miércoles, marzo 24, 2010

Clarke Street 64, Andrew Holmes

Trad. Julia Osuna Aguilar. 451 Editores, Madrid, 2009. 438 pp. 19,50 €

Sofía Castañón

Tropezamos con personas cuyo futuro nos hace cavilar un rato. A veces, ese encuentro es puntual, pequeño, un despiece en el periódico que cuenta la historia de un tipo que tras ser acusado de algo terrible y pasar por la cárcel se descubre que era inocente de todos los cargos. Piensas en cómo seguirá la vida de aquel a quien el juicio público apuntó con el dedo, del que, además de no recuperar su tiempo perdido, nadie devolverá su presunción de inocencia. Un momento. Otras veces no es tan breve, como las noches, con miedo de volver al instituto o al colegio, elucubrando qué depararía el destino a ese terrorista emocional, matón de centro de estudios, que tanto molestaba a todos y tanto alimentaba la recién descubierta angustia. Y aun tiempo después, recordando viejos tiempos con los amigos, pensaréis qué habrá sido de ese niñato horrible, y en un momento en el que vuestra humanidad no mire, le desearéis lo peor.
Clarke Street 64 no elucubra, recoge los destinos. Aunque quizás “destino” sea una palabra que invite a pensar en epopeyas, en graves escenas clásicas, en sacrificios, parricidios y cosas importantes. En la novela de Holmes, destino es una idea más de los suburbios, del Londres desfavorecido por el que no pasan autobuses rojos de dos pisos, el que no sale en las postales porque sería retratar a un ecosistema que se devora hambriento. Lo que sí se mantiene respecto al concepto clásico es lo que tiene éste de inevitable.
Nadie escapa a su mala estampa, parece decir Holmes con humor mordaz. En una narración rebosante de ironía, el escritor británico no hace concesiones a nada que no sea para colocarse en la perspectiva de cada personaje. Una novela coral, que no lo es. Una novela hiriente que es tierna (la ternura de la carne poco hecha sometida al cuchillo de sierra mínima y que sorprendentemente cede): un desgarro —light , eso sí— a nuestras buenas conciencias.
Como un trilero, juega con el tiempo y nos altera las secuencias, nos adelanta para luego rebobinar y poner otra cinta. Todo sin más artificio que un despiece que rápido amalgama. Con la boca tan sucia como los bajos fondos. Tan despierta y ágil como la de un lazarillo postmoderno.
Igual que el fundido aditivo del montaje cinematográfico, Andrew Holmes va superponiendo las tramas, la vidas de unos personajes que, con la ropa sucia, intenta buscar jabón y acaban por hacer mucho más grande la mancha.

1 comentario:

Javier dijo...

Gran libro, de verdad, muy recomendable.