viernes, mayo 29, 2015

Saltaré sobre el fuego, Wislawa Szymborska

Trad. Abel Murcia y Gerardo Beltrán. Nórdica, Madrid, 2015. 142 pp. 17,10 €

Care Santos

Una vez me pasé una tarde entera en el café Nowa Prowincja de Cracovia, sólo por ver llegar a Wislawa Szymborska. La poeta y premio Nobel polaca solía reunirse allí con sus amigos para leer sus poemas. Sus amigos eran lo más selecto de la poesía contemporánea polaca, de Czeslaw Milosz a Ewa Lipska. No apareció. Me pregunto qué habría ocurrido si lo hubiera hecho. ¿Me habría atrevido a abordarla o sólo pretendía observarla de cerca, cerciorarme de que era real, de que existía? Porque con los grandes poetas ocurre que a veces dudamos de su corporeidad. Verla llegar habría sido la pequeña constatación del milagro.
La poesía de Wislawa Szymborska tiene algo de milagro. Una voz nada pretenciosa, absolutamente falta de rimbombancia, que habla al lector cara a cara, mirándole a los ojos. Szymborska se reía de sí misma casi siempre y de vez en cuando también del mundo. Sus poemas utilizan el sentido del humor, la ironía, para distanciarse de aquello de lo que hablan, pero también para señalar las paradojas y sin sentidos del mundo repleto de asuntos falsamente importantes que nos ha tocado sufrir. Entre esos asuntos, por cierto, contaba la autora el Premio Nobel, que ganó en 1996, y al que denominaba "la catástrofe". Sus allegados cuentan que se defendió contra los efectos de esa popularidad mundial con todas sus fuerzas, comenzando por una medida sabia y drástica: a partir de un determinado año, decidió no sumar nadie más a sus amigos. Se quedó con los de siempre, los que ya estaban antes de la catástrofe. ¿Tal vez los auténticos? Siempre me ha parecido que Wislawa Szymborska vivía como escribía, y eso incluye ciertas excentricidades, como preparar cenas en su casa en las que obsequiaba a sus amigos con límericks inéditos y personalizados. Debía de ser divertido ser amigo suyo, sin duda.  
Destaca Juan Marqués en el prólogo de esta edición que el talento superior de un poeta consiste en saber detectar en el trasiego del mundo aquello realmente importante y saber ponerlo en relación con otras revelaciones. Eso es lo que, según él (y yo) logra tantas veces la poeta polaca, cuya poesía ha sido también etiquetada de "filosófica" o de "cotidiana". Otra prueba de la complejidad de su clasificación.

Cuatro mil millones de seres en la tierra
y mi imaginación sigue siendo la misma.
No se le dan bien los grandes números.
Le sigue conmoviendo lo individual.

Estos cuatro versos con que da inicio el poema "El gran número", incluido en el libro homónimo (publicado en nuestro país en 1976) resumen bien de qué habla la poesía de Wislawa Szymborska: su constante interés por lo pequeño, lo cotidiano, lo no-épico, lo paradójico, por el otro lado de las cosas, el instante, el grano de arena del paisaje. Siempre desde la mirada humilde, serena, risueña, que la caracteriza. Siempre desde la lucidez de un enorme bagaje cultural, que no esgrime en ningún momento. Los fans de la poeta polaca recordamos momentos memorables de su producción bibliográfica, impensables en otros escritores más engolados. Por ejemplo, la reseña que en una de sus Lecturas no obligatorias (sus tres libros de crítica literaria, felizmente publicados por Alfabia), dedica tres páginas a glosar un libro que no comprendió, y lo dice así, llanamente: no he entendido nada. O bien dedica una reseña a un calendario agrícola, argumentando que todo best-seller merece una reseña culta. Dice mucho el interés bibliográfico de Szymborska de su interés por el mundo, por eso la lectura de sus fantásticas (y nada ortodoxas) reseñas ayuda a completar su perfil como una de las más interesantes plumas de la literatura europea última.
Por fortuna, en español ha tenido y tiene buenos abanderados la autora polaca. Esta edición que ahora presenta Nórdica, y que se suma a la cuantiosa obra ya disponible en nuestro idioma, es una perla. Uno de esos regalos que de vez en cuando recibimos los lectores. Tanto puede servir de cata para no iniciados como de fetiche para adictos. La traducción es de los traductores "oficiales" de Szymborska al castellano: Abel Murcia y Gerardo Beltrán. Las ilustraciones, de Kike de la Rubia. Desconocemos quién ha corrido a cargo de la selección de los poemas, pero se aprecia una clara voluntad de recopilar lo más destacado de los poemarios más conocidos de la autora, abarcando un lapso largo de tiempo, desde su primer trabajo, Llamando al Yeti (1957) hasta Fin y principio (1993). Si a alguien se le abre el apetito -una de las funciones que debe cumplir toda antología que se precie- puede seguir leyendo la obra posterior: Dos puntos (Igitur, 2007); Aquí (Bartleby, 2009) y Hasta aquí (Bartleby, 2014). Y también la anterior, por supuesto, disponible en tres antologías notables: Paisaje con grano de arena (Lumen, 1993), El gran número / Fin y principio y otros poemas (Hiperión, 1997) y Poesía no completa (Fondo de Cultura Económica, 2002). 
Si forman parte de este último grupo, el de los que aún no tienen la suerte de haber leído a Szymborska, enhorabuena: les aguarda la felicidad de los descubrimientos fascinantes.

jueves, mayo 28, 2015

Facsímil, Alejandro Zambra

Sexto Piso, Barcelona, 2015. 96 pp. 14 €

Pedro Pujante

Libro inusual y experimental este que firma el escritor chileno Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975). Su formato adopta la estructura de una Prueba de Actitud Verbal, que se aplicó en Chile desde 1967 hasta 2002 a los postulantes a las universidades, según nos explica la contraportada de Facsímil.
A partir de esta premisa formal, Zambra construye un texto irregular pero muy original, irónico y desnudo. Está dividido en cinco secciones. La primera es "Término excluido" y en ella encontraremos las típicas preguntas con respuesta múltiple tan conocidas por los que hemos realizado el examen de conducir en España. En este capítulo-prueba se busca que el lector asocie palabras en un variado campo léxico en el que hallamos alusiones a la familia, la educación o el silencio.
En "Plan de redacción", aun sin adentrarnos en un sólido texto narrativo, seguimos ateniéndonos a una serie de cuestiones en las que se presentan definiciones con varias respuestas a elegir. Estas suelen estar vinculadas al tema de la memoria personal, de nuevo la familia y a imágenes que parecen aludir a la vida interior y recordada del narrador. Por ejemplo, una de las respuestas para ‘Nadar’ es «Cuando un niño estaba enamorado del silencio. Luego quisiste que las palabras te inundaran y te hundieran. (…)»
El tercer capítulo de este texto-narración mantiene el formato de preguntas tipo test, cuyas respuestas posibles son palabras que sirven para completar el enunciado, cambiando su significado según qué respuesta se elija. Juegos de palabras, en definitiva, que pretenden no solo plantear un entretenimiento de carácter lúdico, sino también azuzar nuestras conciencias, hacernos reflexionar, meditar sobre la ambigüedad del lenguaje y de los tópicos.
Este fragmentarismo comienza a menguar en las dos y más interesante partes del volumen. En ellas nos encontramos con textos más extensos, sobre todo en "Comprensión de lectura", el final y quinto apartado.
Este capítulo final lo componen tres textos en las que se nos cuentan anécdotas, como las de los gemelos Covarrubias, tan iguales que pudieron suplantarse incluso para la realización de un examen. Hermanos que triunfaron en la vida, según le cuenta al narrador un antiguo maestro de religión que abandonó la docencia para trabajar como conductor de Metro, ganando el doble. Creo que la ironía está clara. La sátira a Pinochet, a la educación y a la moral de Chile son más que evidentes a lo largo de este facsímil.
En el siguiente texto, el narrador nos habla de su boda, y al hilo de la misma, y de sus anécdotas de borrachera y conversaciones banales entre amigos, se nos desvelan algunos detalles sobre las leyes que prohibieron el divorcio durante décadas en el pacato Chile católico.
El texto final consiste en una carta abierta al hijo, fruto de aquel matrimonio malogrado, abocado desde un comienzo al fracaso. Una carta desesperanzada y dura, en la que el narrador constata que la vida «consiste en conocer personas a las que primero amas y luego borras.»
Este libro es un testimonio inusual por su frescura pero que aborda con ironía y sinceridad grandes problemas que atañen al chileno contemporáneo y a cualquier lector actual. Un libro que nos muestra ese abismo generacional –qué generación no supone un abismo respecto a las colindantes- y que de un modo lúdico y directo nos apela a nuestra conciencia, nos hace ampliar nuestro campo de visión y reconocer que quizá no vivimos en el mundo que creemos habitar. Uno se cuestiona sobre el valor de la familia, sobre el peso que el individuo ha de soportar en la sociedad, sobre la infancia, el tiempo.
En estas aparentemente livianas páginas, en este juego de factura experimental, hay cierto desasosiego e inquietud rezumando.
El autor no ha conseguido sustraerse de todos los problemas que constituyen nuestra sociedad. La sociedad chilena en este caso, una sociedad que el lector español también reconocerá como suya: dictaduras, leyes opresivas y estúpidas y un abismo entre clases sociales que se vuelve insoslayable para el intelectual.
Quizá lo más aparatoso del volumen, sean las primeras partes, que si bien son de gran audacia experimental, pueden carecer de interés para un lector que busque una narración, un argumento, una novela al uso. Y lo más acertado de este Facsímil es esa mirada a la sociedad que se realiza desde el seno de la institución familiar, una institución que, según parecemos entender, es defectuosa porque quizá está regida por las mismas leyes que operan en el mundo hostil en el que prospera.

miércoles, mayo 27, 2015

La caída de la Casa Usher, Edgar Allan Poe

Trad. Francisco Torres Oliver. Nórdica, Madrid, 2015. 88 pp. 16,50 €

Victoria R. Gil

Hay libros que da gusto leer en papel y los pertenecientes a la colección ilustrada de Nórdica son de los que nunca defraudan. Las obras de esta editorial consiguen siempre esa conjunción perfecta entre dibujo y texto que demuestra su buen gusto y, sobre todo, la pasión que impulsa su trabajo y que se aprecia en cada nueva publicación. La caída de la Casa Usher no es una excepción y con este libro logra además que miremos con nuevos ojos uno de los cuentos más famosos de Edgar Allan Poe, analizado, desmenuzado y hasta psicoanalizado desde que viera la luz por primera vez en el número de septiembre de 1839 del Burton's Gentleman's Magazine.
La historia que narra es más que conocida para el aficionado a este autor norteamericano de vida azarosa: Un hombre del que ignoramos su origen, su ocupación y hasta su nombre responde a la llamada de socorro de un viejo amigo al que hace tiempo que no ve, Roderick Usher, quien, aquejado de «una postración física aguda, de un desarreglo mental que le agobiaba», reclama su presencia como el único alivio posible para su mal. Un mal, por cierto, cuya naturaleza ni el protagonista ni el lector llegarán a descubrir.
Narrado en primera persona por el amigo que responde a esa petición de ayuda, el relato comienza con su llegada a la residencia familiar de los Usher, una decrépita mansión que se alza sobre un lago en el que se reflejan sus «troncos desmembrados y ventanas de mirada vacía» como un personaje más con vida propia en un lugar donde queda ya muy poca vida.
El deterioro físico y mental del amigo sorprende al recién llegado, que durante días tratará de animarlo a salir del estupor en el que parece inmerso, provocado tanto por ese desconocido mal que lo aqueja como por la angustia que le causa la salud de su hermana gemela, Lady Madeline, cuyo estado físico es aún peor que el suyo.
En este universo aislado y sin contacto con el exterior, Poe describe la mansión con igual minuciosidad que dedica a presentarnos al último de los Usher. Es fácil creer que acaso los siglos de historia familiar, cargados de insania y oscuras pulsiones se han quedado prendidos de sus muros y supuran de tal modo que su influencia sobre cada nueva generación es inevitable. Porque «la estirpe de los Usher (…) no había dado nunca ramas duraderas; en otras palabras, la familia entera se prolongaba por línea directa de descendencia y, salvo breves e insignificantes variaciones, había sido siempre así».
El relato entero se nutre de la misma ambigüedad con la que Poe describe esta particularidad familiar, origen quizás de la tara que afecta a todos los descendientes sin que nunca se conozca cuál es, pero que apunta directamente a la endogamia e incluso al incesto entre los propios hermanos. Pero nunca lo sabremos con certeza.
Su inconcreción es uno de los principales aciertos de este relato angustioso, donde el lector irá de la curiosidad a la inquietud para llegar al sobresalto y el terror. Un camino que recorrerá también el protagonista antes de aceptar que el destino de la familia Usher estaba escrito desde hacía generaciones sin que nadie ajeno a ella pudiera evitarlo. Nada sabremos de las conclusiones a las que él llegará tras abandonar la mansión condenada. Poe prefiere dejar en nuestras manos la tarea de buscar más allá de la lánguida apariencia de los hermanos Usher, de su sensibilidad extrema y de los casos de catalepsia que padecen, las razones que oculta la familia, generación tras generación. Tal vez un incesto repetido, sí, pero quizás no sólo eso. ¿Existen los no muertos? ¿Se hereda el vampirismo como el color del cabello? ¿Provoca la enajenación mental un mal físico o, más bien al contrario, es la enfermedad del cuerpo la que termina por destruir el espíritu? Las turbadoras ilustraciones de Agustín Comotto que dan vida a La caída de la Casa Usher ganan fuerza cuando representan la mansión familiar y el desolador paisaje que la circunda; pero es con los dibujos de Roderick y Lady Madeline, con su apariencia espectral y acompañados en el caso de ella con ese puñado de ramas secas de un árbol genealógico que se ha quedado sin frutos, donde el artista logra su mayor escalofrío.
Afirma el editor en la contraportada del libro que ésta es una de las obras de Edgar Allan Poe más alabada por la crítica, considerada incluso por el propio autor como la más lograda entre todas las suyas. Esto, como todo, es cuestión de gustos. Entre la variada y magnífica colección de cuentos fantásticos que Poe nos ha dejado habrá quien prefiera El corazón delator, El gato negro o a la hermosa y fantasmal Ligeia. En mi caso, el mejor Poe siempre será el que alumbró a Auguste Dupin, pero sean cuales sean nuestras preferencias, esta nueva publicación de Nórdica es de las que merece la pena no perderse para seguir disfrutando del estremecimiento que siempre nos causa uno de los mejores cuentistas de todos los tiempos.

martes, mayo 26, 2015

La noche del ilusionista, Daniel Kehlmann

Trad. Helena Casano. Nocturna, Madrid, 2015. 190 pp. 14,50 €

Santiago Pajares


La noche del ilusionista es la primera novela de Daniel Kehlmann, escrita en 1997. 18 años después de su publicación nos llega de la mano de Nocturna Ediciones. El autor tuvo que esperar hasta su sexta novela en Alemania en 2005 para alcanzar un exito fulgurante con La medición del mundo, el libro más vendido en el país bávaro desde el célebre El perfume de Patrick Suskind. Gracias a este éxito podemos disfrutar ahora de esta primera novela escrita cuando contaba veintidós años de edad y era todavía estudiante.
Este es un libro curioso, vivo, que fluctua de lo que parece una novela juvenil a un realismo mágico y acaba en un relato introspectivo del protagonista, casi un tratado psicológico de la magia a través de los ojos de Artur Beerholm, quien ocupa las páginas de este libro.
Artur no ha tenido una vida sencilla. Adoptado por un buen matrimonio, es mimado por una madre amorosa hasta que ella fallece a temprana edad y su padre, un tanto frío y distante, decide que es más cómodo mandarle a un internado en Suiza para poder comenzar una nueva familia. Allí, sólo, Artur tendrá a través de los libros sus primeros contactos con los trucos de cartas y el ilusionismo. Desesperanzado por una primera y fallida actuación, trata de encauzar su rumbo a través de la teología y comienza a dar los primeros pasos para convertirse en sacerdote. Un chico que ha pasado toda su vida meditando, no encuentra mejor vía que la comunicón espiritual con su creador a través de la oración y una vida sencilla y contemplativa. Pero cuando todo parecía decidido y el camino de su vida ya iluminado, la magia vuelve a cruzarse en su camino. De una forma casi casual asiste al espectáculo de unos de los mejores ilusionistas de su tiempo, Jan Van Rode. Lo que verá en ese espectáculo cambiará su vida para siempre.
¿Que es el ilusionismo? ¿Qué es un truco, en realidad? ¿Somos capaces de traspasar esa frontera para elevarlo a la categoría de arte? ¿Existe de verdad la magia?
Artur Beerholm comenzará a estudiar ilusionismo con voracidad, practicando una y mil veces hasta que sus propias manos son capaces de hacer los trucos sin necesidad de pensar. Porque si de verdad quiere engañar a los demás, primero se verá obligado a engañarse a sí mismo. Cuando todos los espectáculos de la ciudad le han hecho un hueco a sus actuaciones, él lo dejará todo para buscar al que él considera su maestro, Jan Van Rode, y le pedirá que le enseñe todo lo que sabe.
A partir de ese momento, Artur Beerholm descubrirá el precio que hay que pagar para convertir el ilusionismo y los trucos en auténtica magia.
Hermosa y cuidada edición de Nocturna Ediciones.

lunes, mayo 25, 2015

Terrestre océano, Tere Susmozas

Torremozas, Madrid, 2015. 124 pp. 12 €

Miguel Baquero

Existen, en mi opinión, dos conceptos antitéticos, como son la poesía y el cuento —o mejor, el relato, luego explico el porqué de esta puntualización—. Ambos conceptos pueden tocarse, por supuesto: existen relatos llenos de pinceladas poéticos y existen libros de poemas que siguen una ligera línea argumental. Pero distinta cosa, me parece, es integrar por completo ambas modalidades, que yo siempre había pensado refractarias, en un mismo texto.
Esto es lo que considero pretende la madrileña Tere Susmozas en este Terrestre océano, título tomado de un verso de Neruda. Hacer del cuento no una forma, más o menos poetizada, del relato sino una forma renovada e integradora de ambas voces. Con independencia de su extensión: todos ellos en general breves, hay cuentos de una sola página, otros que ocupan casi una decena divididos en semi-capítulos…. Con independencia también del tema que traten, sea el amor, la soledad, el dolor… El factor unificador de este volumen de cuentos —y aventuro ya que de toda la carrera de la escritora que aquí comienza— es esa voz, ese estilo o ese género en que se funden relato y poesía.
Por el nutritivo y esclarecedor prólogo de Ángel Zapata me informo de que esta manera de narrar/poetizar se quiere llamar “neosimbolismo” y ya la practican otros cuentistas de prestigio en nuestro país y asimismo es el factor diferenciador en muchos concursos de cierta categoría. En resumen, se trata de una forma nueva, o renovada, en que el cuento crece en torno a un motivo —un grito en la noche, un sonido lejano, una caja abierta, un trino de pájaros y por supuesto la salida o la puesta de sol— y no crece desde el primer al último renglón, como venía siendo la costumbre, de forma lineal, alrededor de un eje argumental, sino que se esponja, toma volumen, se envuelve en torno al motivo. “Crepúsculo casi helado sobre un puente”, “Sonido cíclico que arrasa”, “Percepciones de lo ausente”, “Pájaros a la deriva entre constelaciones”…son algunos de los títulos que componen este volumen. Nadie busque en ellos relatos claros, diáfanos, de los de planteamiento, nudo y desenlace —que no porque sean los que más tiempo llevan practicándose van a ser los mejores, por cierto, en eso estoy de acuerdo— pero a cambio es verdad que se encontrará “imágenes en movimiento” —valga llamarlo así, pues no acierto a decirlo de otra manera; en fin, a lo propio de la narrativa me refiero— teñidas de un gran tono poético, de ese sobrecogimiento repentino y esa claridad que de pronto nos asalta cuando leemos un gran poema.
Cierto es que el objetivo de un buen relato es provocar esa misma sensación como conclusión de un texto, y el de una novela como final de sus páginas: conseguir que el lector ande durante un tiempo como aturdido por lo que acaba de leer, pero Susmozas —y es respetabilísimo—, ha optado por hacer de sus cuentos no un bloque de texto que nos vaya a fascinar como remate, sino una sucesión de pequeños golpes poéticos, de pinceladas líricas, de frases, eso es indudable, de primera categoría que nos va sugestionando poco a poco a lo largo de las páginas. Dudo si emplear aquí la metáfora del cuadro que para apreciarlo debidamente hay que alejarse varios pasos en contraposición a la miniatura o a la orfebrería que hace necesario arrimarse todo lo posible y hasta ajustarse en el ojo un cuentahílos para apreciar la innegable calidad.
En todo caso, de arte estamos tratando en ambos casos, y yo invito muy sinceramente a quien pueda leer esta reseña a que se acerque al libro de Tere Susmozas y entre en contacto —si, como fue mi caso, no lo conocía, o no lo conocía así denominado— con el “neosimbolismo”, y con su apuesta por conjugar poesía y relato y formar un nuevo tipo de cuento. Tendrá mejores o peores resultados —este libro está entre los primeros, creo—, pero siempre conforta ver que bajo la rígida mole de los best-sellers y los escritores anquilosados hay unas corrientes subterráneas de agua en movimiento.

viernes, mayo 22, 2015

Música para feos, Lorenzo Silva

Destino, Barcelona, 2015. 218 pp. 18 €

Pedro M. Domene

Algunas historias se convierten en todo un reto y pese a los tópicos literarios, como escribir sobre la vida y la muerte, el amor y el desamor, la paz o la guerra, auténticas ficciones que se han venido contando a lo largo de la Historia de la Literatura, ciertas novelas, como las de amor, vuelven una y otra vez, y bucean en otras aguas para no caer en los tópicos y surgen, de alguna manera, de la mano y voluntad de su autor como una propuesta diferente, con la suficiente imaginación y capacidad creativa como para interesar a un lector poco acostumbrado a dejarse llevar por un sensiblero romanticismo, o una melodramática visión de la vida en común, pero eso sí una acertada prosa acompañada de reflexiones que complementan esa atracción mutua que experimentan, en este caso, los dos protagonistas de la nueva novela de Lorenzo Silva (Madrid, 1966), Música para feos (2015), la joven periodista, Mónica y el enigmático hombre maduro, Ramón. Y para ellos, como tal vez otros muchos, nunca podían imaginar donde empezaría su propia historia de amor: se conocen en un sórdido local de la eterna noche madrileña, donde tanto ella como él parecen estar fuera de lugar, ninguno pasa por el mejor momento de su vida, ni en lo personal ni en lo laboral, y en el caso de Mónica tampoco ve visos de superación; Ramón es hombre de pocas palabras, metido en los cuarenta, solo observa y durante esa noche, y aun en los siguientes encuentros, se obstina en parecer un misterio para ella, y no le revela a que dedica su tiempo. Tras esa extraña noche y torpe de alcohol, tras una mínima comunicación, contra todo pronóstico, cuando se despiden, ella nota que algo extraño, algo que se le queda revoloteando en el estómago, dirá textualmente, algo que no había conocido antes, y cuando Ramón la despide, y ella percibe que la ha dejado plantada, y posiblemente tomado el pelo, se dice que todo está bien y, pese a todo, la vida sigue siendo bella y no puede considerarse infeliz del todo. Así que quedan en volver a verse una semana después, un encuentro pendiente del mensaje de confirmación que tendría que enviar ella, en su mano queda no volverlo a ver; sin embargo, siete días después se reencuentran y la química, a veces tan esquiva y caprichosa, parece que empieza a manifestarse plenamente.
El resto de la historia viene contada de primera mano por la voz de Mónica desgranando su relación con Ramón desde su segundo encuentro, y el escritor, con una sutil visión y conocimiento, poniéndose en la piel de la mujer, desarrolla el proceso de enamoramiento de dos personas que saben que incluso a contracorriente han tenido la suerte de encontrarse para ser felices. Y mientras avanza el testimonio de Mónica, el autor irá dejando algunas pistas para que el lector vaya aventurando el posible desarrollo de la historia y su destino final; eso sí, aderezado a lo largo del texto de buena música, bandas sonoras que cada uno intercambia en los momentos de ausencia, mientras Mónica espera y solo vive su definitivo enamoramiento a través de Skype o los whatsapp con la acertada propuesta de la música para cada momento.
Lorenzo Silva lejos de hacer del libro algo previsible, hará que su relato se convierta en algo hermoso, porque no quiere esconderse detrás de embustes literarios ni malabarismos innecesarios sino que imprime toda la luz posible a su historia, la dota de la música necesaria, sus protagonistas se alejan de esa mentira tan extendida en la sociedad actual y sostiene que la relación amorosa que nos está contando se nos antoja más cercana, sin duda más próxima, pero sobre todo auténtica. Al hilo de todo lo dicho, la imagen de dos personas solitarias y desencantadas, dos perdedores resignados, que hasta su encuentro han vivido en dos mundos dispares y muy diferentes, y según Silva solo el amor parece que los une. La música en estas páginas nos acompaña, poco importa como acaba todo, sus protagonistas sabrán que toda historia de amor hay que vivirla hasta sus últimas consecuencias.
Música para feos, se convierte en un relato honrado y noble; no hay impostura alguna, ni siquiera un excesivo sentimentalismo, resulta que la historia de Mónica y Ramón podría ser la de cualquiera, aunque eso sí en cuestiones de amor, no cabe la cursilería ni el ridículo más absoluto, nadie se muestra indiferente porque como dejó escrito y cantaba Amy Winehouse, Nuestro día vendrá/ y lo tendremos todo,/ compartiremos la alegría/ que solo puede traer el amor.

jueves, mayo 21, 2015

La buena vida, Sara Fratini

Lumen, Barcelona, 2015. 120 pp. 14,90 €






















María Dolores García Pastor

Mujeres sensuales de contundentes anatomías pueblan las páginas de La buena vida, el libro ilustrado de Sara Fratini. Chicas curvilíneas, sensuales y felices, sobre todo felices, pese a sus inseguridades y sus miedos. Porque los miedos pueden, si no vencerse, al menos aceptarse para vivir con ellos en armonía, ese es el mensaje que encontramos en este libro. Eso es lo que nos muestran las féminas que pueblan las páginas de Fratini. Son desinhibidas, imperfectas y naturales como la vida misma, y eso es, probablemente, lo que hace que resulten tan atractivas y hará que muchas lectoras se identifiquen con ellas.
Sara Fratini, es una artista plástica e ilustradora nacida en Venezuela que se formó en Bellas Artes en España y siguió su formación en Francia. En su país de origen existe una desmesurada obsesión por la estética y se ejerce una enorme presión social sobre la mujer para que sea perfecta. Los dibujos de esta artista nacen como una reacción frente a este tipo de imposiciones para convertirse en un canto de libertad y naturalidad frente a esas mujeres escuálidas y perfectas que promueven actualmente los medios en casi todo el mundo. Otros rasgo característico de las mujeres que pueblan La buena vida son sus abundantes y enmarañadas cabelleras dentro de las cuales se puede encontrar de todo y que, según la autora, simbolizan las cosas buenas y malas que vamos arrastrando.
Todo comenzó durante su Erasmus en Italia cuando abrió una página en Facebook para obligarse a dibujar cada día. Al igual que ocurriera antes con Agustina Guerrero y La Volátil, el éxito que tuvieron sus ilustraciones en la red llamó la atención de la editorial Lumen que también apostó por ella. Sus viñetas ironizan sobre temas tabús como la regla, la depilación…y las redes sociales han contribuido a que este tipo de ilustraciones se conviertan en algo cotidiano. Sus dibujos en blanco y negro con un toque de rosa van acompañados de textos muy breves en clave de aforismo, consejo o proverbio. Optimismo en estado puro para el día a día.

miércoles, mayo 20, 2015

Domingos de agosto, Patrick Modiano

Trad. María Teresa Gallego Urrutia. Anagrama, Barcelona, 2015. 162 pp. 14,90 €

Ignacio Sanz

Otra novela de Modiano, es decir, otra novela enigmática, opresiva. En este caso publicada originalmente hace treinta años, en 1986 y que ahora, al rebufo del premio Nobel que le acaban de conceder, sale en España en uno de los sellos que con más constancia se ha ocupado de difundir su obra. Por cierto, la traducción magnífica, ya que consigue mantener el halo de misterio y neutralidad que uno supone en la obra original.
Como en otras novelas de Modiano lo que predomina aquí es la atmósfera de misterio envolviendo a unos personajes desconfiados, espantadizos, temerosos, unos personajes de los que sólo a cuentagotas vamos sabiendo de su verdadero pelaje. Parece que en cada página puede ocurrir algo trágico, algo sorprendente en medio de un laconismo invernal. El lenguaje tiene la virtud de descubrir pero también de ocultar, de presentar los hechos envueltos por una veladura.
Modiano es un maestro de la novela policíaca. Aunque nada más escribir la palabra uno se pregunta: ¿es verdaderamente policíaca Domingos de agosto? Y es que también en los géneros Modiano se mueve en terrenos resbaladizos por más que en la contraportada se aluda a Simenon. Podría ser considerada una extraña novela de amor escrita bajo la influencia del cine negro americano. Aparecen referencias a un actor muerto por una bala perdida, pero en realidad se tratan de referencias lejanas al cogollo argumental, aunque alguna pista nos dan sobre la procedencia de un diamante conocido como la Cruz del Sur, cuya posesión codician todos los personajes. Lo que no cabe duda es que estamos ante una novela redonda o si se quiere circular que nos va arrastrando en medio de una atmósfera desangelada y fría.
El narrador, un fotógrafo enamorado de Sylvia, se ve envuelto en una espiral de acontecimientos que lo van arrastrando, como a nosotros, los lectores, por callejones oscuros en medio de la grisura invernal por más que la historia cronológicamente comience en pleno agosto como refleja el título. Pero no, lo característico, lo que deja una huella profunda en el lector es el invierno, la habitación desabrida en una pensión en Niza que obliga a la pareja a buscar refugios habitables en cafés heladores, en cines sórdidos, mientras esperan el acontecimiento definitivo que les libere y les lleve lejos, por ejemplo a Roma, una ciudad hospitalaria donde la pareja sueña una vida ajena a las preocupaciones mundanas. Pero, ah, las trampas, los engaños, las sutilezas de los hampones… No, creo que no puedo seguir, que aquí, que aquí debo poner punto final a la reseña de esta novela que describe con tanta maestría la sordidez y la codicia del género humano. Por algo, digo yo, los sabios de Estocolmo, le han tocado con su varita mágica a este escritor francés tan sobrio y penetrante.

martes, mayo 19, 2015

Diario del búnker, Kevin Brooks

Trad. Joan Josep Mussarra. Destino, Barcelona, 2015. 304 pp. 15,95 €

Victoria R. Gil

«Esto es todo lo que sé. Que estoy en una vivienda de techo bajo, rectangular, toda ella de hormigón encalado. Debe de medir unos doce metros de ancho y dieciocho de largo (…) No hay ventanas. Ni puertas. Solo se puede entrar y salir en ascensor».
Así da comienzo el diario que Linus, un chico de dieciséis años, decide escribir cuando descubre que se encuentra solo y encerrado en un búnker del que no hay forma alguna de escapar. Ignora quién y por qué lo ha secuestrado, pero servirse de la libreta que encuentra, uno de los pocos objetos a su alcance, quizás sea el único modo de conservar la cordura.
Tras anotar las primeras sensaciones, describir el lugar y recordar el modo en que fue capturado, la soledad de Linus llega a su fin con la llegada de Jenny, una niña de nueve años, secuestrada al igual que él y con la que compartirá encierro hasta que las seis habitaciones dispuestas en el búnker se van llenando una tras otra con otras tantas víctimas del desconocido demiurgo que a partir de entonces decidirá quién vive y quién muere en su reducido universo.
Esta historia bien podría ser el argumento de cualquier moderna película de psicópatas o de alguno de los capítulos de Mentes criminales, esa serie de televisión que reúne el mayor catálogo de los horrores que la mente humana sea capaz de imaginar. Pero no, se trata de una novela juvenil con un tema tan duro e impactante como el cine dirigido a los adolescentes hace tiempo ya que viene ofreciendo, pero al que la literatura se resiste, quizás porque los jóvenes van solos al cine, pero muchas de sus lecturas las eligen sus padres o sus colegios.
A Kevin Brooks le costó varios años publicar Diario del búnker porque a los editores ingleses les costaba aceptar que una novela como ésta fuese adecuada para un público adolescente. Finalmente, no sólo consiguió que la obra viera la luz, sino que el año pasado obtuvo el prestigioso Carnegie Medal, premio británico de literatura juvenil, un reconocimiento que difícilmente recibiría en España, donde la narrativa para estas edades está constreñida por el corsé de los valores.
Personalmente, cuando un libro juvenil se vende con la recomendación de poseer grandes valores, siempre me echo a temblar. Los valores son como Clint Eastwood aseguraba en La lista negra que son las opiniones: «como los culos, todo el mundo tiene alguna». Y no sólo es posible que mis valores no coincidan con los del editor, sino que cuanto más dirigidas sean las intenciones de una novela juvenil, menos le apetece al joven leerla. Recuerda este libro, en cierto modo, a Nada, de Jane Teller, no sólo por su historia tan alejada de los temas clásicos del género y por haberse visto envuelto en la misma polémica sobre las lecturas inadecuadas para nuestros hijos, sino por el éxito que está obteniendo, lo que quizás debería hacernos reflexionar sobre qué asuntos les interesan realmente a los más jóvenes.
En Diario del búnker vamos a observar, al igual que lo hace el propio secuestrador a través de las cámaras que vigilan cada rincón de esa cárcel, cómo seis personas sin nada en común deben compartir un espacio cerrado y pelear por sobrevivir en él un día más. Es en las situaciones extremas cuando sale lo mejor y lo peor de la naturaleza humana, aunque en el apartado de lo peor, la historia nos demuestra que aún no hemos tocado techo. En este caso, lo mejor lo encarnan precisamente los personajes más jóvenes, quienes se muestran siempre solidarios y colaboradores, y nunca renuncian a sus intentos de fuga. Entre Linus y Jenny surge, incluso, un afecto sincero, capaz de unirlos sin importar las circunstancias que los rodean. De los adultos, tan sólo Russell, que sobrepasa los setenta años, se encuentra a su altura. El resto sucumbe a las peores debilidades, al egoísmo y la autodestrucción hasta cumplir la máxima sartriana de que «el infierno son los otros». El interior del búnker se vuelve entonces tan peligroso como el exterior desde donde el desconocido les vigila.
Es una novela dura, ya lo hemos dicho, pero tal vez lo que más nos cueste aceptar sea su falta de respuestas. Los adultos aspiramos a encajarlo todo en un puzle perfecto que ofrecerle a nuestros hijos como la fórmula exacta de la felicidad: Pórtate bien y todos te querrán. Estudia y tendrás un buen trabajo. Esfuérzate y serás recompensado. Pero cuando la fórmula no da los resultados esperados nos quedamos sin repuestas. Y si algo nos recuerda este libro es que las reglas de tres no se aplican a la vida. Y que ésta no suele molestarse en darnos explicaciones por más que nos empeñemos en pedirlas.

lunes, mayo 18, 2015

Paisajes en la memoria, Carlos Manzano

La Fragua del Trovador, Zaragoza, 2015. 226 pp. 15 €

Pedro M. Domene

El hombre no es más que historia, y existe en cuanto es capaz de recordar a través de su pasado, y consecuencia obvia de su propia memoria, tras una existencia que oscila entre un presente que se convierte en pasado, y ese incierto futuro como proyección de ese límite mismo que nos impone la vida, y aunque no trascribamos textualmente uno de los pensamientos del celebrado Pierre Chaunu, nos sirve para situar, inicialmente, la última propuesta narrativa de Carlos Manzano (Zaragoza, 1965), Paisajes en la memoria (2015), o mejor el relato de ese cruce de caminos que se nos antoja la juventud, y que solo vislumbramos cuando en la madurez sopesamos el tiempo que hemos perdido. Y algo de esto le ocurre a Ricardo, un adolescente de diecisiete años que, inesperadamente, se verá envuelto en una relación con una mujer que le dobla la edad y lo lleva al paroxismo de una intensa iniciación sexual de la que peor parte se llevará el joven que no comprende aun los mecanismos que rigen el amor, un sentimiento que, con su madurez, Sara le explica, «enamorarse no resulta lo mismo que sentir amor». La extensa primera parte, “Paisajes del Sur”, se desarrolla en Zaragoza, bastante explicita, contiene imágenes y situaciones de extremado erotismo y suponen para su protagonista masculino, despertar a una realidad insospechada y, fundamentalmente, un primer y brutal aprendizaje.
Carlos Manzano es sociólogo de profesión y bastante/ mucho se deja notar en su texto porque ha escrito una novela de perspectivas humanas y sociológicas muy ambiciosas; de un lado la visión adolescente y casi erótica del amor desde la visión de un inexperto, y de otro, la de una mujer casada y adulta cuya contemplación no pasa de una vulgar promiscuidad sin importarle mucho el trasfondo, o su vida privada; pero que, sin embargo, servirá al joven protagonista para vivir en un intenso enamoramiento sus continuas relaciones sexuales a que se ve abocado desde la iniciativa de esta extraña y asombrosa mujer que provoca la situación inicial en su propia casa, y no parece esconder nada. La perspectiva que ofrece Manzano de la adolescencia es esa etapa de conocimiento y reconocimiento, como le ocurre al joven, de aspiraciones, de secretos y, por qué no, de insospechados flechazos, adornado todo con algo de romanticismo. Ricardo pasará pronto de la atracción al enamoramiento, aunque a lo largo de sus relaciones, eminentemente sexuales, Sara le recuerda que el amor está un poco más allá y no debe confundir su atracción con el amor de toda una vida, que es como lo siente el joven. Fría y calculadora, Sara no esconde que puede tener otras relaciones, con un indeseable como Sabater, y después, con Abdul, el moro que su amigo Damián y él mismo habían socorrido en alguna ocasión anterior. Imprudente e impulsivo frente a la visión que esta mujer tiene de su vida amorosa, un joven celoso rompe esa tensión sexual que mantiene y quiebra la fidelidad que había mantenido con ella dentro de su extraña relación; es entonces cuando decide dar un asombroso paso, entrevistarse con el marido; un hecho que romperá la armonía orquestada por esa mujer madurada, la linealidad del relato y dará pie a esa segunda parte de la novela, y que Manzano titula, “Paisajes del Norte”.
Diecisiete años después, la acción se sitúa ahora en la ciudad alemana de Fráncfort, donde ya un maduro Ricardo tiene un trabajo, bien retribuido y no demasiado exigente como banquero, y finalmente ha roto con su pasado, vive en un modesto apartamento, y su vida sexual queda relegada a esporádicos encuentros con alguna compañera de trabajo; un día sorprende a dos adolescentes erasmus hablando español y parece que una de ellas le recuerda la voz de Sara, aunque no existe posibilidad alguna de una confusión, su antigua amante rondaría la cincuentena entonces. Lucía, una de ellas, se identifica y convierte en foco de atención porque el destino ha querido que esta jovencísima a quien un día conoció de niña, le justifique los años previos perdidos, y además lo ponga al día de la familia Contreras: sabrá que Sara ha muerto, y el marido vive al frente de una sus empresa, a la joven le quedan unas semanas de estancia en Alemania y tras unos esporádico encuentros que justifican la indiscutible introspección con que le narrador dota a su protagonista, acaba todo como ese proceso vivido a base de recuerdos y en los que la memoria se convierten en una episodio más de su propia historia personal, sobre todo cuando el pasado queda relegado finalmente. Y la realidad misma se convierte para él en un problema; o tal vez, son esas ideas acerca de la realidad las que le crean el problema, y solo cuando la afronta, de vuelta a Zaragoza, y dispuesto a coger un autobús a Guadalajara, entonces logrará comprender que puede empezar a vivir el momento.

viernes, mayo 15, 2015

Una última cuestión, Carmen Moreno

Cazador de Ratas, El Puerto de Santamaría, 2015. 331 pp. 15 €

Salvador Gutiérrez Solís

Prosigue la jovencísima editorial gaditana Cazador de Ratas ofreciendo nuevos y sugerentes títulos, con un denominador común: la calidad. Una última cuestión, de Carmen Moreno, es el mejor ejemplo para ilustrar la afirmación. Una autora que conocimos gracias a su vertiente poética, donde no tardó en mostrarse como una personalísima y sugestiva voz a tener muy en cuenta. También la hemos conocido en su faceta de dinamizadora y comunicadora cultural, merced a su colaboración con multitud de eventos e instituciones, en muy diferentes actividades, todas ellas llevadas a cabo con gran eficacia y pasión. Y desde hace pocos meses, Carmen Moreno nos muestra una nueva faceta: narradora.
Su debut se produjo en 2014 con Principito debe morir, una relectura futurista del clásico de Saint-Exupéry, en el que esta autora gaditana demuestra no temer los riesgos y, sobre todo, no estar encasillada en un género en concreto, como tampoco en las técnicas y lenguajes a emplear. Y así, en Una última cuestión, el título que nos ocupa, se adentra en la novela negra. Pero, tal y como exhibió en su primera obra narrativa, Carmen Moreno asume riesgos y se aleja de la “novela negra al uso”, esa a la que nos estamos acostumbrando con tanta frecuencia, en los últimos tiempos, desgraciadamente, donde se repiten tramas y personajes. En Una última cuestión, Carmen Moreno se abraza al género, demuestra en cada línea que no le es un lugar extraño, no transita de puntillas, temerosa de caer en cualquiera de sus trampas, todo lo contrario. Cumple con lo que podríamos definir como ‘decálogo’ del género, es respetuosa, pero esto no impide que aborde un sinfín de temas, como son la actualidad de nuestros días, las nefastas consecuencias de esta interminable crisis, la obsesión por la fama y el dinero fáciles y, sobre todo, la desigualdad de género.
Carmen Moreno visibiliza esas mujeres coraje, que no se amedrentan ante las adversidades, y que suelen ser invisibles en nuestras vidas y, por tanto, también en la Literatura. Verónica Lago, la indiscutible protagonista de la novela, y que tanto nos recuerda a una célebre actriz de los años dorados, representa en gran medida a ese prototipo de mujer invisible que Carmen Moreno coloca sin pudor bajo los focos. Igualmente, Una última cuestión rezuma cotidianidad. Y es que lejos de esa novela negra que nos muestra secuencias y personajes que escapan del decorado de nuestros días, Moreno no duda en incorporarnos a su trama, consiguiendo que desde el principio, sin artificios, de manera natural, nos sintamos identificados con lo que leemos.
En Una última cuestión hay multitud de referencias cinematográficas, esencialmente, musicales y literarias, que la autora emplea, más allá del homenaje, como comodines sobre los que asentar la trama. Un ejemplo muy concreto es el de la protagonista, Verónica Lago. Y también hay grandes dosis de humor, que nace de esas escenas que nos son tan familiares, que tan bien nos definen, y que son habituales en nuestras vidas. Humor, en muchos casos, que también funciona como denuncia, ya que nos muestra ese lado grotesco que cada uno de nosotros poseemos y que descubriremos si le dedicamos unos minutos a contemplarnos en nuestro espejo interior.
El que Una última cuestión se trate de una historia coral no se traduce en la indefinición de los personajes. Definidos perfectamente, todos juegan un papel esencial en el conjunto de la historia, como precisas teselas en el mosaico humano que Carmen Moreno consigue componer. En definitiva, una novela repleta de matices, sustentada sobre una trama muy sólida e inteligente, que consigue captar nuestra complicidad desde el primer instante y que nos muestra que la novela negra puede transitar, sin resentirse, por espacios muy diferentes a los que nos tienen acostumbrados.

jueves, mayo 14, 2015

Invasión, David Monteagudo

Candaya, Canet de Mar, 2015. 192 pp. 16 €

Pedro Pujante

A estas alturas resulta innecesario presentar a David Monteagudo (Lugo, 1962), un autor que cosechó gran éxito con aquella novela de corte postapocalíptico titulada Fin, que llegó a ver su versión cinematográfica. Es autor de otras novelas –Brañaganda o Marcos Montes-. Invasión es su último trabajo.
El argumento de este relato es en apariencia sencillo. A García, un hombre anodino cuya vida sentimental hace aguas desde hace ya algún tiempo, comienza a sucederle algo de lo más extraño. De pronto empieza a ver por las calles, a gigantes paseando, como aquel hidalgo con los molinos. ¿Está García loco? ¿Existen gigantes y tan solo él los percibe? Las visiones se van haciendo más y más insistentes y frecuentes. A estas ¿alucinaciones? se suma una cantidad de extrañas obras, obras en los edificios, obras de remodelación urbanística que no parecen responder a ninguna lógica que están transformando la fisionomía de su ciudad.
Acude al psiquiatra, toma la debida medicación, habla con comprensivos amigos y escapa unos días de baja laboral a casa de un familiar. Pero las visiones de gigantes no se diluyen, sino que aumentan. Incluso, su pareja y algunos amigos íntimos aparecen ante sus estupefactos ojos como seres demencialmente enormes… ¿Qué está sucediendo? ¿Está la realidad sufriendo un cambio inesperado, seres de otra dimensión, fisuras con otro mundo, paranoia, invasión…?
Estas preguntas y todas las que el lector se pueda hacer al respecto flotan en el aire, y son la verdadera historia no escrita, el sustento de este enigma literario que Monteagudo nos propone. Un interrogante alargado magistralmente durante casi doscientas páginas (quizá alargado hasta el infinito) es Invasión. Todorov valoraba la narración fantástica por la vacilación de los protagonistas compartida con el lector. Sin duda, la duda, la incógnita son los puntos fuertes de este relato en el que en ningún momento sabremos a ciencia cierta qué es lo que está sucediendo, qué va a suceder.
Monteagudo demuestra en esta novela un gran dominio del lenguaje. Mantiene el tipo y hace que el lector esté intrigado durante toda la lectura. Asistimos al conflicto psicológico del protagonista, a los recovecos de sus pesquisas mentales y nos aferramos al libro con la esperanza de atisbar una respuesta, una pista que nos indique por qué camino nos conducirá el narrador. Pero este es implacable. Nos esconde sus secretos y nos obliga a leer, a leer, a leer. ¿Qué más se le puede pedir a un libro?
Como decía, de escritura bien calibrada, con un argumento original y planteado al modo clásico (narrador en tercera persona que entra en la mente del protagonista), somos testigos del examen minucioso de una perplejidad, la de García. Los límites que separan la locura de la cordura, la realidad de la alucinación se difuminan; la frontera que se halla entre lo fantástico y la simple quimera es volatizada a cada momento en esta novela. Una novela que avanza a un ritmo constante. Monteagudo dosifica sabiamente la información, escamoteando los detalles que considera necesarios, haciendo que la presión vivida por García se contagie y que la angustia que impera en Invasión sea el ingrediente secreto que la convierte en un thriller narrativo de gran tensión y mucha calidad.

miércoles, mayo 13, 2015

Horror Vacui, Paula Lapido

Salto de Página, Madrid, 2014. 304 pp. 17,90 €

Victoria R. Gil

Tras su libro de relatos Teoría de todo, finalista del Premio Setenil en 2010, y de haber participado en varias antologías de cuentos durante los últimos años, Paula Lapido publica Horror Vacui, una ambiciosa narración de obsesiones y engaños a medio camino entre la novela negra y la psicológica. De la primera no le faltan los personajes misteriosos, la seductora mujer fatal y, por supuesto, los asesinatos. De la segunda, el protagonista atormentado, en este caso, por el vacío de un pasado que no puede recordar, lo que le obliga a colmar con dibujos otros vacíos a su alcance, ya sean de papel, de ladrillos o de piel humana.
Isaac es un tatuador huraño con poco trabajo y aún menos vida social, que malvive en un cuchitril en el que ocasionalmente se aventura algún cliente. Pero las limitaciones materiales no le quitan el sueño, está demasiado ocupado contando escamas, las trescientas cuarenta y cinco exactamente que tiene el pez que dibuja una y otra vez con una compulsión agotadora. Lapido transmite con precisión el caos de su mente torturada, un caos que ya nos asalta, por cierto, desde la misma cubierta del libro, un maremágnum de peces tan inquietante como abrumador, ilustrada por Javier Jubera: «Peces. Peces. Una escama, dos. Escamas. Lagartos. Peces. Peces. Se descubrió a sí mismo reproduciendo de nuevo el gesto de los dedos de Antonia. Un movimiento por cada paso de ella. Clac. Pulgar-índice. Clac. Pulgar-Corazón».
Tras la noche en la que Isaac descubre el cadáver de un hombre degollado sobre la acera, su solitaria vida dejará de serlo, aunque cada nueva persona que conozca resulte aún más extraña que la anterior: la hermosa mujer que le encarga un trabajo imposible; el constructor de autómatas; la fabricante de pelucas de edad indefinida, o el vagabundo que necesita tener siempre dos cosas diferentes en cada mano. Este insólito catálogo de personajes y las situaciones en que se ven envueltos, que Isaac no siempre logra comprender, evocan por momentos ese país maravilloso de Alicia en el que la mujer más bella puede ser también la reina más sanguinaria y donde nada es lo que parece, empezando por la propia Alicia.
Aunque Paula Lapido se sirva de la intriga para mantener atrapado al lector en la resolución del crimen, el verdadero enigma que debemos resolver es el que representa Isaac, cuya memoria asemeja ese lienzo en blanco que necesita imperiosamente llenar. De su pasado no conserva más que los últimos diez años, ocupados en tatuar cuerpos humanos y dibujar peces de trescientas cuarenta y cinco escamas como si la exactitud de su diseño fuera el único medio de recobrar la memoria. El vacío constante en que vive alcanza a todos los ámbitos de la novela, incluido el geográfico, ya que ni un nombre ni una descripción nos permiten reconocer la ciudad o el país en los que transcurre la acción, que hasta los nombres de los personajes sugieren orígenes diversos: Alois, Emil, Otto, Maurice, Nancy…
Esa nebulosa deliberada, reflejo de la bruma que rodea al protagonista, llega a resultar casi alucinógena cuando las obsesiones de Isaac arrastran la narración a situaciones que tanto pueden ser reales como sólo un producto de su mente trastornada. O un sueño. O un recuerdo que pugna por volver.
El editor destaca en la contraportada de Horror Vacui los guiños de la autora a Philip K. Dick, y a David Lynch. Del primero es imposible no pensar en su novela corta ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? y en la película que la hizo famosa en todo el mundo, Blade Runner, donde ni siquiera el mismo cazador de androides puede estar seguro de su propia naturaleza. Del Lynch de Blue Velvet reconocemos su atmósfera onírica, casi de pesadilla, en la que todos sus personajes parecen abocados al desorden emocional y al desequilibrio mental.
Es muy de agradecer el riesgo que Paula Lapido asume con esta obra tan alejada de complacientes rutas narrativas, que destaca sobre todo por su honradez y por su empeño en recorrer los caminos más tortuosos de la mente humana con un estilo propio y muy trabajado. Su Isaac se suma ya a la interesante nómina de antihéroes empujados a resolver no un simple crimen, sino incógnitas mucho más urgentes como la de la propia identidad.

martes, mayo 12, 2015

La volátil, Mamma mia!, Agustina Guerrero

Lumen, Barcelona, 2015. 144 pp. 14,90 €

María Dolores García Pastor

En 2012 Agustina Guerrero, diseñadora gráfica y dibujante argentina, sufrió un robo en su domicilio. Los cacos se llevaron su ordenador con el trabajo de varios meses en el disco duro. En vez de frustrarse, Agustina echó mano de “la Volátil”, personaje autobiográfico que había inventado un par de años antes para protagonizar su diario íntimo ilustrado. No se le ocurrió otra cosa que crearle un blog que rápidamente tuvo gran difusión y repercusión y miles de seguidores ante el asombro de la madre de la criatura.
Tras el éxito de Diario de una volátil, publicado en varios idiomas y que ya ha alcanzado en España su quinta edición, llega La volátil, Mamma mia! De nuevo la protagonista, como el propio título indica, es la volátil, el alter ego de su creadora, una treintañera tímida, insegura y muy expresiva a través de la que esta ilustradora satiriza, entre otras muchas cosas, sobre su propia timidez y volatilidad.
En esta nueva entrega de la volátil, que camina a la par que su autora, la protagonista se queda embarazada y nos sumergimos con ella en unas páginas llenas de mareos, líquido amniótico, antojos, inseguridades, preocupaciones y muchas risas. Sigue siendo la misma con su ya clásico jersey de rayas, sus pantalones negros y su moño despeinado sujeto por un palito. Pero ahora, con las hormonas en danza, es mucho más volátil que en su primera aventura, si es que eso es posible.
El libro se divide en los tres trimestres que dura el embarazo y comienza con una especie de prólogo, ilustrado, por supuesto, llamado “El gran test”. Estaremos presentes en el mágico momento en el que la volátil se hace su test de embarazo y a partir de ahí viviremos con ella y su pareja la gran aventura que es el periodo de gestación hasta el momento de las contracciones y de la carrera hacia el hospital. Cuenta Agustina Guerrero que el libro fue narrado en tiempo real según le iban sucediendo las cosas aunque añadió el color cuando ya tenía a su bebé en los brazos. Un libro entretenido y divertido, pero también muy recomendable para desmitificar y quitarle hierro a muchos aspectos del embarazo. Imprescindible para parejas que afrontan “la dulce espera”.

lunes, mayo 11, 2015

Mi marido es un mueble, Esteban Gutiérrez Gómez

Lupercalia, Alicante, 2015. 142 pp. 12,95 €

Miguel Baquero

Tengo al madrileño Esteban Gutiérrez Gómez por uno de los mejores practicantes y teóricos del cuento que existen en la actualidad en nuestro país. Novelista también, y poeta (bajo el seudónimo de Baco), sus relatos han sido publicados en numerosas revistas, antologías, especiales; el mismo ha sido el coordinador de varias antologías, impulsor del “Manifiesto por el cuento” y la jugado un papel primordial en la creación de la revista “Al otro lado del espejo”, dedicada en exclusiva al relato. Tan fructífera carrera, podríamos decir, “cuentista” aún no había sido culminada con la publicación de un libro en solitario; una circunstancia a la que ahora viene a poner remedio este Mi marido es un mueble que, tras varias vicisitudes y accidentes, ha acabado viendo la luz en la joven editorial Lupercalia, un sello donde ahora mismo se están acogiendo un buen número de escritores con una voz firma y ganas de decir.
Lo primero que sorprende, y muy gratamente, de este volumen es su coherencia, su rotundidad. No encuentro otra manera de expresar lo siguiente: hay escritores que toman un libro de relatos como una oportunidad (sobre todo si son primerizos, o es el primero que publican) donde “meter” todo lo que han escrito y les parece de merito, donde mostrar todo su trabajo aunque los cuentos sean dispares en el tema o en el tratamiento. No es este el caso, desde luego, aunque no me cabe duda de que Esteban Gutiérrez Gómez tendría decenas, o centenares de cuentos magníficos a rescatar y con los que formar un libro voluminoso. Sin embargo, ha tenido la intuición, o seguramente el oficio, de entregar a la imprenta un libro centrado en un tema…. visto desde múltiples aristas, desde luego, tantas (17) como cuentos hay, no es desde luego el mismo relato (que también ocurre así en algunos libros) escrito diecisiete veces. Cada uno tiene un tono, unos protagonistas bien diferenciados, forma un pequeño mundo, pero todos tienen como tema unificador; el del matrimonio.
El matrimonio no como la culminación clásica de ese “y comieron perdices” en que acababan antes los cuentos, sino el matrimonio en sus días finales, o mejor: críticos, cuando la pareja se tambalea, cuando el amor parece haberse extinguido… o no, no es una apariencia, se ha extinguido de verdad. Cuando la rutina, a veces, da paso a los reproches, los reproches al rencor… y del rencor incluso alguna vez se salta al odio. El matrimonio, en definitiva, como espacio de confrontación, para lo bueno y para lo malo: este es el lugar que radiografía Esteban Gutiérrez Gómez con una técnica literaria intachable… pero eso casi que se daba por descontado en alguien de su excelente trayectoria.
Aunque en numerosas ocasiones ese alarde técnico te sorprende. Lean, por favor, el relato titulado “Miedo”: tiene uno de los mejores finales de cuento que uno ha leído nunca.
Pero, como decía, técnica depurada, intachable aparte, Mi marido es un mueble es un excelente libro de relatos porque en él demuestra el autor tener lo que ya Larra señalaba como imprescindible para quien quisiera escribir, y es un conocimiento profundo del corazón humano. Los personajes que perfila Esteban Gutiérrez Gómez en este libro de cuentos son, del primero al último, personajes vivos, comprensibles (no confundir con disculpables) aun cuando estallan en ferocidad, sus mínimas tragedias parecen no haber sido inventadas, sino vividas por el mismo autor; no he hallado un solo carácter increíble, paródico, falto de definición; es toda gente viva a la que casi oímos respirar en las páginas. Unido todo ello (la verosimilitud de cada párrafo, la técnica de cada cuento, la unidad del conjunto), Mi marido es un mueble supone uno de los mejores libros de relatos publicados en los últimos tiempos.

viernes, mayo 08, 2015

Monasterio, Eduardo Halfon

Libros del Asteroide, Barcelona, 2014. 128 pp. 13,95 €

Pedro Pujante

Cuando no tengo demasiado claro a qué género pertenece el libro que estoy leyendo siento una especie de felicidad, de complicidad con el autor y reconciliación tácita con la propia lectura. Esto me ha ocurrido con Monasterio, de Eduardo Halfon (Guatemala, 1971). Un autor hispanoamericano de ascendencia judía. Estos datos no resultarían relevantes si no fuese porque en esta novela, de corte testimonial, a mitad de camino entre la ficción y la autobiografía, nos relata algunos de los episodios que un tal Eduardo Halfon vivió. Un viaje a Jerusalén para asistir a la boda de su hermana.
Es a raíz de este viaje transoceánico y transcultural cuando la memoria comienza a independizarse del proyecto narrativo, y opera de forma involuntaria. A media voz, se entremezclan los eventos que le suceden en su aventura por el convulso Oriente Próximo con los retazos de la memoria. Y es quizá visto de esta manera el viaje físico una mera excusa para hablar y contar lo que pasa por la cabeza del narrador en ese otro viaje que también es recordar. Aunque todos estos apuntes se dirigen y rondan un tema común: la identidad difuminada en la masa familiar, la cultura heredada frente a la independencia adquirida, el choque entre culturas, el pueblo judío y su folklore. Se interroga Halfon (narrador, personaje, autor, no estamos muy seguros) sobre su propio origen, sobre la pertenencia a una raza mediante la deuda de la sangre. Sobre aquellos episodios, al parecer anodinos, de la niñez, de la juventud. La familia y la tradición como lastres insoslayables.
Son estas páginas unas memorias sutiles, susurradas casi, en algunos momentos cargadas de emotividad y lirismo, pero sin caer en lo patético ni en lo sentimental. Un mirar lúcido y sincero es la mejor herramienta para rebuscar en el pasado, para adentrarse en los resquicios que la memoria logra percutir en la propia existencia.
Entre los más vívidos recuerdos, Halfon recupera la muerte del abuelo, un viaje a Polonia, un antiguo amor que el destino parece quererle volver a regalar.
El narrador se muestra un hombre sencillo que analiza su paso por la vida sin acritud, con una falta de moral que consigue, como ya hemos apuntado, hacer que el relato se escuche con nitidez, sin estridencias y frialdad cercana (si es que esto es posible).
Quizá escribir sea una forma de redimirnos. Como dice el propio narrador, ‘cada persona elige cómo quiere salvarse.’ Quizá Eduardo Halfon haya elegido escribir estos fragmentos de su memoria para poder usarlos algún día como tabla de salvación en el mar inexorable de la vida, del olvido, de la pérdida. O quizá, como hacen algunos de los personajes que se mencionan en el último tramo del libro, su salvación consista en renunciar a ser él mismo, ser otro, intercambiar la identidad para poder ser uno mismo. Para sobrevivir.

jueves, mayo 07, 2015

Distancia de rescate, Samanta Schweblin

Literatura Random House, Barcelona, 2015. 124 pp. 13,90 €

Ariadna G. García

Nuestra civilización industrial se consume, y pretende arrastarnos al abismo con ella. De mil modos. Uno consiste en mermar nuestra capacidad reproductora. La contaminación, los transgénicos, los pesticidas tóxicos o el ritmo acelerado de nuestras existencias están infertilizando a la humanidad, al menos en los países más desarrollados. No hay más que ver y oír la cantidad de anuncios de clínicas de reproducción asistida para constatarlo, no hay más que hablar con familiares y amigos para ver el alcance del drama. Pese a todo, con dinero y ánimo, salimos adelante. La mayoría. Pero ahí no acaban los problemas, sino que empieza una nueva ronda de incertidumbres y de inseguridades. Las madres y padres del siglo XXI han de enfrentarse a enemigos invisibles que acechan a sus vástagos. De poco importa que unas y otros calculen la distancia de rescate necesaria para socorrer a sus hijos en caso de emergencia. Porque hay amenazas que no se pueden ver. Muchísimas. Desde la vida virtual on line y las redes sociales, al aire que respiramos, o al mercurio espolvoreado en los peces que nos comemos. Así, la maternidad y la paternidad convierten a las mujeres y a los hombres en seres vulnerables. Más que nunca hasta ahora. Se vive con el miedo. Miedo a la malformación del feto, al cambio brusco y repentino del carácter de nuestro descendiente, a la destrucción del vínculo sentimental, y a la pérdida física. Pues de esa gradación del pánico, precisamente, nos habla Samanta Schweblin en su primer relato extenso, que sin ser una obra de terror, flirtea con el género.
La obra se sostiene por medio del diálogo entre dos personajes: David (un niño de 9 años) y Amanda (madre de Nina -una niña de 3- y amiga de Clara -la madre del primero-). Ambos interlocutores invierten sus roles sociales, siendo el niño quien guía la conversación, plantea las preguntas, y elige y descarta los temas a tratar. La función de David, por tanto, es metadiscursiva, pero sobre todo, es el encargado de imprimir ritmo a la historia, de dotarla de un carácter de urgencia, de generar tensión en los lectores. Amanda, a su vez, será la responsable de la narración de los hechos que la tienen postrada en una cama, convaleciente. Este diálogo-marco, por otra parte, activará una segunda intriga, donde Clara –la madre del niño– asumirá el rango de para-narradora de un accidente previo al que nos ocupa.
Poco más se puede decir de una obra tan breve (124 páginas, la letra generosa) sin delatarla. Sólo añadiré que su autora –argentina de nacimiento– conoce sobradamente los cuentos de Ignacio Quiroga y Julio Cortázar, es decir: sabe cómo introducir ya no la fantasía –que también–, sino el horror en nuestro mundo cotidiano. La huella de Carlos Fuentes y Juan Rulfo también marcan la páginas del libro, de lectura inquietante y perturbadora.

miércoles, mayo 06, 2015

Cromáticas, Jorge Zentner y Rubén Pellejero

Astiberri, Bilbao, 2015. 64 pp. 16 €

Jaime Valero

En el albor de la década de los 80 del siglo pasado se formó uno de los tándems más interesantes del cómic contemporáneo en habla hispana. Se trata del formado por el guionista argentino Jorge Zentner y el dibujante español Rubén Pellejero, quienes dejaron su impronta en cabeceras míticas de la época como Cimoc y Cairo a través, primero, de historias cortas, y posteriormente con la gestación del carismático aventurero Dieter Lumpen, cuyas vivencias ocuparon cinco álbumes recopilados recientemente por Astiberri en un volumen integral. Zentner se perfiló como un guionista capaz de condensar muchísima información en apenas unas pocas páginas, de describir situaciones y personajes con una envidiable economía narrativa que busca la complicidad del lector para completar las lagunas y terminar de dar cuerpo a las historias que surgen de su mente. Por su parte, Pellejero es un dibujante portentoso que aúna en su pluma las influencias de clásicos norteamericanos (Alex Raymond, Milton Caniff) y europeos (Hugo Pratt, Jacques Tardi), para quien la creación de atmósferas no tiene ningún secreto, tanto en el blanco y negro de sus comienzos como en la rica paleta de color que cultivó a partir de mediados de los 80.
Cromáticas, el álbum que hoy nos ocupa, recoge cinco historias cortas que ambos autores realizaron a principios de los 90, en el lapso de tiempo que separó la última aventura de Dieter Lumpen de su siguiente obra larga, El silencio de Malka. Un lapso de tiempo que se alargó debido a la dificultad para encontrar editor, y en el que, claro está, también había que pagar facturas y llenar la nevera. Esa deriva económica fue el detonante que hizo surgir estas cinco historias que atestiguan la versatilidad de ambos autores, puesto que cada una ofrece temáticas, enfoques y personajes totalmente distintos entre sí. El nexo que las une es el color, de ahí el título de este recopilatorio, ya que en cada una de ellas predomina un color diferente, desde el azul en la emotiva “Blues”, que cuenta la caída en desgracia de una diva de la moda llamada Zualha a través de los ojos de un pez, hasta el rosa de “The Pink Neon”, una suerte de homenaje al cine negro de los 40 y los 50 con un misterioso asesinato en el que, al contrario de lo habitual en el género, lo más importante no es su resolución. Otro punto de cohesión entre estas historias tan aparentemente dispares es la irrupción de lo fantasioso e irreal en la vida cotidiana, como el niño que parece controlar el mundo desde sus maquetas ferroviarias en “Nieve”, o el asceta que intenta congelar el tiempo en “Le Mont Blanc”. Por último, esa economía narrativa de la que hablábamos antes, ese talento para construir un todo a partir de escenas fragmentadas, alcanza su culmen en “Gris y rojo”, la historia que cierra este volumen.
Pese a su brevedad, apenas 10-12 páginas por historia, cada una de estas narraciones nos ofrece un microclima historietístico completo, un desfile de personajes complejos y una estructura narrativa que nos obliga a la relectura para sacar todo el jugo posible de cada uno de estos cinco relatos en viñetas. Cromáticas, por su perfecta comunión entre guionista y dibujante, donde cada página está repleta de detalles para el lector atento, nos recuerda que cuando se suprime lo superfluo y se potencia lo esencial, el resultado es inmejorable.

martes, mayo 05, 2015

Personajes secundarios, Manu Espada

Menoscuarto, Palencia, 2015. 100 pp. 12 €

Miguel Baquero

Largo tiempo, me consta, ha estado este libro pendiente de salir, desde que el autor firmó su publicación. Por diversas circunstancias, Personajes secundarios, el cuarto libro de relatos de Manuel “Manu” Espada (Salamanca, 1974) —tras El desaguace, Fuera de temario y Zoom—, no acababa de ser entregado a la imprenta, mientras su autor, poco a poco, iba acumulando premios, concursos e incluso aparecía mencionado entre los mejores microcuentistas en la antología de Cátedra. Mientras, en resumen, Manu Espada se convertía en un nombre de referencia actual dentro del hiperbreve.
Ahora, al fin, sale este Personajes secundarios y para sorpresa del reseñista no se aprecia en ninguna página del libro que nos encontramos ante un producto tempranero del escritor, sino que en todas las páginas se nos muestra a un autor maduro, que sabe lo que está haciendo y tiene muy claro a dónde quiere ir, que quiere transmitirnos, con su libro. Este Personajes secundarios se encuentra armado en torno a una figura, la de Daniel, el hijo del escritor, a quien en determinado momento se le diagnosticó una variedad del autismo por la que, le dijeron a su padre, era posible que no consiguiera hablar, expresarse con palabras.
A partir de ese día, Daniel comenzó a llevar un “libro viajero”, donde le iban apuntando con ilusión de futuro los momentos de su vida, como la primera vez que montó en bicicleta o que aceptó un abrazo… hasta que en un determinado momento el niño “dio agua. Se escuchó a sí mismo y le brillaron los ojos…”.
Personajes secundarios no es, por supuesto, la transcripción de ese libro íntimo y personal que a partir de ese primer “agua” es de suponer que continúa sucediéndose día a día. “Personajes secundarios” es el libro donde el padre de Daniel, Manu Espada, fue escribiendo sus esfuerzos porque esa primera palabra surgiera de un insondable fondo. No es un libro fechado, ni minutado, no se trata de observar científicamente una progresión —aunque el libro se halle dividido en tres partes, metáfora de la evolución de Daniel: ”Silencio”, primero; “Ruido”, después; “Palabra”, al final—. Por el contrario, se podría decir que “Personajes secundarios” es el mapa de la estrategia seguida por el autor para traer a ese niño al mundo de la palabra y el sonido como forma de expresar sus sentimientos.
Para ello, Manu Espada empleó, sencillamente, la imaginación. Y la inteligencia. Imaginación para que surgiera la idea; inteligencia para realizarla: es decir, para tomar cuantas historias infantiles se encontró, cuántos personajes famosos consiguió recordar, cuantos estereotipos, cuantas escenas trilladas, cuantas frases hechas pudo encontrar a su alrededor... y luego descomponerlas todas ellas, tratarlas como en un juego, encontrar las numerosas, numerosísimas versiones distintas que puede tener una historia. Tomar también la tipografía, y hasta los sonidos, y sacar de ellos el máximo juego mediante el juego: imaginar, por ejemplo, un relato construido solo con la letra E, o un personaje prisionero de las páginas, o uno que se mueve del principio al final con una velocidad increíble…
Jugar con el lenguaje, con el sonido, con el grafismo, y por último con la literatura para enseñarle a un niño este mundo que le está esperando lleno de signos y rasgos torcidos que, sin embargo, significan algo. Y de paso que Daniel entiende, nosotros, los lectores, también asistimos fascinados a ese juego y hasta en alguna ocasión nos gustaría sumarnos al pequeño grupo de padre e hijo y escuchar esa historia distinta, peculiar y tan divertida en que se pueden volver a construir las historias…

lunes, mayo 04, 2015

Lo contrario de la soledad, Marina Keegan

Trad. Regina López Muñoz. Alpha Decay, Barcelona, 2015. 208 pp. 19,90 €

Pedro M. Domene

Marina Keegan, una joven magna cum laude, pronuncia en la Universidad de Yale un manifiesto existencial como discurso de graduación un soleado día de mayo de 2012, un texto que posteriormente publicará el Yale Daily News, y muy pronto se convierte en todo un fenómeno literario por la conmovedora inocencia con que contagiaba a quien lo leía. El discurso se tituló, “Lo contrario de la soledad”, y en él se habla de las esperanzas, de las incertidumbres, y de las posibilidades de toda una generación, la suya.
La editorial Alpha Decay, reúne la totalidad de los textos de la malograda Marina Keegan (Boston, Massachusetts, 1989- Dennis, Massachusetts, 2012), bajo el titulo de aquel discurso, Lo contrario de la soledad (2015), nueve relatos originales, ocho artículos o textos de variada factura, y el propio manifiesto leído ante sus compañeros. Todo el legado de una joven que cinco días después de su graduación perdía la vida en un accidente automovilístico, y tenía tan solo veintidós años.
Precede al conjunto, una “Introducción” de Anne Fadiman, profesora y mentora, de la joven en Yale, y escribe de cómo la conoció, de su voluntad y firmeza, de su talento, o de su entusiasmo durante los años vividos en la prestigiosa universidad y, sobre todo, de su afán por la vida. El artículo en cuestión, “Lo contrario de la soledad” postula sobre las esperanzas suscitadas ante un futuro de asombrosas posibilidades, y la suerte de su autora lo ha convertido en esa premisa nunca prevista por una juventud que nunca calcula hasta donde puede llegar nuestra vida: la de Marina Keegan truncada por un aparatoso accidente que nadie podía prevenir, «Somos muy jóvenes. Somos tan jóvenes. Tenemos veintidós años. Tenemos mucho tiempo delante», escribiría ella misma, para terminar diciendo, «Estamos juntos en esto, promoción de 2012. Vamos a hacer que pase algo en el mundo».
Lo mejor del volumen, sin duda, la ficción, los relatos que contiene, nueve en total, que muestran a una singular observadora de las situaciones que viven algunos individuos que cobran vida con el pulso acertado de su narradora que, pese a su juventud, demuestra una singular madurez, sin duda, aprendida en las aulas y en la firmeza de sus convicciones. Algunos forman parte de la intimidad familiar o particular, “Vacaciones de Navidad” o “Leer en voz alta”, o el testimonio, y/ o visión particular de la invasión de Irak allá por 2003, en “La ciudad esmeralda”, la crónica ingenua desde Bagdad de un joven, tras el torpe fracaso de las tropas estadounidenses. Y los artículos, algunos con ese matiz de auténticos reportajes, muestran la mirada atenta de un universitaria que se asombra ante la extinción de ballenas, se adhiere al dolor de los sin techo, o quienes portadores de alguna enfermedad, ella misma celíaca, ensalzan el valor de sus progenitores en una lucha permanente por conseguir que en los etiquetados figuren los contenidos del temido gluten para ellos. Y no menos sorprendente, la denuncia explícita en “Las alcachofas también dudan” donde pone de manifiesto cómo el 25% de los jóvenes de Yale terminan, por extraños y perversos mecanismos, como consultores y empleados de financieras y multinacionales que, en su mayoría, explotan su talento. Y aunque forma parte de la no-ficción, un texto como “Mato por dinero” merecería estar y ser calificado de ficción pura por el sentido del humor con que está contado, y eso además, en boca de un hombre maduro que se ha pasado toda su vida diciendo, “tú me dices lo que es, yo lo mato”.
El libro rezuma inteligencia, los cuentos y artículos están bien estructurados, la ficción un virtuosismo narrativo extraordinario, y los ensayos, aportan su granito de arena por un dramatismo singular para los tiempos que corren. El conjunto escrito con una prosa ágil y de una sombrosa agudeza cuando es necesario, pese a la visión aun en ciernes de su joven autora que, como queda dicho, siempre está a la altura de sus pensamientos.

viernes, mayo 01, 2015

Disculpe que no me levante, VVAA

Demipage, Madrid, 2014. 398 pp. 19 €

Victoria R. Gil

Lejos de morbos y truculencias, con una naturalidad que nos es ajena por estas tierras, veinte jóvenes autores latinoamericanos nos ofrecen otros tantos cuentos inéditos sobre la muerte y, sobre todo, sus ceremonias, el verdadero tema de este libro, ya que, como asegura su prólogo, «en la muerte sólo sucede la muerte, pero los funerales fingen atender a la muerte para que otras cosas sucedan». También encontramos en el prólogo otras claves de lectura, como el humor, que aunque pudiera parecer de mal gusto usarlo en una asunto tan serio como el de morirse, algunos de los relatos se sirven de él con un desparpajo refrescante y liberador. Como explica el prologuista desconocido (imagino que el editor) la selección de los autores ha seguido un criterio primordial: «Por encima de la nacionalidad y la fecha de nacimiento, nos planteamos uno más firme: que todos fueran autores vivos (…) Nos daba miedo lo que pudieran contarnos aquellos autores que han conocido la muerte».
Las nacionalidades también existen, y hasta el sexo, que además de chilenos, colombianos, peruanos, argentinos y mejicanos, entre otros, los veinte escritores seleccionados se reparten equitativamente, quién sabe si por casualidad o elección deliberada, entre diez hombres y diez mujeres. Pero sin importar el país de origen o el sexo de los autores, para el lector español este libro ofrece una magnífica oportunidad de acercarse a un puñado de nombres como Isabel Mellado, Sebastián Graciano, Maximiliano Barrientos, Selva Almada, Carlos Yushimito, o Richard Parra, por citar sólo a algunos, con quienes compartimos idioma y cultura, y en quienes descubriremos ecos de algunos de esos narradores de allí con los que hemos crecido aquí: Cortázar, Márquez, Onetti
Aunque esta antología bien podría haberse denominado “19 cuentos de muerte y uno de resurrección”, el título elegido, Disculpe que no me levante, rinde homenaje a Groucho Marx y a ese epitafio que siempre quiso estampar —y nunca lo hizo— sobre su tumba. Poéticos unos, tristes otros, jocosos o cómicos, fantásticos o realistas, con amores y odios que trascienden la muerte, el muestrario es más que amplio y atrayente en esta magnífica recopilación de Demipage, cuya portada ya nos da pistas sobre su voluntad transgresora: un impasible esqueleto disfrutando de un (¿último?) cigarrillo.
Lina Meruane es la encargada de iniciar el cortejo fúnebre con su ‘Ay’, una historia agridulce, morosa y desgarrada, en la que no falta una cierta truculencia fetichista, muy comprensible cuando se trata de retrasar la marcha definitiva de un hijo: «Tu padre iba en busca de la mano extraviada. La mano que habías perdido, Aitana, en algún lugar de la avenida. Ojalá nunca la encontrara tu padre en los alrededores del paradero, que no hurgara en los basureros, que no preguntara a nadie por tu mano en el comercio. Tu mano continuaría perdida y tú no tendrías que irte, Aitana; podríamos seguir aplazando la despedida».
Cierra el libro “El cementerio perfecto”, de Federico Falco, el relato más extenso de la antología, casi al borde de la novela corta, donde comprobamos que las mezquindades humanas no se paran en nimiedades como la muerte o la última morada, y su protagonista, un diseñador de cementerios, tendrá que luchar más de lo que imaginaba para construir su obra maestra, el mejor camposanto, el definitivo. Entre ambos, delicias como “Alfredito”, de Liliana Colanzi, con su visión de la muerte a través de los ojos infantiles; “Hasta que se apaguen las estrellas”, de Andrea Jeftanovic, el emotivo adiós a un padre a punto de irse definitivamente, o “De tu misma especie”, de Giovanna Rivero, uno de esos ajustes de cuenta con una ex pareja, en este caso, un antiguo novio más particular de lo habitual: «¿Qué podría reprocharte, por Dios? ¿Que resucitaste? Tu resurrección fue una felicidad y un alivio para todos, sobre todo para mí que, después del tremendo susto al ver cómo te incorporabas desorientado del que ya no sería tu último lecho, mientras a mí se me escapaba el alma con una fuerza centrífuga brutal, fui recuperando de a poco una paz lánguida, extenuada de tantas emociones».
Acérquense a esta obra con humor y sin prejuicios. Incluso sin son ustedes de esos lectores aprensivos a los que la sóla mención de la muerte les provoca una taquicardia, sabrán disfrutar de ella.