miércoles, noviembre 13, 2013

Muss / El gran imbécil, Curzio Malaparte

Trad. Juan Ramón Azaola. Sexto Piso, Madrid, 2013. 150 pp. 17 €

José Morella

El fascismo fue un fenómeno complejo. Tiene que que ver con algo —lo sepamos o no, cristalice o no— que vive en nosotros: un vértigo ante la idea de descontrol, una tendencia a las soluciónes expeditivas. Muchísimas personas apostaron por él sin estar seguras. Empujadas por miedos, por elementos irracionales. Esto tiene un nombre: disonancia cognitiva. A mí me pasa con la okupación. Creo del todo en su valor y su legitimidad, pero nunca viviría de okupa. No me pregunten por qué. Si supiera —racionalmente— por qué, ya no se trataría de una disonancia cognitiva. La disonancia de Malaparte consistía en que, disfrutando de una curiosidad y un discernimiento crítico gigantes, le dio por formar parte de un movimiento donde el espacio para esas cosas era inexistente. Fue escupido por el fascismo como un hueso de oliva.
De él se ha dicho de todo. El parlamentarismo no le hacía ninguna gracia: veía en la democracia un montón de ideas blandas que interpretaba más como escapismo dialéctico que como respuesta a las necesidades reales del pueblo. Admiraba por igual a Mao Tse Tung y a Hitler. Era ambicioso y tal vez oportunista. Pero las cosas son más complicadas que todo esto. Sólo hay que abrir un libro suyo para darse cuenta de que las aseveraciones que acabo de enumerar no le explican bien. Tienen tan poco que ver con su obra como la etiqueta de una botella de tequila tiene que ver con golpe de calor en el pecho al beber el líquido transparente que contiene.
A partir de su encierro forzoso en Lipari, Malaparte se convirtió en un resentido. Ser un resentido lúcido es perfecto para los lectores, porque la lucidez evita los trompicones a los que aboca naturalmente el resentimiento. Malaparte no vivía en torres de marfil, sino en charcas de barro. Al leer estos ensayos poblados de imágenes inolvidables —como la horrorosa pero significativa tradición italiana de comprobar qué mozo mata antes a cabezazos a una gata amarrada a un palo— nos damos cuenta de lo mucho que sufrió y del esfuerzo intelectual que hizo para escribir sobre ello con honestidad. A Mussolini lo deja a la altura del betún, pero aun así hay innegables destellos de admiración por él. Malaparte insinúa todo el tiempo que habría querido que Mussolini no fuera el imbécil que fue. Habría querido quererlo hasta el final, del mismo modo que lo amó su propia madre (la de Malaparte), enamorada del Duce como tantas mujeres italianas. Es muy curioso que tanto Hitler como Mussolini tuvieran tanto éxito con las mujeres. Leído desde aquí, uno no puede dejar de pensar que un Franco mujeriego es inimaginable. Hitler y Mussolini murieron violentamente y junto a sus respectivas amantes. Franco murió de viejo y retozó, que yo sepa, bastante poco. Es curioso relacionar esto con el tema presente en este libro ya desde el título: la imbecilidad. Todos los fascismos europeos la comparten, pero cada una de las imbecilidades tiene su rasgo distintivo. Hannah Arendt nos explicó el tipo de estupidez moral de los nazis en un análisis tan famoso que no hace falta que nos detengamos a recordarlo. Mussolini, si hacemos caso a Malaparte, era un idiota menos complejo, un idiota a las claras, sanguíneo y terrenal, descarado, sin pudor por su propia idiotez. Podemos jugar aquí a pensar cuál sería la imbecilidad específica del franquismo. A mí me da que tiene que ver con la mojigatería católica, con algo que compelía a la gente a vivir menos, a callar, a decantarse siempre por el miedo y nunca por el goce. A usar la beatería como alfombra para tapar las emociones, que eran vistas como algo sucio o indigno, algo a esconder. Un tipo de estupidez emocional, en definitiva. Si aparecía una pasión, se ponía uno rígido y miraba hacia otro lado. Todo esto, por supuesto, son sólo nociones. Nada empírico, nada demostrable. Pura subjetividad. Malaparte es un escritor nocional. Muy bueno, pero nocional. Mitifica, trabaja con estereotipos. Aun así, escribe tan bien que los estereotipos suenan a verdades evidentes. Seguramente porque habla dese el resentimiento y el dolor. Cuando entendemos algo desde el rencor —si es un rencor profundo y verdadero— hay una gran nitidez. Muchos matices, muchos detalles. El rencor es una cosa muy aguda.
La tesis principal del libro es la siguiente: «El fascismo, en esencia, no es sino el conjunto de los defectos de la civilización católica, el último aspecto de la Contrarreforma». Lo peor de los italianos sería, pues, para Malaparte, aquello que el esfuerzo contrarreformista les dejó impregnado. Una doblez en el carácter y en la política. Crueldad. Ansia de poder, cálculo interesado. Cierta mezquindad anticristiana, entendiendo aquí el cristianismo como algo mucho más auténtico y radical que eso en lo que la Contrarreforma lo convierte. El Jesucristo malapartiano tiene tintes casi marxistas. Es un operario de fábrica de unos cuarenta y cinco años, nada idealizado, nada beatífico, conocedor en sus propias entrañas del odio hacia los mercaderes del templo. Mussolini, eso nos lo deja bien claro Malaparte, estaba siempre con los patrones y jamás con los operarios. El vínculo entre fascismo y Contrarreforma, además, apunta otro rasgo de la imbecilidad del Duce: la obsesión por el control y el castigo. Lo inquisitorial. No es casualidad que una de las obras clave de Malaparte, Kaputt, fuera incorporada al Index Librorum Prohibitorum, el índice de lecturas vetadas por la Iglesia.
Sin embargo, Malaparte no puede dejar de sentir compasión por su enemigo. Leyendo los trechos que dedica al ultraje a los cadáveres de Mussolini y de Clara Petazzi, y lo mal que lo pasa al verlo, me acordé de la siniestra reacción en las calles de los Estados Unidos el día en que se anunció la muerte de Bin Laden. Un oscuro deseo de celebración, un gusto por la muerte del enemigo. Este libro que recomendamos hoy ayuda —entre otras cosas— a entender mejor eso de híbrido que hay en nosotros, esa tendencia de la que yo hablaba al principio de la reseña. Eso a lo que sacó tanto provecho la jerarquía eclesiástica —vía Santa Inquisición— en su lucha contra la ola de racionalidad que amenazaba con eliminar sus privilegios. Eso que nos impide comprender.

1 comentario:

Anónimo dijo...

LOS DE AHORA NO SON IMBÉCILES? NOS QUEDAMOS EN LO SUPERFLUO DE LOS PERSONAJES.