viernes, junio 13, 2014

Estampas de caballeretes y de parejitas, Charles Dickens / Estampas de señoritas, Edward Caswall

Trad. Miguel Temprano García. Alba, Barcelona, 2014. 248 pp. 20 €

Daniel Sánchez Pardos

Más o menos por las mismas fechas que una joven de dieciocho años accedía al trono del Reino Unido y daba inicio así a uno de los periodos históricos más literaturizados de la época contemporánea, un caballero no mucho mayor que ella entregaba a la imprenta un librito que habría de granjearle una fama instantánea y fugaz. El caballero en cuestión era Edward Caswall, un oscuro clérigo anglicano de veintitrés años que en 1850, tras la muerte de su esposa, acabaría abrazando la fe católica y componiendo algunos himnos por los que aún hoy se le recuerda. La portada de su libro, sin embargo, declaraba únicamente el pseudónimo Quiz, que Caswall sin duda escogió para hacer juego con el del ilustrador del volumen, Phiz, para entonces ya un reconocido dibujante gracias a su trabajo como ilustrador del Pickwick de Dickens. El hecho no deja de ser interesante: Estampas de señoritas es una colección de viñetas literarias de tono humorístico y de intención amablemente misógina que el público de la época recibió con imprevisto entusiasmo, y que hoy nadie recordaría de no ser por el efecto que su lectura produjo, precisamente, en Charles Dickens, ese otro joven brillante que en 1837 se disponía a iniciar su propio camino hacia la gloria.
Al cabo de sólo unos meses, también con ilustraciones de Phiz, Dickens publicaba sus propias Estampas de caballeretes, en respuesta o como corrección a las sesgadas viñetas de Caswall. Su intención, afirmaba en el prólogo del libro, era resarcir a las señoritas de todas las ofensas que aquel panfleto anónimo había tratado de infligirles, mostrando cómo también los ejemplares del sexo contrario podían ser sometidos al escrutinio de un observador imparcial y no salir mejor parados. Así, donde Edward Caswall había ensayado una clasificación particular de las señoritas de Inglaterra dividiéndolas, a la manera de los naturalistas de la época, en categorías como «la señorita romántica», «la señorita poco agraciada», «la señorita imprecisa» o «la señorita que canta», Dickens nos propone sus propios especímenes masculinos no menos ridículos e intrigantes: «el caballerete apocado», «el caballerete facineroso», «el caballerete sumamente simpático», «el caballerete aficionado a la poesía»... El esquema es el mismo; los modos y las intenciones de ambos autores no pueden ser, sin embargo, más diferentes.
El costumbrismo entomológico de Caswall da pie a una serie de observaciones generales que provocan a menudo la sonrisa del lector, y que siguen manteniendo a día de hoy una frescura y un encanto notables, pero que no van más allá —ni lo pretenden— de la mera humorada amable e inofensiva: son pequeños ejercicios de comedia ocasional, que buscan el reconocimiento y la complicidad de un público contemporáneo y que al instante se olvidan. Las Estampas de Dickens, en cambio, revelan desde su primera página la condición de novelista de su autor. Dickens huye de los lugares comunes y de las observaciones generales que agotan el trabajo de Caswall, y convierte cada una de sus piezas en un pequeño ejercicio narrativo de vivacidad y de gracia comparables a las de cualquier escena de sus primeras novelas. Los tipos generales de Caswall se convierten, en sus manos, en individuos particulares cuyas acciones, cuyas voces o cuyos destinos encarnan ese rasgo de interés social que el autor quiere señalar —para burlarse de él— a través de su ejemplo. El humor no nace, así, de una observación general hecha desde fuera por un autor despegado del objeto de su estudio, sino de la puesta en escena de unos personajes que actúan y dialogan de acuerdo a su naturaleza para deleite del lector.
Dos años más tarde, en 1840, coincidiendo con los fastos de las nupcias entre la reina Victoria y el príncipe Alberto, Dickens publicó una nueva serie de estampas del mismo cariz bajo el título de Estampas de parejitas. Los tres libros se han venido reimprimiendo desde entonces en un único volumen, tradición que Alba Editorial ha mantenido en esta excelente edición que, junto a la impecable traducción de Miguel Temprano García, ofrece todas las ilustraciones que el gran Phiz realizó para esta curiosa saga de costumbrismo victoriano. Una colección de estampas que todavía hoy, casi dos siglos más tarde, siguen leyéndose con una sonrisa en los labios.

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