro e incluye paisajes lovecraftianos, seres inverosímiles, lugares donde la lógica se rompe, dejando paso a escenas surrealistas, a espacios deformes que parecen éste sin serlo.
Una nevera que se muere, un bombardeo de flores, un monarca juguetón, un agujero que canta boleros en la barriga de una mujer, un vendedor de cabezas reducidas, un hombre que pasa las horas sumergido en un barreño… Y también, claro, esa marioneta que decide cortar sus ataduras, tomar las riendas sobre su existencia, eludir al aciago demiurgo que rige sus destinos.
El estilo cuidado de Matías Candeira consigue que nos involucremos en la historia y aceptemos con normalidad lo que allí ocurre, la galería de personajes que nos propone. El ritmo de su prosa nos transporta a mundos en los que todo es posible, donde las cosas se desenfocan y parecen mostrarse a través de un cristal que deforma su contorno, y que sin embargo nos hablan de asuntos muy cercanos que se encuentran en nuestro interior.
Quiero destacar el fino humor de Candeira, que salpica sus relatos con un tono desenfadado, ligeramente burlón en algunos momentos, que resulta muy efectivo. Pero, sobre todo, la ternura con la que trata a sus personajes. Es el aspecto que más me ha llamado la atención; en esos escenarios deformados y alucinantes, lo que encontramos es una mirada compasiva hacia los demás.
En resumen: La soledad de los ventrílocuos es un libro muy personal, la carta de presentación de un escritor solvente que deja claro que tiene muchas cosas que contar.

martes, mayo 05, 2009

Tantas maneras de empezar, Jon McGregor

Trad. Eduardo Iriarte Goñi. Salamandra, Barcelona, 2009. 384 pp. 17,50 €

Carmen Fernández Etreros

La última novela de Jon McGregor, Tantas maneras de empezar es un constante viaje al territorio de los recuerdos y la memoria. Un relato centrado en la importancia que los vínculos familiares de sangre pueden tener en la vida de individuo. ¿Cuánto heredamos de la melancolía y de la forma de enfrentar los problemas que hemos vivido en nuestra familias, y cuánto debemos a nuestra propia identidad?
El escritor Jon McGregor (Bermuda, 1976), en esta segunda novela después de la aclamada Si nadie habla de las cosas que importan (Salamandra, 2004) vuelve a ese tono intimista y personal. Un estilo que le valió el reconocimiento con su nominación para el Premio Booker en 2002.
Dos jóvenes, David Carter y Eleanor, se conocen se casualidad y se enamoran. Tiempo después en la ciudad de Coventry, ya casados, se esfuerzan por mantener a flote su matrimonio que ha sido vapuleado por el tiempo, las decepciones, el trabajo y la enfermedad. A David le gustaría que su mujer fuera aún la ilusionada joven escocesa que en su día lo deslumbró y no una mujer deprimida y cansada; que su trabajo como conservador en el museo de su ciudad estuviera a la altura de lo que le auguraban sus primeros años ilusionados,... Sin embargo el recuerdo de unas palabras pronunciadas por Julia, una amiga de su madre, anciana y enferma, acaban por sumir a David en el más hondo desasosiego y angustia, convencido de que toda su vida ha sido construida en torno a una mentira.:

"Pero él mantuvo la cara vuelta hacia la ventanilla y no dijo ni palabra., sin ver nada, oyendo sólo la voz de Julia, fragmentos de la música repitiéndose una y otra vez.
No hemos vuelto a ver a esa pobre chica.
Tendrás que quedarte con la criatura.
Desapareció de la faz de la tierra.
¿He dicho alguna inconveniencia?" (pp. 40)

En los años cuarenta, Mary, una joven de diecisiete años de las deprimidas zonas rurales de Irlanda, partió hacia Londres para trabajar como criada. Por circunstancias no deseadas Mary quedó embarazada, tuvo un hijo y se lo dejó a unas enfermeras voluntarias en un hospital. Ese niño para su sorpresa era él David Carter o como ahora tuviese que llamarse.
La vida pasada de David se convierte en una gran incógnita y preocupación que le impide vivir su presente. El protagonista inicia una búsqueda constante de su familia verdadera y se embarca en la cuidadosa recolección de pequeños fragmentos de la historia familiar —cartas, fotografías y viejos artefactos—, convencido de que la reconstrucción de su pasado arrojará luz sobre el presente y sobre su identidad.
Es interesante observar como esa búsqueda afecta colateralmente al personaje de Eleanor, su esposa, que desde su boda ha roto bruscamente cualquier relación con su madre y con su familia y como también la negación de su pasado la conducirá a un desasosiego diferente al de David pero quizás a un vacío vital insondable.
Una búsqueda difícil y constante que apartará a David Carter de su gratificante trabajo, de su mujer y su hija, de Dorothy que ejerció tantos años como madre,... La mentira y la verdad en un juego constante de importancia y valor. En suma un relato intimista y en el que el lector se implica en esa búsqueda de la identidad del protagonista en cada de sus páginas. Un libro para sumirse y reflexionar sobre la importancia y los condicionamientos de esa identidad persona y valorar el presente.