lunes, noviembre 30, 2015

La Tristeza, Rubén Romero Sánchez


Ártese quien pueda, Madrid, 2015. 149 pp. 9 €

Juan Laborda

Hay libros que valen más por su forma esteta que por lo que cuentan. A otros les ocurre lo contrario. El equilibrio entre contenido y forma es tan delicado como el estómago de un recién nacido, y probablemente se va formando, si es una prosa musical y acertada, con la misma dosis de magia, esfuerzo y tesón.
La Tristeza es una novela muy especial. Destila un gusto entre el realismo mágico y el costumbrismo, teñido siempre de un notable lirismo. A su composición cuidada y sentida hay que unir la reflexión sobre temas de gran calado humano. La vida de los habitantes de una ciudad imaginaria, costera y simbólica, se verá sometida a una epidemia de tristeza, que les llevará hasta la muerte, poniendo en juego la continuidad misma del lugar. En él, unos hombres y mujeres singulares, dibujan con sus actos y actitudes bellas estampas vitales: un hombre que acude al frente y lucha con un fusil descargado, un padre raptor de su amada y dedicado en cuerpo y alma a su tienda de dulces, un médico cronista, una azarosa expedición para pescar atunes; lo ignoto y lo presentido se dan la mano en estas páginas.
La novela, primorosamente editada por Ártese quién pueda —una de esas editoriales tan pequeñas como preciosistas—, es una isla en el panorama literario actual. Los juegos de su prosa bella alimentan emociones tan afortunadas como universales. La existencia de sagas familiares, el amor, el desamor, la guerra, la amistad o la paternidad se concitan en este libro con el acierto sensible del poeta que ama cantar a las experiencias más intensas.
Hay una historia de amor que vertebra el relato, la de Verónica e Inor. De ella nacen, como de una vieja leyenda, ramificaciones y vivencias, de la búsqueda al desencuentro vital. Si los lugares y ambientaciones parecen legendarios por su encanto (la taberna, el palacio del que huye la hermosa dama, el mar inmenso...) sus recorridos se alejan de los dioses y se enmarcan en el más humano padecer. Hasta la épica expedición para cazar atunes concluye con un Ulises desencantado y oscuro. Un contraste muy literario que ensalza los valores reflexivos de la obra.
Es una novela para descubrir, para dejarse llevar y para deleitarse con los aciertos literarios de una valiente apuesta personal en los tiempos que corren. Lanzarse a pulir el espejo y a navegar por mares de sentimientos nunca podrá dejar de estar de moda.

viernes, noviembre 27, 2015

Noches blancas, Fiódor Dostoievski


Trad. Marta Sánchez-Nieves. Ilust. Nicolai Troshinsky. Nórdica, Madrid, 2015. 125 pp. 18 €

Ariadna G. García

Fiodor Dostoievski apenas tenía 27 años cuando escribió su novela corta Noches blancas, obra heredera de motivos y temas románticos, aún alejada –en lo estético y en lo ideológico– de sus grandes novelas, Crimen y castigo (1866), El idiota (1868) y Los hermanos Karamazov (1880). En esta nouvelle, sin embargo, el joven escritor ruso adelanta algunos de los rasgos característicos de sus futuras obras, como el fino y detallado análisis de la psicología de cada personaje, en contraste con la escasez de datos plásticos que pudiesen retratarlos físicamente. Dostoievski delega la responsabilidad enunciativa en un narrador en primera persona que carece de nombre, pero que denomina a sí mismo un soñador. Se trata de un personaje de diseño romántico, hermano del Manrique de El rayo de luna pergeñado por Bécquer. Ambos comparten el gusto por los largos paseos solitarios, sus enamoramientos de damas irreales o su pereza vital para el desempeño de grandes trabajos. Desde el comienzo de la obra, el lector empatiza con él, con sus ansias de totalidad y con su frustración. En esto somos hijos del Romanticismo. Este soñador, por otra parte, se nos revela un personaje moderno, consciente de su estatus ontológico. No sin cierta ironía, se considera un tipo, un carácter, al que falta desarrollo, quizás porque no ha vivido lo suficiente, porque le falta un cúmulo de experiencias para acabar de hacerse. Dostoievski, con estas aprecaciones metaliterarias (tan actuales hoy), juega con las convenciones de la novela aristocrática rusa. En su monólogo –de estilo delicado y elegante–, este soñador relata a los lectores su única aventura sentimental, hito que transcurre a lo largo de tres noches blancas –en las que el sol no acaba de ponerse– en la ciudad de San Petersburgo. Esta ambientación fantástica –por lo peculiar y lo extraordinario de un fenómeno natural que sólo se registra en las inmediaciones de los Polos– avecina la obra al Romanticismo, confiere un halo de misterio a las dos criaturas que se encuentran, por azar, bajo el sol de medianoche. ¿Será verdad lo que el narrador nos cuente bajo el embrujo del solsticio de verano, o será un devaneo de su alma soñadora? Lo cierto es que, si bien la atmósfera es romántica, los monólogos que intercambian ambos protagonistas nos describen, con detalle, la miseria y estrecheces de unas vidas bastante apegadas al mundo real. Junto al canal del río, el soñador entabla un diálogo con un dama melancólica y triste. La pareja pacta confesarse sus secretos con la intención de acompañarse mientras llega –o no– el prometido de ella, tras un año de viaje. Estas largas intervenciones, junto a las réplicas cortas que se dirijan, serán las encargadas de caracterizar a cada personaje. A Dostoievski no le interesan las transiciones entre las tres noches, ni la escenografía, se centra en los diálogos. Por ellos iremos conociendo las complejidades afectivas de dos individuos que nos representan a todos con sus dudas, anhelos y contradiciones.
La edición del libro que ha preparado Nórdica es una delicia. Si la maquetación es impecable y la traducción amena, las ilustraciones del joven Nicolai Troshinsky (por la viveza de su colorido, por lo sorprendente de sus perpectivas y por la habilidad del trazo) justifican las ansias de posesión del volumen que enciendan a todo buen amante de la lectura y de la pintura.

miércoles, noviembre 25, 2015

Challenger, Guillem López


Aristas Martínez, Badajoz, 2015. 508 pp. 25 €

Luis Manuel Ruiz

De un tiempo a esta parte, venimos oyendo que la ciencia ficción española goza de una salud que no había conocido en todos los días de su vida. No es sólo que el número de lectores parezca haberse ampliado, con nuevas colecciones y editoriales consagradas a la causa, sino que por fin la contribución nacional a un género eminentemente anglosajón hasta la fecha comienza a ser reconocido y no es raro encontrar apellidos castizos rubricando argumentos sobre agujeros de gusano y máquinas del tiempo, entre otras cosas raras. Un último indicio, quizá más esperanzador, es el relevo generacional: hay una nueva hornada de escritores fantásticos que ha venido a coger la vez de quienes iniciaron nuestras letras, hace un par de décadas o tres, en cohetes, robots y galaxias remotas. Todos los críticos coinciden en los lazos que emparientan a estos recién llegados: la falta de complejos y moldes fijos, el gusto por la transgresión de géneros y estilos, la referencia continua a iconos literarios, audiovisuales y de otra índole que patenta la cultura de masas. Por lo general, los nuevos fantásticos (y aquí estamos asumiendo, entre otros y por citar sólo a quienes publicaron algún título en el último año, a Jesús Cañadas, Ángel Luis Sucasas o Colectivo Juan de Madre) no cuentan entre sus fuentes de inspiración (o no sólo) la literatura exclusivamente de género, sino que están abiertos a otra clase de influencias que permean claramente sus trabajos y les dan un matiz muy característico: el de una suerte de calidoscopio o teatro de variedades, el de un montaje cinematográfico o televisivo donde se superponen imágenes que se anulan o complementan, generando un relato menos por el método tradicional del desarrollo que por la yuxtaposición de fragmentos de distinta procedencia. El efecto es un caos ordenado; esto es, una anarquía de personajes, coyunturas y símbolos que alcanza un sentido cósmico (donde cosmos significa estructura) una vez que el lector sabe ensamblar sus distintas piezas.
En principio, Challenger, de Guillem López, un nombre que acaba de situarse con un relampagueo en el centro de la nueva ciencia ficción española, no es más que eso, un caos. Un conjunto deslavazado de instantáneas, cada una de ellas con su propio protagonista y marco espacial y temporal delimitado, que un dios irónico, en este caso el narrador, ha tomado en los alrededores de Miami Beach el 28 de enero de 1986. Ni el lugar ni el día son casuales. Los ochenta agitan todo un viento de nostalgia y reconocimiento entre quienes nacimos durante la década previa, porque fueron los años en que transcurrió nuestra educación sentimental y se fijaron nuestros conceptos del infinito, de la aventura, del amor y del pánico: la era de Luke Skywalker, de Indiana Jones, de Reagan y Robert Zemeckis y el imperio del mal que empezaba en Berlín y los dibujos animados a la hora de la sobremesa. En cuanto a Miami, constituye, aparte de una metáfora de esa parte del sueño americano asociado a palmeras, playas y coches cromados, el punto de contacto entre el universo de las series de televisión (Don Johnson) y ese otro, hispanohablante y doméstico, con el que un lector de los nuestros podría identificarse con mayor facilidad. El 28 de enero de 1986, el transbordador espacial Challenger despegaba de Cabo Cañaveral rumbo a una misión orbital que nunca llegó a materializarse: porque no tardó en estallar a pocos pisos de la estratosfera, cubriendo el cielo de vistosas espirales azules y blancas y llevándose con él el sueño de millares de niños que algún día pretendíamos convertirnos en astronautas. Sintomáticamente, la novela arranca con un niño que contempla la masacre por televisión, acompañado de una lacónica advertencia del narrador: «Los niños no deberían conocer la muerte».
Challenger es el intento de convertir ese suceso catastrófico de nuestras infancias en el ángulo central del universo. Reflejados en ese aleph, la explosión sobre el cielo tropical del sur de América, las vidas aparentemente inconexas de hasta setenta y tres criaturas (no sólo personas) encuentran una dirección y un sentido, forman un tejido coherente. En medio de una jungla de existencias anodinas, de héroes de barrio, científicos locos, maridos con cuernos, policías, adivinas, extraterrestres, escritores de culto, saltos multidimensionales y universos paralelos, se insinúa una suerte de trama, de andamiaje general: aquel que articula el narrador omnisciente al concatenar las distintas historias de cada uno y presentarlas como parches en el tapiz común. La moraleja, si cabe usar esa palabrota antipática, es la de la matemática del caos: si todo sistema guarda en su seno una entropía, también todo desorden cobija, o sirve de reflejo, a una estructura superior. Como el yin y el yang, el universo y el torbellino del que surgió viven en un eterno equilibrio y en cualquier momento uno puede detonar el contrario. Parece que vivimos en un mundo horizontal y bien distribuido, pero el vacío acecha en los bordes: «Puede ser ridículo —leemos en la página 124—, pero siempre hay un punto de inflexión, un lugar en que el equilibrio se vuelve caos y los resultados, las fórmulas, la lógica, se va al garete; es el desagüe del universo, un remolino que gira y arrastra al vacío de la incomprensión cualquier supuesto, cualquier norma». Desde este punto de partida, Guillem López ha elaborado un mito cosmogónico de singular potencia, amparado, aparte de por la variedad temática de cada situación y personaje, por un lenguaje salpicado de impactos que llena la lectura de picos y hondonadas, que aletea bajo la página como un insecto escondido: algo vivo, inquieto y rebelde, que se adivina con las yemas de los dedos.
El Big bang, dicen los físicos, dio origen a la realidad que conocemos. Un estallido diferente sólo en magnitud al que podría producir una nave que se eleva en el aire, a la que un fallo mecánico condena a la desintegración y la leyenda.

lunes, noviembre 23, 2015

El mundo inmenso, Aura Tazón


Sloper, Palma de Mallorca, 2015. 222 pp. 15 €

Miguel Baquero

Después de la magnífica Xan Irmandiño, ambientada en los tiempos de la revuelta gallega de finales de la Edad Media contra los nobles castellanos, y en la que introducía elementos fantásticos con una habilidad muy literaria, El mundo inmenso es la segunda novela para adultos de la cántabra Aura Tazón. Un texto que parte de una premisa ciertamente atractiva, y que desde el principio promete una aventura literaria interesante: supongamos que, tras diversas derivas y tras diversos viajes, un tanto tímidos, de exploración, que se estuvieran produciendo desde el tiempo de los faraones egipcios, los árabes tuviesen conocimiento de una tierra que se hallara situada entre la lejana China y el cercano continente de África. Una tierra inexplorada a la que denominarían «la Cola del Dragón» y donde, como avanzadilla oriental, los chinos hubiesen instalado una especie de factoría semiclandestina llamada Kattigara, para hacer comercio con los nativos.
El mundo inmenso gira en torno a esta suposición, no creada ex profeso para este libro ni del todo desencaminada, pues en diversos planos y bosquejos medievales, y oculto en los libros de la época, se pueden leer algunos de estos descubrimientos que aún no eran públicos y no pasaban del nivel de los navegantes experimentados. Leyendas, cuentos de los tripulantes de un barco que se apartó de su ruta, planos de bordes desconocidos que se enseñan sólo a los iniciados… No es una ficción literaria, sino una certeza cada vez más aceptada por los historiadores que Cristóbal Colón no marchó a la aventura sino a lo entrevisto cuando con sus tres carabelas puso vela hacia las cascadas en las que, supuestamente, acababa el mundo.
Esta idea del «pre-descubrimiento» de América, que —insisto— no es creación gratuita de Aura Tazón, es la base sobre la que se construye esta novela. De una manera muy acertada, y envolvente, la autora nos narra la historia de una joven noble de tierras del Islam instruida por un aficionado a la cartografía que le enseña viejos mapas. Poco después, una intriga de intereses políticos se cierne sobre ella, al punto de acabar temiendo por su vida y verse obligada a huir a través de un mar Mediterráneo sembrado de asechanzas en ambas orillas. Así las cosas, no le queda más remedio que lanzarse al océano abierto en busca de esa fabulosa «Cola del Dragón» y la mítica ciudad de Kattigara…
El resultado es una aventura narrada con un magnífico pulso literario que consigue transmitir al lector, en un primer momento, la angustia de la huida y, posteriormente, la emoción de encontrarse, la protagonista, ante un mundo por completo insólito y desconocido. Todo ello con una prosa puesta por completo al servicio de la historia, que no se recrea ni se demora de forma gratuita, pero tampoco pasa de largo por donde se necesita una detención. Asimismo, emplea Tazón un trazo muy fino a la hora de describir a los marineros y a los componentes de la asfixiante corte islámica de la que la protagonista trata de huir; el resultado es una novela de muchos méritos y que propone al lector un tema apasionantes sobre el qué pensar, como es hasta qué punto conocían los antiguos el extremo de su mundo y, sabiéndolo, callaban por interés.

viernes, noviembre 20, 2015

Caminar, William Hazlitt y Robert Louis Stevenson


Trad. Enrique Maldonado Roldán. Prol. Juan Marqués. Nórdica, Madrid, 2015. 84 pp. 9,95 €

Ignacio Sanz

Hace Juan Marqués unas reflexiones curiosas en su prólogo señalando la paradoja de la avalancha de libros que se vienen publicando sobre la bondad de las caminatas, cuando la lectura nos quiere mansos y sedentarios. Porque, en efecto, nunca se había publicado tanto libro para exaltar a los caminos y a los caminantes. Y distingue entre pasear y caminar. «El que pasea da vueltas y vuelve a casa a las pocas horas; el que camina no sabe dónde va y no ha encontrado un hogar definitivo». «Pasear es un rito civil, y caminar es un acto animal». En realidad el prólogo de Marqués es algo más que un prólogo, funciona como un tercer texto reflexivo por más que para justificar su presencia en un librito que se lee como un suspiro, aluda a los dos autores que le siguen.
Las excursiones a pie de Hazlitt reivindica, sobre todo, la soledad del caminante. Y lo hace de manera alambicada, exaltándose incluso. Hay que caminar solo, nos dice, cómo puede alguien emprender una caminata seria con una persona al lado. Qué flaqueza es ésa. Habráse visto. Caminar nos ayuda a pensar. Y entonces especula sobre las características de los caminantes que pueden arruinarnos el camino. No, mejor abstenerse de un compañero, de una compañera que ni va a acompasar sus pasos con los nuestros y encima nos va a sacar un tema de conversación frívolo. No conocía a Hazlitt por más que luego, en el ensayo del escocés, sepamos de la admiración que le profesaba. Su estilo recuerda a Oscar Wilde más provocativo y deslumbrante, aunque a veces resulte un poco hueco. No deja de ser curioso, pese a todo, la naturaleza de las preocupaciones estéticas de estos eruditos ilustrados.
Respecto al texto Caminatas de Stevenson, aquí sí, el estilo es natural, como si estuviera caminando a nuestro lado y nos fuera hablando amigablemente, con reflexiones profundas, pero sin desgarros innecesarios. «Aquel que verdaderamente pertenece a la hermandad caminante no pasea a la búsqueda de los pintoresco, sino de ciertos agradables estados de ánimo». Es maravilloso Stevenson aunque coincide con Hazlitt en que una excursión a pie debe hacerse en solitario. Pero alejado de dogmatismo. Se desprende una alegría de las reflexiones como si las hubiera escrito un cabritillo trotón e inteligente: «Y lo mismo diría yo de un moderno hombre de negocios: puede uno hacer cuanto quiera por él, llevarlo al Edén, darle a probar el elixir de la vida…; todavía tendrá una grieta en el corazón: mantendrá sus hábitos empresariales. Pues bien, no existe otro momento en el que estos hábitos se vean más mitigados que en una excursión a pie. Y así, durante esas paradas en el camino, como decía, uno se siente casi libre.»
Estamos, pues, ante un libro ligero, leve, como diría Italo Calvino, compuesto de dos ensayos que nos invitan a perdernos, no en esas marchas multitudinarias que tanto se estilan en nuestros días, marchas que imagino murmulleantes, sino a perdernos por los caminos solitarios de los campos que rodean nuestro pueblo, nuestra pequeña ciudad, incluso a perdernos dentro de la ciudad, pero siempre, siempre en solitario.

miércoles, noviembre 18, 2015

Lo que dijo Harriet, Beryl Bainbridge


Trad. Alicia Frieyro. Impedimenta, Madrid, 2015. 240 pp. 19,95 €

Cecilia Frías

Las niñas malas han alimentado grandes páginas de la literatura y resultan especialmente atractivas tanto si encontramos cierta justificación en la crueldad de sus actos –quién puede olvidar a la vengativa protagonista de Nemirovski en El baile−, como si la maldad les nace gratuita e injustificada. En cualquier caso, parece que hay escritores cuya sensibilidad se afina a la hora de perfilar las aristas de estos personajes. Autores que, como Bainbridge (Liverpool, 1932), han vivido en carne propia la mirada reprobatoria de la sociedad cuando fue expulsada de la escuela por tener unos “poemillas sucios” en el bolsillo, que saben lo que es precipitarse en el abismo como aquel día en que metió la cabeza en un horno de gas, aunque pasado el temporal se excusara alegando que “cuando una es joven tiene esos altibajos”. Por ello resulta elocuente que en esta primera novela se dejara seducir por el brutal caso Parker-Hulme cuando dos chicas asesinaron a la madre de una de ellas destrozándole la cabeza a ladrillazos para evitar que las separaran. Paradójicamente nunca más se encontraron y una de ellas se convertiría con los años en la conocida escritora de novela negra Anne Perry.
Aunque se escribió en 1967, Lo que dijo Harriet hubo de esperar unos cuantos años para que algún editor atrevido venciera los prejuicios de lo políticamente correcto y sacara a la luz una novela que hurga en los recovecos más oscuros de dos amigas que deciden seducir al Zar –un hombre maduro y deprimido por un matrimonio de años sin amor− para tener algo interesante que escribir en su diario. Todo sucede durante el verano en su tedioso pueblo de la costa inglesa. De entrada el lector siente cómo sus sentidos se ponen alerta al conocer por boca de la narradora –una de las niñas de la que no conocemos ni el nombre, pero a través de la cual se filtran todos los acontecimientos-, que Harriet y ella han hecho algo terrible por lo que deben huir y mentir ante sus padres para que la culpa no les salpique. A partir de esta inquietante escena que queda en suspenso iremos descubriendo los orígenes de la historia, cuando la narradora vuelve a casa para pasar las vacaciones lejos del internado y se reencuentra con su amiga, esa que lleva años amando –palabras de admiración que no escapan al erotismo ni al despertar sexual de la niña− y de la que se sabe absolutamente dependiente. Juntas tratan de entretener los aburridos días de agosto y, al dictado de Harriet, alimentan su diario con las vidas de prestado que se dedican a espiar. Por eso no es de extrañar que cuando la narradora revele su interés por el Zar, la retorcida mente de su amiga se dispare ante el posible rival y trate de aprovechar las debilidades de este hombre decadente, que poco a poco se va enganchando a la compañía de las jóvenes con la esperanza vana de recuperar los años perdidos. De esta manera, Bainbridge va dibujando a través de Harriet un personaje fascinante que manipula y mueve con maestría los hilos de todo su entorno, incapaz para el afecto y cruel hasta el extremo cada vez que no se sale con la suya, gelidez que brilla aún más frente a las inseguridades de la acomplejada narradora y la emoción a flor de piel del galán marchito. La narración, pues, se va tensando hasta que esta suerte de triángulo enfermizo se hace añicos el día en que el Zar desenmascara la maldad de Harriet y su amiga demuestra cierta autonomía tras su anodino encuentro sexual con él en la playa. La niña perversa vuelve entonces a tomar las riendas para darle una lección de humildad al Zar, un castigo tan “diminuto y devastador como un insecto” y logra clavarle a su amiga el aguijón del desprecio precipitando la acción hacia el trágico desenlace.
El contraste entre unos acontecimientos que dejan al aire la parte más sombría del alma humana y una prosa que oscila de lo lírico a lo intimista resultan un aliciente más para sumergirnos en esta novela imprescindible de la literatura inglesa del XX que encumbró a la autora como “tesoro nacional”, y que Impedimenta ha recuperado para disfrute de todo lector inquieto.

lunes, noviembre 16, 2015

No aceptes caramelos de extraños, Andrea Jeftanovic


Comba, Barcelona, 2015. 171 pp. 16 €

David Vicente

Hay algo en la prosa de la chilena Andrea Jeftanovic que recuerda al boxeador Mohamed Ali: «Se mueve como una mariposa, pica como una avispa», decía de él su asistente Bundini Brown.
Su prosa está plagada de un cuidado estilismo que da como resultado una belleza estética al alcance de pocos escritores. Una belleza que te atrapa, que parece conducirte al terreno de una literatura placida. Se trata de un callejón sin salida: una vez que te ha agarrado en su tela de araña, Andrea no duda en lanzarte un croché de derecha directo a la mandíbula, del mismo modo que el púgil de Kentucky. Sus personajes nos muestran lo que no queremos ver de nosotros mismos, lo que las convenciones sociales nos han castrado y nos avergüenza si quiera imaginar.
También tiene mucho su narrativa del cine de Haneke. Del mismo modo que el austriaco, ella nos traslada a un terreno conocido y a priori seguro: la familia; para acto seguido hacer que nos retorzamos en nuestro cómodo sillón de la moral establecida. Las relaciones familiares son una constante en la literatura de Andrea. Ya estaban muy presentes tanto en Escenario de Guerra, como en Geografía de la lengua (las dos novelas con las que cuenta hasta el momento). No aceptes caramelos de extraños, por supuesto, no es una excepción. Todo lo contrario, los once relatos de este libro abordan sin tapujos diversas aristas de la convivencia dentro de esa pequeña patria que es el hogar. Incluyendo la más sacra de ellas, la relación paterno-materno/filial.
Pero las aborda de un modo deforme, estirando la goma al extremo de lo aberrante, al extremo de lo que solo les sucede a otros y, sin embargo, tememos que pueda sucedernos a nosotros. Hasta hacernos dudar de qué es lo verdaderamente aberrante, o incluso si este término tiene algún significado.
La moral establecida, como concepto cultural occidental, se ve cuestionada a través del deseo, del miedo, la angustia o el instinto irrefrenable que enfrentan los personajes de estos once cuentos. Unos personajes que podríamos ser, quién sabe, nosotros mismos. De algún modo, la propia presencia física de la escritora, anuncia lo que nos espera detrás del telón. Hace poco me reencontré con ella en Madrid, tras cuatro años sin vernos. Sigue portando ese físico menudo e inocente, mirada dulce. De alguna manera remite a ese tipo de mujer de la que uno se enamora por su necesidad de ser cuidada. Nada más lejos de la realidad. Andrea es una mujer que no necesita que la cuiden, o no más que cualquiera de nosotros.
Su discurso, en esta ocasión en el contexto de un ciclo de narradores chilenos en Casa de América, está tejido sobre mimbres consistentes que lo soportan todo, desde los años de dictadura de su país, a un feminismo militante que no convierte en hembrismo, pasando por la inmigración o sus orígenes judíos.
Todo esto también está muy presente dentro de su obra.
No resulta sencillo hacer una crítica desde la amistad, mucho menos desde la admiración incondicional. Decir que Andrea Jeftanovic es una de las escritoras contemporáneas en habla hispana imprescindibles, resulta un tópico y, sin embargo, no deja de ser cierto.
A pesar de aparecer en todas las listas de las revistas especializadas que remiten a las voces ineludibles de la narrativa iberoamericana, sus obras han llegado a nuestro país con cuentagotas, casi desapercibidas, y siempre de la mano de editoriales independientes: Escenario de Guerra (Ediciones Baladí), o la que nos ocupa, No aceptes caramelos de extraños (Editorial Comba). Quizá sea mejor así, mal que le pese a la chilena. Lo selecto, desafortunadamente, no siempre estuvo al alcance de todos y ella es una escritora selecta. De esas que prolongan su lectura una vez cerrado el libro, ya en la soledad de tu mente.
No duden en saborear estos once caramelos, aunque en ocasiones no sean todo lo dulces que uno desearía.

viernes, noviembre 13, 2015

Para que no te pierdas en el barrio, Patrick Modiano


Trad. Mª Teresa Gallego Urrutia. Anagrama, Barcelona, 2015. 152 pp. 14,90 €


Bruno Marcos

Cuando uno lee un libro de Modiano no puede menos que preguntarse si un autor así siendo español hubiese tenido la misma atención que ha tenido siendo francés. Los ecosistemas culturales de un país y otro son todavía muy distintos aunque el francés haya sido en muchas ocasiones modelo del nuestro.
Hace tiempo una escritora que se hizo popular en los años ochenta aseguraba, con el habitual desparpajo de los de esa generación, que La montaña mágica de Thomas Mann, hoy en día, no encontraría editor. Para ella las grandes disertaciones de Mann le sobran al libro. Añadía en aquella reflexión que el pobre Thomas debió pensar, ingenuamente, que aquellos diálogos con Settembrini y Naphta le darían altura intelectual y perdurabilidad en el tiempo a su obra sin darse cuenta que el futuro los consideraría un tostón.
Sin duda esa escritora abogaba por la acción y no soportaba que a aquel Hans Castorp no le pasase prácticamente nada durante páginas y páginas, y veía que había demasiados preliminares y consideraciones para una mayoría que lo que quiere, también en literatura, es ir al grano.
Recordando esta opinión uno ve posible que a Modiano de no haber sido francés en España no solo no se le habría propuesto para el premio Nobel sino que con dificultad habría encontrado editor: Un autor que anda entre sombras, investigando enigmas de su propio pasado que casi ha olvidado totalmente. Una mínima pesquisa de algo que a nadie le importa, casi ni a él. Una indagación desganada. Una porción de nombres de calles y plazas de París. Asuntos no resueltos en clave psicoanalítica. Heridas que apenas duelen ya y un sinfín de infraleves que tejen una tela de araña que atrapa o no atrapa y que alguno dirá que hasta le duerme.
La novela nos presenta la historia de un escritor solitario que a partir de un pequeño acontecimiento como es la pérdida de su agenda llega a revivir aspectos oscuros de su infancia. Tras las primeras cuarenta páginas se entera uno de qué tipo de personajes pinta el autor. Allí se lee que el protagonista no sabe si su propia madre aún vive y, un poco después, que se arrepiente de todos esos años en los que no se había fijado ni en los árboles ni en las flores. En otro punto cita cómo se escandalizó una filósofa porque una mujer durante la guerra dijo que la contienda no modificaba su relación con una brizna de hierba. Esos detalles llovidos aquí y allá por el texto nos dan el ambiente preciso y la dimensión muy peculiar de esta literatura.
Modiano admite que es sólo un novelista y que la concesión del premio Nobel le dejó un tanto perplejo porque él no se ve como un intelectual todoterreno, capaz de intervenir en todos los aspectos de la vida social y política como lo hicieron Sartre o Camus. Lo suyo es darle vueltas a los recuerdos y los olvidos encubridores, acudir a la literatura para restañar el pasado no cicatrizado, a completar lo que nunca fue desvelado.
Libros así, nos gusten o no, son un milagro en un paisaje donde la cultura es devorada por la industria del entretenimiento. Se trata de una literatura que parece que sólo podría atraer a lectores que sean como el autor, que se identifiquen con sus derivas, aunque quién sabe, tal vez sean legión los que son tan modianos como Modiano.

miércoles, noviembre 11, 2015

Arenas movedizas, Henning Mankell


Barcelona, Tusquets, 2015. 374 pp. 19,90 €

Pedro M. Domene

El nombre de Henning Mankell (Estocolmo, 1948-Gotembrugo, 2015) es de sobra conocido en nuestro país, todo el mundo lo identifica como el gran patriarca de la literatura policíaca escandinava, y uno de los maestros de la novela negra contemporánea. Su serie protagonizada por el inspector Wallander ha sido pionera y sentó las bases de una categoría del género criminal: la novela nórdica. El Mankell escritor destaca por su infalible capacidad de observación, tanto en cuestiones sociales así como en los tipos humanos que pueblan sus novelas. Es un gran creador de atmósferas, y un talento único para crear personajes indelebles; por eso, sin duda sus historias, al margen de los enredos policíacos, provocan un dilatado recuerdo y dejan poso porque hablan de esos otros dramas humanos de la Europa contemporánea y, sobre todo de su amada África, casos de algunos títulos, Comedia infantil (1995) o Hijo del viento (2009). O como se desprende de un libro como Arenas movedizas (2015), unas singulares y emotivas memorias parciales, porque si los escritores se dividen entre los que iluminan y los que ocultan, él siempre ha perseguido desvelar con su literatura lo que los algunos están empeñados en enterrar o esconder: «Escribir es iluminar con una linterna los rincones de penumbra.»
Mankell cuenta cómo, siendo un niño, le aterraba, la idea de ser engullido por una de esas arenas sin dejar rastro aunque luego, con el paso del tiempo, ha descubierto la verdad que rodea a ese mágico fenómeno, todo mito. Y en este caso, frente a la enfermedad diagnosticada: cáncer, que parecía engullirlo sale, recién estrenado el año 2014, de la consulta para aferrarse a los recuerdos, y así repasar parte de su vida: «Puede que no me atreviera a pensar en el futuro —asegura—. Era territorio incierto, minado. Así que volvía continuamente a la infancia», se puede leer en el libro. En igual proporción, con respecto a su adolescencia y a su madurez, a sus momentos estelares a lo largo de una extraordinaria y dilatada vida. En estos textos se enfrenta al horizonte de la muerte creando todo un amplio recorrido de algunos de los primeros hallazgos que han marcado su existencia personal y colectiva. No es un libro que cuestione aspectos filosóficos, sociológicos o una especie de manual de autoayuda, aunque en los 67 capítulos o entradas de que se compone, se haga esas preguntas esenciales de siempre; sino que más bien, y a partir de ellas recuerda que la vida de cada uno está llena de historias luminosas o sombrías, cuentos o novelas según se quiera, que nos conectan con nuestros semejantes y con el resto del mundo. Y como cabe suponer, siguiendo su estilo, Mankell proyecta una denuncia política y social sobre el legado que en estos precisos momentos está dejando nuestra civilización a la humanidad: no se trata de un pormenorizado inventario de la memoria de inventores, o pintores, incluso escritores o músicos y sus grandes obras, sino que el narrador se muestra preocupado por los residuos nucleares enterrados en el fondo de alguna montaña sueca, y más le pesa el último recuerdo que deje el ser humano que, según él, se concretará: «Que nadie recuerde nada. Lo último que dejaremos detrás de nosotros es algo que escondemos para que nadie lo encuentre».
La literatura, en esta ocasión, es un modo de consuelo, y debemos reconocerle a Henning Mankell el valor de describir así su angustia: «Ahora que tengo cáncer comprendo muy bien la sensación de extravío. Me encuentro en un laberinto que no tiene entrada ni salida. Sufrir una enfermedad grave es haberse extraviado en el propio cuerpo, en el que sucede algo que uno no puede controlar». Arenas movedizas se convierte así en un auténtico rompecabezas de historias que entretejen en silencio el porvenir de una persona que se sabe en la desesperación misma que le otorga la incertidumbre de un futuro. Un libro que se escribe con la mejor prosa de un valiente y auténtico Mankell.
Mientras leíamos, y redactábamos estas líneas, las noticias sobre la salud de Mankell confirmaban que con Arenas movedizas había firmado su testamento literario. Quienes hemos seguid la mayor parte de su producción literaria, nos cosuela saber que en estas páginas se encuentra un valiente Henning que le había pedido a la muerte un pequeño retraso para dejarnos una nueva muestra de su maestría literaria.

lunes, noviembre 09, 2015

Las jugadas intermedias, David Vivancos allepuz


Letras de Autor, Madrid, 2015. 200 pp. 14,25 €

Miguel Baquero

Siempre he defendido que, a la hora de escribir, o de “montar”, un libro de cuentos para ser publicado, es fundamental su planificación. Y con esto no me refiero a esa regla “tallerística” de que el autor coloque el que considere mejor primero, oculte o disimule los que crea algo más flojos hacia el medio, y acabe con otro que también tenga en estima, para dejar un buen sabor de boca. No me refiero a esa planificación “táctica”, sino a otra, que podría llamar con bastante pedantería “estratégica”, que contemple el volumen de cuentos como, en efecto, un conjunto cerrado con sus propias reglas, un libro sólido, no un “totum revolutuum” o cajón de sastre donde soltar y apretujar los excedentes del cajón de distintas épocas.
Para ello —siempre a mi gusto, por supuesto—, los cuentos tienen que tener algo que los unifique, ya sea una atmósfera, un tono, una intención… o ya sea que todos tocan un mismo tema o suceden en un mismo lugar o una misma época. De preferir, prefiero lo primero, que los unifique el tono, el ritmo, el clima, y elementos más literarios, que lo segundo, que depende de factores digamos más “externos” o más obvios. Pero es una cuestión quizás subjetiva, porque todo, en último caso, depende de la calidad de la escritura.
A lo que quería ir con todo esto es que el nuevo libro de David Vivancos, en principio, me cogió frío: un libro de treinta relatos sobre un tema tan minúsculo —aunque los aficionados lo alcen a las nubes, pero al fin tan minúsculo— como el ajedrez. Donde, con cuentos de mediana extensión, iban mezclados hiperbreves, modalidad en la que, por cierto, el autor ha participado en varias antologías.
Pese a esa pequeña prevención inicial, marcada por lo restringido del tema, Las jugadas intermedias, pronto lo advierte el lector, es un gran libro. Un gran libro sobre un juego que éste particularmente que reseña, y que apenas si sabe mover las piezas, no sabía pudiera tener tantas aristas, tanto trasfondo, tantas posibilidades narrativas. Vivancos, con un pulso muy firme, va dejando caer sus historias sobre cada una de estas facetas, cada uno de estos escaques, y apretando luego el reloj, para que el lector comience a degustar el relato. Hay cuentos donde se nos habla de viejos jugadores fracasados, de jugadores triunfantes también; otros en que se nos habla de trampas, que también las hay y, por cierto, muy ingeniosas; o de la amistad que puede surgir entre jugadores, así como las inquinas ocultas… por contar, se nos cuenta incluso, siempre con muy gran firmeza y seguridad en la escritura, como deben jugar los grandes maestros, se nos cuenta, decía, los sueños de un jugador, o fantasías sobre plantas en que florecen alfiles, caballos, damas…
Todo un pequeño universo, en resumen, con sus grandes dramas, pero también sus pequeñas anécdotas. Con sitio para el humor, que en general tiñe todos los relatos, pero también para la seriedad. Un microcosmos creado en treinta cuentos, treinta casillas, que cumple con el principal requisito que, en mi opinión, debe tener un texto literario de calidad, y que no es otro que su capacidad para introducir al lector en un universo distinto, extraño, artístico… y fascinante, no sólo para quien sabe y disfruta del juego, sino para cualquier lector que guste de la buena literatura.

viernes, noviembre 06, 2015

Capricho de la reina, Jean Echenoz


Trad. Javier Albiñana. Anagrama, Barcelona, 2015. 103 pp. 12,90 €

Nabor Raposo

Aunque su discreción y buenas maneras le impelen a respetar el trabajo de la crítica sin alzar apenas una palabra más alta que otra, es muy probable que el bueno de Jean Echenoz (Orange, 1947) empiece a estar un poco molesto, a estas alturas, con algunas etiquetas. La de miniaturista empieza a rebasar los límites de la poca originalidad para dirigirse directamente a los dominios del aburrimiento, de la holgazanería, de la perezosa repetición. Hay mucho donde rascar en su literatura como para detenerse únicamente en admirar lo que algunos gurús denominan el estilo Echenoz, ese virtuosismo flaubertiano en el hallazgo de la palabra exacta, el moins encombrant, plus performant.
Seguramente, el principal aludido prefiera reservarse las fuerzas para otros menesteres más importantes que el de quitarse de encima su particular sambenito, pero tal vez no esté de más extenderse un poco sobre este y otros aspectos de su peculiar escritura. Conviene recordar, cuantas veces haga falta, que todo escritor se sirve del lenguaje como principal herramienta de expresión. La elección de unos y de otros por un lenguaje determinado –reclamo que suele pertenecer en exclusiva no ya al estilo propio de cada autor, sino al carácter e intención de la propia obra– hace que las convenciones los separen en dos grandes grupos: los que se entienden y los que no. A menudo, los lectores menos aviesos incurren en el error de catalogar a un escritor como ‘sencillo’ o ‘fácil de leer’ esgrimiendo criterios meramente estilísticos, formales, y resumen la complejidad de una obra en función de la accesibilidad a su vocabulario o el tono de narración empleado. Esto no debería ser así: las dificultades planteadas por una obra literaria poco tienen que ver con ciertas superficialidades. Diríamos, para entendernos, que el valor de la misma viene marcado por el fondo, y no por la forma; el cómo siempre al servicio del qué. Y es por esta razón, y no otra, por la cual Jean Echenoz no debería considerarse como un autor fácil. Es un genio.
El laconismo lingüístico tan característico en los textos de Echenoz no contempla otra finalidad más allá de ponderar la fuerza propia de la existencia como metáfora de la locura contemporánea o el desastre. Sin alejarse por ello del compromiso estético, opera por sustracción; su desnudez estilística, aparentemente inocua, realza ese retrato de una realidad descarnada y no pocas veces fatal, que suele esconderse y tomar forma tras las familiares cortinas de lo cotidiano. Nada prolijo a descripciones accesorias, se sirve para la causa de un lenguaje limpio, preciso, bien escogido y sin arabescos, justificado. No se recrea en abstracciones. El recorrido hacia el desenlace es diáfano, no hay trampas, sino suficientes indicios por el camino para aventurar la lógica de la conclusión. La elección del punto de vista, haciendo al lector partícipe de lo que ve y poniendo el foco en lo que se deduce como el hecho trascendente de lo narrado, produce el mismo efecto que las clases particulares de un buen catedrático: leer a Echenoz es como sentarse con él en un sillón a escuchar sus explicaciones.
Este Capricho de la reina resume un compendio de textos de distinta naturaleza, publicados en formatos tan dispares como revistas de arquitectura, libretos musicales o soportes narrativos complementarios a otra serie de obras artísticas. Concebidos entre 2002 y 2014, no parecen responder a un estricto criterio de unidad –más allá del meramente formal, estilístico–; son más bien capricci, versos sueltos que, más que conformar un poema –un libro de relatos, en este caso–, cumplen la no menos interesante función de exhibir algunas de las tesis narrativas sobre las que el autor ha incidido en su obra anterior.
La primera pieza del volumen, Nelson, constituye un buen ejemplo. Al hilo de la trilogía de vidas imaginarias organizadas en Ravel (2006), Correr (2008) y Relámpagos (2010), Echenoz evoca los años finales del almirante Nelson (1758 – 1805), oficial de marina británico célebre por derrotar a las tropas napoleónicas en la batalla de Trafalgar, donde perdió la vida. Como ya hiciera con otros personajes históricos, el autor mitifica al personaje en el sentido clásico del término, esto es, confrontando su gloria al implacable destino: efectivamente, el retrato físico de Nelson acaba por parecerse más al de un pirata que al de un lord, y la repatriación de su cadáver en circunstancias tan poco decorosas no hace sino enfatizar el carácter incongruente de un porvenir en gran medida predecible. Todas estas maravillosas extravagancias de la providencia las relata el autor con una ironía vagamente melancólica, más fascinado por las consecuencias que por los hechos, marcados siempre por la casualidad y el azar y la extraña lógica que los sustenta.
El segundo relato, el que da título a la colección, describe con precisión cinematográfica la campiña de la región de los Países del Loira a través de un paneo de 360º. De nuevo, la aparente sencillez con que el autor despacha el texto deja margen suficiente para la exploración, y lo que podría llegar a entenderse como un mero ejercicio de estilo sin pretensiones e irrelevante, acaba por convertirse en una lectura sujeta a una interpretación descaradamente marxista, apelando a algunos de los estamentos más revolucionarios de la crítica literaria posterior al formalismo. Con el siguiente cuento, En Babilonia, el autor regresa a los personajes históricos (en esta ocasión escoge la figura de Heródoto de Halicarnaso; 484 – 425 a. C.) para (des)mitificar el progreso y la decadencia de una civilización, la humana, en la que el conocimiento y la información juegan un papel capital. Tomando en consideración muchos de los riesgos narrativos que en su día asumiera el historiador griego en sus tratados, éstos son finalmente equiparados a los vicios adquiridos por las nuevas tecnologías de la información, que tanto peligro entrañan para una sociedad en las que priman cada vez con más fuerza las perniciosas urgencias y esa desaprensiva necesidad de inmediatez por encima del rigor. A continuación, Veinte mujeres en los Jardines de Luxemburgo y en el sentido de las agujas del reloj se presenta como un anecdótico pero curioso inventario de personalidades femeninas no necesariamente limitado a sus protagonistas, y que a pesar de su carácter incompleto (véase Le Luxembourg, Sophie Ristelhueber; Paris-Musées, 2002) podría funcionar como una especie de breviario pintoresco, prólogo a un tratado psicológico mucho más ambicioso e inabordable.
Llegamos, por fin, a Ingeniería civil, la masterpiece del volumen. Veinticuatro páginas divididas en tres actos –la catástrofe en la que se enmarca el relato parte de un hecho real– que condensan magistralmente las tesis narrativas a las que hacíamos alusión al principio: la manera en que Echenoz nos conduce, a través de un puñado de frases calibradas con absoluta precisión, hacia lo inevitable, hacia ese destino ante el cual es inútil revelarse. El proyecto del ingeniero de puentes Gluck retoma el anhelo de lo imposible como eje temático central, aquella constante búsqueda de la perfección gratuita que ya cercenara los sueños de Bartlebooth en La vida instrucciones de uso (Georges Perec, 1978). Ambas empresas, consagradas al fracaso desde su mismo punto de partida, también guardan similitudes con los propósitos de Max Delmarc en Al piano (2003), truncados en el último momento tras una concatenación de sucesos donde la esencia de la lógica y de lo sobrenatural convergen en la fatalidad. Podemos añadir, además, otra particularidad a la causa: tanto en Ingeniería Civil como en Al piano o Me voy (1999) el amor es esquivo a los protagonistas en el último momento: «[…] cualquiera puede dar fe de que las cosas no tienen por qué ser así, de que buscar una compañera es la mejor forma de no encontrar ninguna, de que el azar es mejor aliado que la obcecación». He aquí otra constante del particular universo del autor, extrapolable también a nuestro tiempo.
Por último, el libro culmina con Nitrox, una historia de espías ambientada en el fondo marino que se escucha como el contrapunto perfecto al motivo instrumental de Rubias peligrosas (1995), y Tres bocadillos en Le Bourget, otra pieza sumamente interesante, cautivadora y nostálgica, donde el autor, transfigurado en sí mismo, decide embarcarse en una inocente aventura con visos de convertirse en trascendente o, por lo menos, digna de ser narrada. Sin la pretensión de alcanzar una epopeya digna de los paseos de Leopold Bloom por las calles de Dublín o emular las proezas deportivas de Ned Merrill en las piscinas de sus vecinos, serán sus propios recelos, más adecuados a un escritor que a un ciudadano sensible y vigilante a los cambios, los que le llevarán a visitar un punto aleatorio del extrarradio de París para descubrir, con curiosidad y extrañeza, que su presencia en el mundo obedece a un aspecto anacrónico donde ya apenas se reconoce, donde el pasado se desdibuja a la velocidad de un tren de cercanías moderno.
En suma, puede que este Capricho de la reina no destaque por encima de la notabilísima producción del autor, pero constituye, sin asombro de duda, una inmejorable ocasión para tomar un primer contacto con su literatura. Quien haya sido fascinado por Ingeniería civil o Tres bocadillos en Le Bourget encontrará motivos suficientes para su deleite en 14 (2012), su inmediatamente anterior y exitosa creación narrativa. Echenoz se ha ganado, por derecho propio y al igual que Javier Marías o Peter Handke, con quienes comparte mucho más que una mera tradición, su presencia en la nómina de los primeros grandes clásicos europeos del siglo XXI.

miércoles, noviembre 04, 2015

La edad ganada, Mar Gómez Glez


Caballo de Troya, Barcelona, 2015. 160 pp. 16,90 €

Teresa López-Pellisa

La edad ganada es la segunda novela de Mar Gómez Glez. Autora de dos novelas, cinco obras de teatro y una novela juvenil, obtuvo el premio Beckett de Teatro (2007) y el premio Calderón de la Barca (2011), además de ser la ganadora del primer premio de relato corto del Certamen Arte Joven Latina en 2008. Ha estrenado sus obras teatrales tanto en España como en Estados Unidos, y actualmente trabaja como profesora de lengua y literatura en la Universidad del Sur de California, tras doctorarse en literatura española por la Universidad de Nueva York.
En Cambio de sentido (2010) el lector disfrutaba de un thriller sobre el que planeaba la tragedia del Prestige, y en esta novela, conformada por diferentes relatos que componen el desarrollo y la experiencia vital de una voz femenina que nos acompaña desde los dos años hasta los treinta, nos permite introducirnos en la intimidad de la(s) protagonista(s). La novela está divida en dos partes; una primera parte dedicada a la infancia, y una segunda parte que se inicia tras la mayoría de edad. Este tipo de novela, conformada por una voz femenina fragmentada y cuyo punto de vista infantil predomina, se podría emparentar con otras novelas como La ciudad en invierno de Elvira Navarro, la La visita de Mariana Graciano o La niña gorda de Mercedes Abad. La propuesta de Mar Gómez es honesta, sencilla y directa. Se trata de una sugestiva sucesión de vidas, experiencias, testimonios y relatos sobre madres, amigos, enemigos, novios, profesores, anorexia, despertar sexual, personalidades marginales, transformaciones hormonales y metamórficas, viajes, hermanos, desamores, sexo, la escuela, la universidad, abusos, mentiras, fiestas, sueños, proyectos y frustraciones, la muerte, el maltrato de género, los abuelos, la menstruación y la seducción, que acompañan a la protagonista mientras va ganando edad y madura a lo largo de sus páginas vitales.
Creo que Mar Gómez Glez lleva a cabo un estupendo ejercicio de estilo, ya que se trata de una pluma camaleónica, capaz de transitar entre la dramaturgia contemporánea, la narración clásica del policíaco y el relato realista, intimista e incluso fantástico. Creo que este magnifico libro no les dejará indiferentes, y disfrutarán de un texto que si algo no enseña es que la vida es una experiencia adquirida, y que la edad hay que ganársela.

lunes, noviembre 02, 2015

Biografía autorizada, Salvador Gutiérrez Solís



La Isla de Siltolá, Sevilla, 2015. 520 pp. 22 €

Victoria R. Gil

«Dave Gahan sigue siendo un autentico dandy sobre el escenario. Canijo y con chepa, sabe exhibirse sin pudor, y yo creo que hasta las chicas lo siguen encontrando sexy y eso que en su último disco en directo es la mejor ilustración de eso que conocemos como el putón verbenero. Da igual, es Dave Gahan. Daría lo que fuera porque esa fuerza, esa seguridad, se colara en mi interior durante cinco minutos, cinco minutos. Solo eso pido: cinco minutos, y que al mismo tiempo sonara el Personal Jesus».
El cantante de Depeche Mode no es el único artista sobre el que Carlos J., ex vocalista de la banda Almas sin Konciencia y compositor consagrado, da su opinión sin reserva alguna. También conoceremos sus juicios sobre Bowie, Dylan, Springsteen, Alaska, Loquillo, Gabinete Caligari, Joy Division, Lady Gaga, Héroes del Silencio, Calamaro, los Stones, los Beatles, la movida en general y el rock en particular. Enumerar cada nombre que el protagonista de Biografía autorizada evoca en ese litigio que mantiene con el pasado resulta imposible porque esta novela está hecha de música. De principio a fin. Tanto que cada capítulo comienza con la cita de una canción, como la que abre el libro y en la que David Bowie nos recuerda que todos podemos ser héroes sólo por un día.
Pero también está hecha esta novela de series: Los Soprano, The Wire, Modern Family, Breaking Bad, True Detective, Fargo… Y de televisión: 1 globo, 2 globos, 3 globos, La Bola de Cristal, Sálvame, Belén Esteban… Y de cine: Toy Story, Rebelde sin causa, La isla mínima, La Guerra de las Galaxias, El Padrino… Y de Scorsese, sobre todo, de Scorsese; su ídolo y su biblia, a quien recurre para encontrar la frase exacta que lo salve de una pregunta incómoda o de una situación violenta. Aunque al final sea Don Vito Corleone el que siempre lo saque del apuro: «Cada hombre tiene su propio destino».
Y el destino de Carlos J. es desear la seguridad de Dave Gahan, de la mujer que ama, de su propio representante y hasta de aquel Tito con quien formó una pareja capaz, al estilo Lennon-McCartney, de crear magia en el mismo infierno. «Orden y estabilidad, también control y seguridad. Seguridad. Una vida razonablemente normal y controlada, sistematizada». Eso busca desesperadamente Carlos J. en los orfidales, los güisquis y las pipas que devora compulsivamente mientras trata de sobrevivir al miedo que le provoca su forma de vida y a la que no puede renunciar porque es mejor que la cocaína y el JB juntos.
Es curioso que Salvador Gutiérrez Solís haya elegido como protagonista de su nueva novela a un cantante de rock que sufre ataques de pánico y un miedo tan intenso antes de cada actuación que se deja el estómago y el alma en cada vómito. Carlos J., como Amadeo, el chef que en El escalador congelado carecía de paladar, es un oxímoron en sí mismo. Ambos deberían estar incapacitados para desempeñar la profesión --más bien pasión— que han elegido, pero los dos han logrado el éxito, a pesar de sus carencias. O quizás por ellas. ¿Quién sabe lo que convierte en divino al simple mortal?
Carlos J. pasa por la angustia, la falta de autoestima y el sentimiento de ridículo porque sin el miedo no habría música, esa necesidad que lo alimenta y lo destruye a la vez. «Cada día más se incrementaba esa relación bipolar que aún sigo manteniendo con la música, la odio y la amo al mismo tiempo. Es mi cielo y es, también, mi infierno; haría todo lo posible por alejarme de ella y me es imposible vivir sin sentirla muy cerca». Sueña que la felicidad se encuentra en una jornada laboral de nueve a cinco, una hipoteca y un utilitario aparcado en el garaje. Pero, seguramente, el dueño de la hipoteca sueñe a su vez con ser un cantante de rock.
Con la excusa de ese álbum de igual título y nunca compuesto, la Biografía autorizada de Salvador Gutiérrez Solís es también la de quienes crecieron con Mazinger Z, descubrieron lo mejor de la música en Radio 3 y creyeron que podían ser héroes, aunque sólo fuese durante un día.