viernes, diciembre 30, 2016

Gestarescala, Philip K. Dick


Trad. y Ed. Julián Díez
Cátedra, Madrid, 2016. 328 pp. 15.90 €

José Miguel López-Astilleros

En 1950 Ray Bradbury, escritor admirado por Philip K. Dick, publica Crónicas marcianas, tras la dedicatoria a su esposa inserta una cita que dice «—Es bueno renovar nuestra capacidad de asombro —dijo el filósofo—. Los viajes interplanetarios nos han devuelto a la infancia.» Algo así le debió ocurrir a Dick (1928-1982). El asombro constante con el que percibía el mundo y su situación personal lo llevaron hasta la frontera entre la locura y la lucidez, a frecuentar sobre todo las drogas terapéuticas, que le producían si cabe una mayor distorsión de sus percepciones. De hecho, debido al deplorable estado anímico en el que se encontraba durante la época en que escribía la novela que nos ocupa, le pidió a su esposa de entonces, Nancy, que le ocultara su pistola. Por otra parte, para crear necesitaba toda la libertad desprejuiciada con que un niño es capaz de soñar despierto, tal cauce lo encontró en el género de la ciencia ficción, ecosistema donde cualquier metáfora, alegoría o representación tiene cabida, con tal de que le sirviera para expresar aquello que pretendía —«La ciencia ficción moviliza todas sus capacidades de invención…», dice Emmanuel Carrère en la biografía del autor —Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos—, hasta el punto de no preocuparle en absoluto la coherencia científica, como sí era el caso de muchos escritores predecesores, cuya formación en ese campo era considerable, Asimov entre ellos. Y aún más, nos atreveríamos a decir que desde este punto de vista algunas de sus obras o partes de ellas podrían calificarse de literatura fantástica sin más.
Gestarescala fue publicada en 1969. Pertenece a la fase metafísica dentro de su producción, según Julián Díez, autor también de la magnífica introducción de algo más de cien páginas, muy útil para adentrarse en la novelística de Dick, puesto que estudia aspectos decisivos de toda su producción en una primera parte, para centrarse posteriormente en dicha novela y concluir con un apéndice, donde dedica algunas palabras a las obras más recomendadas, a su juicio, de este. Sólo por este estudio introductorio ya merecería la pena el libro, sobre todo para quienes aún no hayan leído a Dick o aun habiéndolo hecho aspiren a penetrar en el complejo, a veces onírico y con frecuencia delirante mundo dickiano, y quieran tener a mano un resumen de las claves interpretativas para posteriores lecturas. En esta fase (1961-1973) ya se perfilan las principales características de su universo literario y personal, porque todo lo que escribe es una decantación alucinada y creativa de su vida, sus lecturas, sus amistades, sus amores, sus crisis, sus creencias religiosas, sus fracasos…, y tienen cumplido reflejo en cada obra, de modo que Philip K. Dick inventa mundos distópicos para hablar sobre el nuestro, sobre el poder, la relación entre los seres humanos, entre estos y las máquinas, sobre Dios, el amor, la soledad, el miedo, las drogas, el tiempo, la esencia de la condición humana, los abismos metafísicos, la entropía y el caos, sobre la inconsistencia de la percepción de la realidad, etc.
Joe Fernwright es un alfarero restaurador, que vive en una sociedad totalitaria y ha quedado fuera del sistema por obsoleto. Recibe un comunicado de Glimmung, un semidiós extraterrestre que rige el Planeta del Labrador, para que le ayude junto a otros muchos a recobrar Gestarescala, una catedral que permanece sumergida en las profundidades del Mare Nostrum, un mundo de entropía donde reina el caos. Esta es la espina dorsal del argumento por la que transitan los distintos temas de los que trata, uno de ellos nos lo suministra el prologuista de la única edición existente hasta la fecha en castellano, en la editorial argentina Intersea allá por 1970, Esteban Machalski, «Gestarescala es ante todo una novela sobre la frustración de un hombre en una sociedad alienada, y su búsqueda de una empresa que justifique su existencia». Otro es la idea de que se puede luchar contra «…la tiranía hegemónica del propio destino», se dice hacia el final de la novela.
Quizás por los problemas mentales que sufrió durante toda su vida, acompañados de episodios psicóticos y paranoicos, se interesó por la psiquis humana, que le llevó hasta la obra de Lacan y Jung, aunque fuera un descreído tanto de la psicología como del psicoanálisis. El segundo tiene una influencia decisiva en la concepción de esta obra, baste mencionar uno de los varios ejemplos que lo demuestran: el Glimmung negro que habita en las profundidades del océano es el reverso del otro Glimmung, así como el esqueleto de Joe será el reverso de Joe; es decir, ambos representarán el inconsciente contra quien ambos luchan, el alfarero para integrarlo en sí mismo. El mismo Dick afirma sobre Gestarescala «…fue la obra en la que estuve más cerca de abrazar la locura», lo califica como un libro «desesperado y aterrador». Otro elemento fundamental es la entropía y el caos, que conducen a la destrucción, una fuerza oculta a la que se opondrán el semidiós, Joe y los demás personajes, a la cual hay que añadir la sugerente creación de El libro de los Calendas, un libro terrible que predice el futuro, o más bien lo determina con sus revelaciones funestas. Las connotaciones religiosas de esta novela son decisivas, aunque no tanto como lo serán en la posterior etapa mesiánica de su producción y de su vida. Las referencias literarias, filosóficas y musicales que aparecen son numerosas, entre ellas destaca el mito fáustico, de singular importancia puesto que una entidad superior le hace una proposición a Joe, aunque con quien se compara a Fausto en la obra es con Glimmung.
Para leer a Philip K. Dick, inspirador de la legendaria película de Ridley Scott Blade Runner o Minority Report de Steven Spielberg, hace falta una buena dosis de osadía, casi tanta como la audacia creativa del escritor, dado que la exuberante imaginación y el enorme eclecticismo de sus planteamientos nos llevarán por caminos inciertos y tremendamente originales, que provocarán en el lector una epifanía asombrosa, por mucho que algunos de sus detractores se amparen para descalificarlo en el estilo ramplón de su prosa. Esta traducción y edición de Gestarescala, la única aparecida en nuestro país hasta el momento, es una buena ocasión para leer una obra inédita en España, que está a caballo entre su etapa más creativa y la espiritualidad exacerbada de la siguiente.

miércoles, diciembre 28, 2016

El orden invisible de las cosas, Fernando Ontañón


Ézaro Ediciones, Santiago de Compostela, 2016. 326 pp. 20 €

Ignacio Sanz

Hay niños caprichosos que, cuando salen a la calle, para romper con la rutina de sus pasos, se colocan en el borde de la acera y avanzan con un pie en el bordillo y otro en la calzada, como si estuvieran bordando a punto de cruz con hilo de dos colores. Algo de esto pensaba mientras leía esta espléndida novela que nos cuenta dos historias, la de una pareja de novios en Zaragoza y la de un matrimonio con una hija pequeña en La Coruña. Capítulo a capítulo el lector se va desplazando de Aragón a Galicia y asiste a los momentos gozosos de un cortejo no exento de riesgos en el primer caso y a los desencuentros, miserias y rebatiñas que salpican la vida del matrimonio con siete u ocho años de rodaje. Pero no se advierten puntos de contacto entre ambas historias; de ahí el desconcierto.
Es verdad que a las dos historias centrales les van saliendo flecos de tal manera que a Elisa, la novia, y a Blanca, la mujer, habría que añadir la presencia de Lourdes, que también cumple un papel fundamental. O el viejo Eladio, padre de Lourdes, tan radical y entrañable. Y Ovidio, el hermano del narrador que aparece y desparece como un Guadiana. Pero el lector va de un marco a otro como si estuviera asistiendo a un partido de tenis. Mueve la cabeza de derecha a izquierda en un continuo intercambio de raquetazos. Los escenarios no se intercomunican, es decir, que el lector tiene ante sí dos historias paralelas de encuentros más o menos gozosos en el primer caso y de desencuentros traumáticos en el segundo.
Supongo que cualquier lector a poco avispado que sea ha de intuir algo. Este lector, al menos, tuvo ese barrunto desde el principio. Entre otras cosas porque los protagonistas de ambas historias fuman y beben de manera desaforada. Y en ambos casos, Zaragoza y Coruña, los protagonistas leen con cierta tenacidad. Muñoz Molina, Bernardo Atxaga o Julio Llamazares se cuelan entre las lecturas, además de Salinger; y no solo se lee, también se escucha el disco que Amancio Prada dedicó al Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz. Es decir, nos movemos entre personajes que cultivan una cierta sensibilidad. Y, por supuesto, personajes bien trazados, con sus flaquezas y miserias, pero también con ese toque de hidalguía carpetovetónica que les otorga un atractivo radical. De manera que el lector fluye capítulo a capítulo con unas expectativas que poco a poco le irán arrastrando hacia un desenlace sorprendente.
La novela está escrita con refinamiento, aunque sin atisbo de pedantería; el autor se delecta en el empleo de ciertas palabras cultas que, antes que un lastre, dan color y riqueza a la historia.
En la contraportada se habla de Billy el Niño, un siniestro policía salido de las cloacas del franquismo que reaparece aquí, dando apoyo a otros personajes de la misma cuerda. Y está bien que todo ese fondo oscuro sirva para crear intriga. Pero los personajes centrales están tan bien trazados en su cotidianidad, sus vidas son tan ricas y tan llenas de matices, tan arrasadas a la par por los anhelos nobles y las miserias, que se bastan por sí mismos para tensionar la novela.
Leí en su día El periodista despedido, su primera novela y ya me pareció una obra madura llena de matices. Pues bien, en El orden invisible de las cosas Fernando Ontañón, no hace sino seguir ascendiendo en complejidad para entregarnos una obra intrigante, ambiciosa y madura.

lunes, diciembre 26, 2016

Shauzia, Deborah Ellis


Ilust. Ignasi Blanch
Ediciones Castillo, México, 2016, 152 pp. 15,60 €

María Dolores García Pastor

En el año 1996 Deborah Ellis (Ontario, 1960) viajó a Pakistán para prestar ayuda en los campos de refugiados afganos. Ellis es, además de escritora, activista anti-guerra y filántropa. Durante su estancia en esa república islámica realizó numerosas entrevistas a mujeres y niñas afganas que le sirvieron como base para sus obras El pan de la guerra (The Breadwinner, 2000),  El viaje de Parvana (Parvana’s Journey, 2002), Mud City (2003), Women of the Afghan War (2000) o Mi nombre es Parvana (My name is Parvana, 2012). En El pan de la guerra, El viaje de Parvana y Mi nombre es Parvana narra las aventuras de una niña afgana llamada Parvana. La mejor amiga de Parvana es Shauzia, a la que dedicó la novela Mud City (2003) que ahora ha sido traducida al castellano bajo el título de Shauzia.
En esta novela Ellis nos hace viajar hasta el campo de refugiados afganos en Pakistán donde ella estuvo. De su mano conoceremos la historia de Shauzia, una niña afgana que huye de la guerra y de un matrimonio concertado por su familia. Su objetivo es llegar a Francia para encontrarse con su amiga Parvana. La acompaña su perro Jasper y junto a ellos sentiremos la soledad, el hambre, el frío, la impotencia y todo el drama de los refugiados.
Deborah Ellis es autora de novela juvenil realista, y en sus obras trata temas tan impactantes y comprometidos como la inmigración, la guerra, las drogas, el SIDA... Es una gran viajera que llega hasta los países en conflicto, hasta el lugar en el que tienen lugar los hechos, y nos enfrenta a ellos con singular simplicidad y maestría. Una de sus obras más conocidas es The Heaven Shop, que aun no ha sido traducida en nuestro país, y que trata sobre unos hermanos de Malawi que han quedado huérfanos a causa del SIDA. Su obra es comprometida y valiente, y su labor como filántropa no se limita a dar voz a estas terribles historias sino que parte de las ventas de sus libros se destinan a estas causas. En nuestro país ha sido también traducida al catalán y al eusquera.
He de decir, para ser justos, que he llegado a la obra de esta autora gracias a que en esta ocasión Ignasi Blanch ilustra su libro. Blanch es un ilustrador catalán, conocido internacionalmente, con un estilo muy atractivo y reconocible. Hace más de veinte años representó a España en el mural internacional de graffiti plasmado sobre una de las partes conservadas del Muro de Berlín llamada "East Side Gallery". Licenciado en Bellas Artes por la Universitat de Barcelona vivió unos años en Berlín donde se especializó en técnicas de impresión y grabado en el centro Künstlerhaus Bethanien con la ayuda de dos becas CIRIT de la Generalitat de Catalunya. En la actualidad se dedica a ilustrar libros infantiles y juveniles. También está implicado en proyectos solidarios como “Humanicemos los hospitales”, del que fue director, y podemos ver sus ilustraciones en el magazine en línea Catorce. Cultura Viva.
Ignasi Blanch pone rostro a Shauzia y a su perro Jasper, a la señora Weera y a los demás personajes que pueblan las páginas de este libro. Una historia dura y real, pero también humana y tierna. Un libro recomendable para el lector de unos diez años, las edades en literatura infantil y juvenil siempre son orientativas, aunque la edición adolece de numerosos gazapos y la traducción no es todo lo buena que debería ser.

viernes, diciembre 23, 2016

El algoritmo de Ada, James Essinger


Trad. Pablo Sauras
Alba, Barcelona, 2015. 232 pp. 19,50 €

Victoria R. Gil

Augusta Ada Byron nació en Londres en 1815, con el dudoso honor (por el nulo interés mostrado por su padre) de ser la única hija legítima del poeta Lord Byron y de Anna Isabella Milbanke, una joven de buena familia que pondría fin a su matrimonio al poco de nacer la pequeña por las infidelidades de su famoso marido. Tal vez por las desdichas vividas en aquella relación y debido al inestable temperamento emocional de Byron, la joven madre fomentó una educación científica para su hija, que alejara de ella ese indeseable rasgo de carácter. Como resultado de ese empeño y de la pasión por la lógica y las matemáticas que prendió en la niña, Ada Lovelace está considerada hoy como la primera programadora de ordenadores, tras ser la autora del primer algoritmo destinado a ser procesado por una máquina. Podría creerse que Ada Lovelace es un personaje aislado en la historia de la ciencia, las artes o la tecnología, por su aportación al conocimiento de la humanidad, siempre firmado por hombres; una aportación a la que otras pocas habrían contribuido, de forma tan anecdótica como ella: una madame Curie por aquí, una Sofonisba Anguissola por allá…
Pero el tiempo, dicen, pone a cada uno en su sitio y cada vez son más las mujeres que recuperan su lugar en el panteón de los descubrimientos que nos han traído hasta el siglo XIX: Hedy Lamarr, precursora de las conexiones wifi y bluetooth; Evelyn Berezin, creadora del primer procesador de textos y del primer sistema de reservas de billetes de líneas aéreas; Grace Murray Hopper, precursora del lenguaje COBOL; María Gaetana Agnesi, fundamental por sus aportaciones al estudio de las matemáticas; por citar sólo algunas.
El propio Essinger asegura en el prólogo a su biografía, que «el mundo científico ha tendido a discriminar a las mujeres. Así, no se reconoció, en general, el admirable trabajo del personal femenino de Bletchley Park, la instalación militar británica donde se descifraron los códigos alemanes en la Segunda Guerra Mundial. Y todos los homenajes oficiales a los descubridores de la doble hélice del ADN pasaron por alto la decisiva aportación de Rosalind Franklin: una injusticia que abochornó a sus colegas varones, distinguidos con el Premio Nobel».
Resulta imposible no leer El algoritmo de Ada como la historia de una mujer adelantada a su tiempo, que tuvo que luchar contra un siglo inmovilista y una sociedad encorsetada por los prejuicios. Cuando en el verano de 1840, ávida por ampliar sus conocimientos, su madre le encuentra un profesor, el famoso Augustus de Morgan, éste llegó a preocuparse por el ansia de aprender de su alumna, hasta el punto de que, en una ocasión en que la joven enfermó, comunicó su preocupación a lady Byron por el hecho de que su constitución física y su temperamento desaconsejaban que estudiara matemáticas. Curiosamente, a De Morgan le inquietaba la voracidad intelectual de Ada, que «no se contentaba con aprender las lecciones como cualquier dama: sus preguntas iban mucho más allá de lo que se enseñaba». Las mujeres, en su opinión, «no están hechas para estudiar los fundamentos de las matemáticas ni los de ninguna ciencia, una idea (nos recuerda Essinger) que hoy nos parece equivocadamente misógina, pero que entonces no habría discutido casi nadie».
Pero la enorme tarea de documentación que ha llevado a cabo James Essinger trasciende más allá de la historia personal de esta singular mujer, que, de haber sido tenida en cuenta, podría haber adelantado en más de cien años el desarrollo de los ordenadores y el lenguaje de programación. Con este libro nos adentramos en la prehistoria de la informática, en aquellos primeros pasos, titubeantes e indecisos, de la primera calculadora mecánica inventada por Charles Babbage, con quien Ada trabajó y con quien compartía el mismo afán interminable de conocimiento.
Su biógrafo nos describe a una Ada imaginativa, nerviosa y vehemente, que compensaba su mala salud con su pasión por las matemáticas porque la ayudaban a concentrarse. Poseía una sorprendente capacidad de ver más allá de la inmediata aplicación de los inventos de Babbage, para quien sus máquinas no eran más que calculadoras. Ella, por el contrario, «comprendió que podían aplicarse a una pieza musical, por compleja que sea, una idea que hoy, un siglo y medio después, nos parece muy normal, pero que a los científicos de aquella época les resultaba inimaginable».
El mundo informatizado del siglo XXI rinde homenaje a esta singular mujer, transcurridos 150 años de su muerte, con el lenguaje de programación que lleva su nombre, creado por el Departamento de Defensa de los Estados Unidos, y con el Día de Ada Lovelace, en que se celebra la presencia de mujeres en la ciencia, la tecnología, la ingeniería y las matemáticas.

miércoles, diciembre 21, 2016

Los Romanov: 1618-1918, Simon Sebag Montefiore


Trad. Juan Rabasseda
Crítica, Barcelona, 2016, 958 pp. 32,90 €

Ángeles Prieto Barba

El 17 de julio de 1918 se llevó a cabo el episodio más conocido de la Revolución Rusa: la matanza de Ekaterimburgo, por la que fueron ejecutados el zar Nicolás II, su esposa Alejandra, sus cinco hijos y cuatro sirvientes. Tras ese suceso sangriento, la dinastía de los Romanov en Rusia terminó por completo. Suponemos que dicha decisión categórica fue tomada por el propio Lenin, de acuerdo a lo establecido en los diarios de Trotsky, pero no se ha encontrado documento alguno que lo refrende. En cualquier caso, tan drástica medida a todos nos estremece. Pero solo de partida, porque si conociéramos la larga y terrible historia de los Romanov, tan bien relatada en este volumen, descubriríamos que viene a ser la culminación espantosa de una larga serie de crímenes, conspiraciones e intrigas despiadadas que caracterizaron en todo momento a tan inusual familia. Y será Simon Sebag Montefiore, historiador licenciado en Cambridge y presentador de televisión, así como esposo de la novelista de éxito Santa Montefiore, el encargado de relatarnos esta historia desmesurada sin escatimar detalle.
Y tanto, porque la manera de narrarnos estos tres siglos de historia muy poco tiene que ver con lo que en nuestro mundo académico estamos acostumbrados. Como ejemplo, cada largo capítulo empieza con un “dramatis personae”, relación de todos aquellos que van a intervenir en el mismo. Esto no solo tiene por objeto que el lector no se pierda con ellos en ningún momento, también subraya el carácter teatral y dramático de lo relatado. Pompa y circunstancias que acompañan en todo momento a los zares, verdaderos autócratas. Tampoco se priva de subrayar con adjetivos los instantes más sobrecogedores, narrados a tiempo lento, como si estuviéramos no ante un libro de historia, sino frente a una novela. Es importante destacar esto para avisar al lector de que no vamos a encontrarnos en este estudio sobre la familia Romanov cifras, datos, ni análisis de causas económicas, sociales o demográficas que expliquen la evolución, o involución, del pueblo ruso. Lo que tenemos aquí es una especie de lupa sobre todos ellos y sus características generales y particulares, muy bien ordenada.
La historia familiar se desarrolla en tres partes claramente diferenciadas, respondiendo al esquema clásico aplicable a toda sociedad: Ascenso, auge y decadencia. En la fase de ascenso, Pedro I el Grande sienta las bases con éxito de lo que va a ser una pretensión constante en la mayoría de monarcas: la modernización de Rusia. En el periodo de auge, Catalina II brilla por su aguda inteligencia política, manteniendo el equilibrio europeo y ampliando fronteras. En modo alguno destaca por esos ávidos apetitos sexuales con los que se la caracterizó en ciertas cortes de Europa. Vale la pena conocerla y cabe resaltar que Sebag Montefiore se limita a contar la relación solo con aquellos amantes que tuvieron relevancia política, alejando el morbo. La fase de decadencia empieza y termina con asesinatos de zares, ya que el hijo de Catalina la Grande, Pablo I, fue golpeado, estrangulado y pisoteado hasta la muerte en su propio dormitorio. Ser zar suponía participar en una ruleta rusa, nunca mejor dicho, pues seis de ellos fueron asesinados mucho antes de llegar a los sucesos de Ekaterimburgo. Muchísimos atentados fueron abortados, pero otros no pudieron evitarse, como la bomba que acabó con Alejandro II, lo que condujo a una auténtica espiral de acción y reacción con consecuencias tremendas. Fueron miles los que murieron durante la manifestación obrera del Domingo Rojo, antes de que la Revolución acabara con los Romanov (pronúnciese Románov).
El libro recoge perfectamente este clímax de miedo, terror y represión que caracteriza a la autocracia rusa, una forma de gobierno característica de los Romanov de la que todavía no se han desprendido los rusos actuales y que estuvo más vigente que nunca durante los gobiernos soviéticos. No debemos despreciarla por su gran raigambre en aquellas tierras, pues también trajo consigo una expansión territorial impresionante y un poder indiscutible. Es lo más destacable de este esforzado estudio, unido a esa amenidad conseguida gracias a una buena recreación de la Corte Imperial y a los certeros retratos de los personajes que la ocuparon.

lunes, diciembre 19, 2016

La luz impronunciable, Ernesto Kavi


Sexto Piso, Barcelona, 2016. 126 pp. 16 €

Ariadna G. García

Escribía George Bataille: «La angustia, no menos que la inteligencia, es un medio de conocimiento». La luz impronunciable, teñida de dicha emoción, trata de alcanzar la sabiduría y de encontrar las razones que empujan a unos hombres contra otros, pero el intento es en vano: «sólo hallé/ en mis labios desolación». Ernesto Kavi parece dialogar con la aspiración –igualmente frustrada– de Juana Inés de la Cruz por comprenderlo todo (recuérdese el Primero sueño); así como con la agonía de Miguel de Unamuno, para quien el conocimiento suponía una fuente de sufrimiento. «Todo el saber/ es dolor», sentencia el mexicano; mientras que para el rector salmantino, la conciencia es “tormento”. Con estos ecos aúreos y contemporáneos, entre otros que veremos en breve, Ernesto Kavi teje un texto potente, que indaga y ahonda en la luz y en la oscuridad de la vida en la Tierra. La simbología del libro hunde sus raíces es la estética sanjuanista (la llama y la noche), si bien el poemario no es, en absolusto, una obra que podamos tildar de mística; es decir: la voz que enuncia no busca a Dios, ni se transforma en la divinidad, ni apela al recogimiento interior para purificarse, enmendarse y perfeccionarse, ni transita por las tres vías tradicionales de la mística medieval (purgativa, iluminativa y unitiva). Lo que sí encontramos, y se trata de una gran acierto de Ernesto Kavi, es una incorporación de imágenes y citas de cuño clásico –y hasta bíblico– a su propio mundo poético. Así, merodean por los Cantos del libro sintagmas como “ciervo vulnerable” (que juega con el “ciervo vulnerado” de San Juan) o “mi amado”, y oraciones como «Los dormidos de corazón/ ¿hasta cuándo dormirán?» (que remiten a la vez a San Pablo y al coro de escritores ascéticos-místicos del siglo XVI, desde Pedro de MedinaLibro de la vida, 1548– a fray Luis de León: «¡Oh, despertad, mortales!», Noche serena). Ernesto Kavi recurre al sortilegio hipnótico de una imagen que se repite a los largo de los Cantos para envolvernos en una sinfonía (“Bajo el sol”). Con un estilo sobrio, nominal, enumerativo, limado al máximo, simbólico y falto de signos de puntuación, la voz que enuncia nos informa de que ha sido testigo de lo malo y lo bueno de la Humanidad. De la destrucción inicial, la voz se reconcilia con nuestra especie dando gracias al amor y a la naturaleza. No falta en el libro un hermoso carpe diem cercano al Cantar de los Cantares. Decía Clara Janés que la poesía y la mística se parecen en su carácter errático, ambas dan un rodeo a ciegas en torno a un “elemento fugitivo”. La experiencia de vida, en este caso, es lo inefable (de ahí el título de la obra). Precisamente por eso, este libro –que apenas sugiere, connota, aquello que pretende– es tan bello.

viernes, diciembre 16, 2016

El camino del perro, Sam Savage


Trad. Ramón Buenaventura
Seix Barral, Barcelona, 2016. 152 pp. 16,50 €

José Morella

Esta novela habla, en principio, sobre artistas diletantes y sobre el peligro del diletantismo. Dicho peligro es más sutil de lo que parece. Si un artista es honesto consigo mismo se dará cuenta de que resulta tremendamente difícil discernir si su arte se nutre de sus neurosis egóticas o de la necesidad genuina de comunicar o expresar. Por supuesto, la neurosis no es algo de lo que se salga para no sufrirla nunca más. Lo que ocurre casi siempre es que transitamos una y otra vez de la neurosis a la cordura, del deseo frívolo de ser aplaudido al trabajo serio y humilde, al trabajo digno.
El camino del perro va de eso: de la dignidad o de su ausencia. Y no solo incumbe a artistas: todas las personas, en nuestra vida cotidiana -tratando con los otros, trabajando, estando con los amigos y con la familia- somos responsables de nuestra propia dignidad, de hasta qué punto forzamos la realidad para que se adecue a nuestros deseos y nuestros miedos o hasta qué punto trabajamos dignamente con ella sin querer imponer a toda costa el "qué hay de lo mío" o el "que no me toquen lo mío".
Los que escribimos sabemos de esto un rato. Tengo la sensación de que la gente que tiene que leer este libro -los artistas megalómanos, los escritores de foto de cubierta con mano en la barbilla, los editores y marchantes de arte maquiavélicos y el resto de gente que se pasa mucho más tiempo maquinando que creando- no lo leerán, o lo leerán sin sentirse aludidos.
Harold Nivenson, el anciano protagonista, revisa su vida desde dos miradores: su cercanía con la muerte y su olímpica misantropía: «Durante los fines de semana (las personas felices) se arraciman y apretujan en los jadines traseros y en los parques, sonriendo y meneando la cola como perros». Los personajes misántropos son maravillosos. Sin ellos la literatura quedaría huérfana, severamente achicada. Una de las ventajas de los cascarrabias es la distancia con la que miran el mundo. En el caso de Savage esa distancia ofrece a la voz narrativa una objetividad tangencial y deliciosa, a la vez que triste. Harold Nivenson -por eso es un personaje tan conseguido- no reserva la misantropía a los otros: una de sus principales dianas es él mismo. Su juventud y su madurez. La absurdidad de su tenaz vocación por el éxito, por ser especial, por ser un escritor y un artista admirado, por rodearse de gente famosa y brillante.
Nivenson lleva toda la vida escribiendo anotaciones en trozos de papel que ahora encuentra por toda la casa: «No puedo abrir un libro sin que de él no caiga algún papel. No sé qué era lo que esperaba conseguir.» Habla con la perspectiva que da el tiempo: eso que esperaba conseguir, fuera lo que fuera, ya no está al alcance. De hecho, Nivenson ni siquiera recuerda qué era aquello tan deseado.
Lo que cuenta la novela es poco, porque poco es lo que Nivenson hizo con su vida: a partir de una relativa fortuna familiar que no se ganó él mismo, se dedicó a hacerse un pequeño nombre como marchante de arte y a mantener ilusiones de ser un gran escritor. Compró una casa que llenó de cuadros. La casa fue atrozmente ocupada por gente que iba allí para estar con Meininger, el gran artista a quien Nivenson admiró y esponsorizó de un modo estúpido y casi delirante. Ese pintor irresponsable y suicida hizo lo que le dio la gana con él, y él se dejó. Meininger lo usó de un modo ruin, sin contemplaciones, sin disimulos. Lo traicionó. A Nivenson lo perdió su afán de notoriedad. Ser el mejor amigo de un supuesto genio de la pintura. Así desperdició su vida. La historia no tiene nada de especial. Lo valioso del texto es la minuciosidad del narrador para analizarla y la impresionante honestidad con la que se confiesa. Impresiona tanta lucidez. Es un comentario a la propia vida repleto de avisos para que el lector no desperdicie la suya. Son avisos no siempre evidentes, pero siempre certeros. El narrador, cuando nos habla, ha mudado ya muchas pieles de serpiente. Todos las mudaremos. Nuestra identidad cambiará y sufriremos, o nos resistiremos a cambiar y sufriremos más todavía. Nivenson nos avisa de las trampas que nos hacemos a nosotros mismos. Las disecciona. Son las peores trampas que hay. Es posible, de hecho, que sean las únicas que verdaderamente existen.
Nivenson, de joven, era ingenioso. Discutía de todo en las fiestas, las animaba, las colonizaba con su presencia encantadora. Era el foco de atención. Su verborrea estaba preñada de una "listeza elevadísima". La melancolía de la voz anciana del narrador recordando aquellas fiestas es punzante porque es lúcida. En realidad, el enorme esfuerzo por lucirse del joven Nivenson era patético. Era -según el propio texto- histérico.
Nivenson vive en su casa, la casa que compró y de la que se considera esclavo, y en ella se convierte en una especie de anti-Walden. Su afilada inteligencia lo ve todo: comprende muy bien, sin necesidad de aislarse en la naturaleza como el personaje de Thoreau, en qué consiste la vida de gran parte de los habitantes de las sociedades modernas: la obsesión por el triunfo, la competitividad innecesaria, la carrera absurda hacia ningún lado.
No reventaré aquí la imagen perfecta que Savage consigue de la institución familiar a partir de la afición a hacer puzles. Es uno de los símiles más eficaces que he leído en una novela, y sirve de maravilla para explicar al personaje, o al menos para enmarcarlo en algún sitio y entender tanto su inteligencia como su amargura.
El camino del perro es una novela sobre los sacrificios inútiles. Es extrañamente hermosa, casi hipnótica, y si es leída con atención difícilmente queda uno indemne. Todos hemos hecho algún sacrificio inútil alguna vez, y algunos de nosotros tal vez estemos dedicando nuestra vida entera a uno de ellos.
«El yo no es un hombre feliz», dice Nivenson. En realidad, aunque no lo sepamos, no somos ese personaje que nos hemos creado y que va por el mundo pescando halagos o creyéndose mejor que el resto de la gente. Somos otra cosa. Ese personaje, al final, como le pasa a Nivenson, nos cansa. Nos agota.

miércoles, diciembre 14, 2016

Vida de Miguel de Cervantes Saavedra, Gregorio Mayáns y Síscar


Cátedra, Madrid, 2015, 156 pp. Edición no venal

Rubén Castillo Gallego

Como apertura de este bienintencionado volumen (que sirve para cerrar un año de exaltación cervantina), nos explica el gran erudito Gregorio Mayáns y Síscar que don Miguel tuvo que soportar en vida el oprobio de la preterición, en todos los planos y por parte de cuantos le rodeaban: «Los envidiosos de su ingenio y elocuencia le murmuraron y satirizaron. Los hombres de escuela, incapaces de igualarle en la invención y arte, le desdeñaron como a escritor no científico. Muchos señores, que si hoy se nombran es por él, desperdiciaron su poder y autoridad en aduladores y bufones sin querer favorecer al mayor ingenio de su tiempo. Los escritores de aquella edad (habiendo sido tantos), o no hablaron de él o le alabaron tan fríamente que su silencio y sus mismas alabanzas son indicios ciertos o de su mucha envidia o de su poco conocimiento» (p.13). De ahí que él, enardecido por esa flagrante falta de sensibilidad, se pusiese en el año 1737 a la labor de componer esta semblanza.
Comienza el valenciano con una investigación sobre el lugar de nacimiento de don Miguel, y refuta las distintas hipótesis que han ido llegando a sus oídos (Esquivias, Sevilla, Lucena) con un argumento incontestable: «Cuando se pruebe la tradición o se exhiba la fe de bautismo, deberemos creerlo», p.18. Después, tras examinar con cuidado los escritos del insigne novelista, Mayáns concluye que Cervantes debió de nacer en Madrid, en el año 1549. Y después introduce el dato indefinido de que, tras luchar en Lepanto, don Miguel fue apresado por los moros («No sé cómo ni cuándo», reconoce con honestidad).
A partir de ahí, los lectores de estas páginas de Gregorio Mayáns y Síscar, que son maravillosas, detalladas y aurorales (nadie advierta repulsa en lo que a continuación escribiré), pueden despedirse de cualquier otra aproximación biográfica, porque no la hay, al menos en el sentido en que ahora concebimos los volúmenes de este género: nada se investiga o descubre sobre su familia, sobre sus estudios, sobre sus trabajos, sobre sus viajes, sobre sus relaciones en el plano literario, sobre sus anécdotas sentimentales. Lo que sí descubrirán son abundantes reflexiones sobre las novelas de caballerías y su nefasta influencia sobre la sociedad del siglo XVII (nos indica que «malearon más las costumbres públicas», p.28); afirmaciones teóricas que hoy difícilmente se sostienen en el plano filológico («Yo soy de sentir que entre cuento y novela no hay más diferencia, si es que hay alguna, que lo dudo, que ser aquel más breve», p.30); juicios realmente duros sobre algunos creadores del pasado (califica a Joanot Martorell, Fernando de Rojas o Giovanni Boccaccio de escritores «ociosos, mal empleados, imperitos, entregados a los vicios y a la porquería», p.85); o lamentos de una quejumbrosa exactitud («Lo cierto es que Cervantes, mientras vivió, debió mucho a los extranjeros y muy poco a los españoles. Aquéllos le alabaron y honraron sin tasa ni medida. Éstos le despreciaron y aun le ajaron con sátiras privadas y públicas», pp.50-51).
Mayáns y Síscar enumera también, porque lo anima en todo momento el deseo de ser justo, los anacronismos o fallos de verosimilitud que observa en la obra cumbre de Cervantes, de la cual reconoce ser «uno de los más apasionados» (p.88). Pero se apresura a manifestar que estos lunares en nada reducen la valía de la novela, ni su condición de brillante sátira, «la más feliz que hasta hoy se ha escrito» (p.103).
En suma, un ejercicio de literatura analítica y de ensayismo meticuloso, que viene a derramar luz erudita sobre la inmortal historia de don Quijote.

lunes, diciembre 12, 2016

Sin ir más lejos, Fermín Herrero


XXXII premio Jaén de Poesía
Hiperión, Madrid, 2016. 60 pp. 10 €

Ignacio Sanz

Qué emoción tener un nuevo libro de Fermín Herrero entre las manos. Cuando me llega lo abro al azar, nervioso como un niño, y ya el primer poema me deja herido y trastocado. Y no puedo seguir, no quiero seguir leyendo. En todo caso, a pequeños sorbos, me digo, para que runda. Pero luego no puedo resistirlo y, tras el primer impacto, me atrinchero tras el libro y, como los borrachos, me bebo la botella entera. Una botella que, felizmente, no se acaba nunca, aunque el impacto de la primera lectura queda ahí, flotando en la memoria para siempre.
Fermín Herrero nació en Ausejo de la Sierra, un pueblecito soriano que en invierno sólo alberga dos familias. Así perviven muchos pueblos sorianos, semivacíos, en una agonía que se prolonga. Ahora trabaja de profesor de instituto en Valladolid. Ha recibido ocho o diez premios de entre los más prestigiosos del panorama poético. El libro que reseño se alzó con XXXII premio Jaén de Poesía. Uno más. Un clásico como él no debería presentarse a premios, pienso yo; supongo que lo hace, miseria de los tiempos, para ver su obra publicada. Total que…
Pero no nos enfanguemos en asuntos terrenos y volvamos al libro que es lo que importa; volvamos a estos 39 poemas en los que flota detrás la mirada de aquel niño nacido en Ausejo, una mirada que se conmueve ante los pequeños acontecimientos, una mirada cuyo destello nos deslumbra. Ese lebrato que le sale en un ladero y que le mira con insistencia y descaro y que le recuerda al poeta ahora pesaroso la época, ¡ay!, en la que fue cazador. O la visita al pequeño cementerio acompañando a su madre que lleva una azadilla para cavuchar la tierra donde descansan los abuelos a los que el poeta no conoció. Las losas del río donde lavaban las mujeres y limpiaban las tripas del cerdo en los días fríos de matanza.
En fin, poca cosa, como se puede ver, casi nada. Pero entonces ¿por qué nos estremecen estos poemas, por qué restallan con tanta furia. Quizá porque hablan de nosotros, quizá porque el paisaje, como en Machado, arda cargado de recuerdos. Al fin, se canta lo que se pierde. Fermín Herrero escribe desde una tradición que apenas que se le cuela sin hacerse ostensible por más que ciertas palabras nos choquen: «Vivo en un lugarcillo de hartos pocos vecinos».
En una nota final nos aclara que en esta travesía le han acompañado El Evangelio de San Mateo, Unamuno, Santa Teresa y San Juan de la Cruz. Es decir que se vale de tan hidalga compañía para reforzar algunos de sus versos. De ahí que, en esta ocasión se aprecie un aliento místico acaso más reforzado que de costumbre. Ese misticismo que aparece también en Claudio Rodríguez, el depurado místico de nuestro tiempo que se arrebata ante los pequeños acontecimientos. Y que nos arrebata como hace Fermín Herrero. Porque cada poema nos arranca una pequeña emoción al recordar una vivencia iluminada por el paisaje de fondo. Permanece además ese gusto por distorsionar levemente la sintaxis para sacar más jugo a la lengua. Y también una tendencia, sin abusar, de ciertas palabras llenas de connotaciones campesinas como tenazón, adormijaba o soledumbre que remiten a las brasas de su propia memoria. En fin, aquí está el Fermín Herrero de siempre, el nieto de Virgilio pasado por el tamiz de Eliot y de Claudio, el poeta que no olvida al niño que fue y cuyos poemas llegan de manera diáfana al tuétano de nuestras emociones.

viernes, diciembre 09, 2016

Gritos en la llovizna, Yu Hua


Trad. Anne-Hélène Suárez Girard, Qu Xianghong y Zhang Peijun
Seix Barral, Barcelona, 2016. 320 pp. 20 €

Santiago Pajares

¿Sabes esos escritores que siempre suenan para el Nobel y cuyos nombres casi nunca recuerdas? Japón tiene a Murakami, EEUU tiene a Philip Roth y China tiene a Yu Hua. Bueno, de acuerdo, quizá sí recuerdas a los anteriores, pero centrémonos ahora en Yu Hua, uno de los escritores chinos con mejor reputación en el mundo gracias a su novela Vivir, cuya adaptación cinematográfica ganó la palma de oro en Cannes. Ahora Seix Barral nos trae su primera novela escrita con treinta y un años, Gritos en la llovizna.
En ella nos presenta a Sun Guanglin, quien nos narrará su vida en la China del mandato comunista desde dos perspectivas, desde su infancia y su madurez. Hablamos de un momento histórico en China, donde por menos de nada te mandaban un año a un campo de trabajo a reeducarte. Sin embargo, esta no es una novela política, sino profundamente personal. En ella atenderemos a cómo los padres del protagonista le regalan a una pareja de ciudad a la edad de seis años por no poder ocuparse de él, y cómo, a su vuelta cinco años después, le consideran un mal augurio por coincidir su regreso con el incendio de la casa familiar. A partir de ese momento Sun Guanglin pasa a ser un paria en su propio hogar. Nadie le mira, apenas le hablan y no se ocupan de él más que para su mera supervivencia. Esto le hace convertirse en un espectador privilegiado de la vida, donde puede observar y analizar la actitud y comportamientos de padres, vecinos y amigos. Nos permitirá a los lectores, desde la naturalizada perspectiva de un ciudadano más y con un tono tragicómico, tratar de comprender el funcionamiento de la cultura rural china.
La historia se ubica en Nammen, una pequeño pueblo chino donde sus habitantes trabajan en su mayoría plantando arrozales. Allí, en medio de un entorno rural, seremos testigos de la estrechez de miras de los campesinos, la brutalidad de sus maneras y los escarceos carnales que se producirán entre ellos. Donde la gente está dispuesta a matarse por una frazada de tierra y al mismo tiempo son capaces de compartir a la misma amante. Un lugar y un tiempo donde nadie te dice como tienes que crecer para hacerte un hombre y tienes que improvisar. La soledad marca la vida de Sun Guanglin desde las primeras páginas. Sus escuetas relaciones familiares no le permiten el vínculo necesario que todo ser necesita en una familia, y sus amistades, siempre exiguas con el ir y devenir de sus pasos, apenas llegan a tocar su interior.
Toda la novela está plagada de desgracias, desde la relación de su padre con su abuelo, la muerte de su hermano pequeño o las infidelidades de su padre a su mujer. Sin embargo, no están relatadas con pesar, sino como experiencias de una vida donde a veces hace sol, y a veces llueve. Con el avance de las páginas, trataremos de comprender por qué sus padres le entregaron a otra familia a los seis años, y qué tuvo que ocurrir para que volviese con ellos. Una gran novela de un gran autor que, el tiempo lo dirá, quizá acabe colgando un Nobel en su estantería.

miércoles, diciembre 07, 2016

Poesía completa, César Simón


Edición y prólogo: Vicente Gallego
Pre-Textos, Valencia, 2016. 427 pp. 30 €

Ariadna G. García

Nacido en 1932, como Francisco Brines, César Simón (1932-1997) es un miembro rezagado del Grupo del 50. Este valenciano dio a conocer su obra en la década de los 70, cuando sus compañeros de generación ya se habían consolidado gracias a premios como el Adonáis (el propio Brines lo ganó por Las brasas en 1959, a los 27 años). Su tardía irrupción en el panorama poético, dominado tanto por la lírica culturalista de moda gracias a la antología de José María Castellet, como por el coro de voces consagradas de los denominados niños de la guerra (recuérdese, entre otras, la antología El grupo poético de los años 50, a cargo de Juan García Hortelano –1977–), lo mantuvo en la medio invisibilidad literaria fuera de su tierra de origen; donde, sin embargo, sí realizó una importantísima labor de magisterio sobre autores de la talla de Vicente Gallego o de Carlos Marzal, y donde participó en proyectos literarios junto a Jenaro Talens. La reunión de sus libros de poemas en el volumen Poesía completa que acaba de publicar Pre-Textos hace justicia a un autor que bien merece la difusión de sus poemas por todos los países de habla hispana.
Su primer poemario, Pedregal (1970), es un largo monólogo con la naturaleza. La voz que enuncia interpela continuamente al mar Mediterráneo, hace gala de poseer un conocimiento exhaustivo del mundo (enumera «zarzamoras, aliagas, cambroneras») y busca la exactitud en sus descripciones por medio de una abundante adjetivación («este ir a casa mudo,/prieto, febril, dichoso, ebrio»).
Su segunda entrega, Erosión (1971), inaugura un tema esencial en su poética: la introspección consciente. Lo mismo que un monje medieval o que un fraile erasmista, César Simón se recoge dentro de sí para apurar su esencia, cerrando la puerta de su templo a los ruidos y trajines del mundo exterior («Me evadí en una silla, hacia mí mismo», de La vieja silla).
Estupor final (1977) es un libro extraordinario. El poeta oscila entre dos tendencias. A veces recurre al poema breve en clave simbólica (Frío) y, otras, al extenso poema narrativo en versículos, de corte casi legendario. Estos poemas –próximos a lo que luego será la prosa poética del Julio Llamazares de Luna de lobos o La lluvia amarilla– son de una belleza y de una fuerza inusitada. César Simón relata una historia de amor al tiempo que describe la vida simple, básica, de un hombre en una cabaña en pleno bosque. Detrás laten los ecos de Thoreau.
En 1984, Hiperión recogió en Precisión de una sombra (Poesía, 1970-1982), la obra del poeta valenciano escrita hasta la fecha. Dentro se incluye un poemario de título homónimo, escrito –en parte– a modo de diario. Bajo la fecha 6 de noviembre leemos un texto sobrecogedor, angustioso, construido por medio de anáforas (“y”), donde, bajo el artificio del doppel (el doble), relata el regreso a una antigua casa «y ha sentido como si hubiera llegado tarde, como si todos se hubieran ido hace tiempo, como si todo hubiera terminado ya,/ y lo ha despertado el progresivo frío que se adueñaba de su cuerpo» (pág. 158) y en donde el sujeto confiesa estar «temeroso de la muerte que se prefigura en su cuerpo». En este libro, además, cobran protagonismo la sensualidad, el erotismo y la frustración sexo-afectiva (partes III y VI, esta última contiene un diálogo alegórico entre una silla, un arca y un jarro, testigos de la turbulenta y diabólica relación de amantes que mantienen un hombre y una mujer).
Al año, César Simón publica Quince fragmentos sobre un único tema: el tema único, poemario angular en su bibliografía, pues aquí –entrado ya el autor en los cincuenta y tres años– da rienda suelta a su concepción filosófica de la creación poética. ¿Y cuál es ese tema que apunta el título? Estos versos ofrecen varias pistas: «Yo paso, yo respiro, únicamente» (p. 218), «Nada habré sido nunca, y, sin embargo,/estar aquí sentado es suficiente» (p. 219), «¿…hemos vivido sólo para tales instantes?» (p. 221), «…consciencia/que vibra como llama,/que aparece en el mundo, lo delata,/lo ilumina, lo ahonda. Y lo destruye» (p. 222), «he logrado reducirme a lo fundamental, yo mismo» (p. 226), «no he venido a brindar ni a lamentarme/…/ [vivir es] una convicción de encontrarnos esencialmente solos en el mundo y aceptarlo,/de haber sido un sueño de la luz y el color/y fuego de artificio y explosión que se agota» (p. 229). En una entrevista publicada en 1983 por Cuadernos de Cultura, César Simón desvelaba el motivo temático de toda su producción: el existir, «una tarea abrumadora que todavía no me he quitado de las manos… que ni es una maravilla ni una calamidad, es un hecho inexplicable e irreductible». Y más adelante: «Soy un hombre profundamente calado por la sensación de su contingencia».
Extravío (1991) supone una indagación más honda en dicho asunto temático. Para César Simón, la poesía es un medio de conocimiento, una experiencia emocional que permite conocernos, ser en ese instante supremo de meditación. Las Elegías que abren el libro deslumbran por su autenticidad y contención: «¿He buscado la vida sin hallarla?/¿Estuvo en cada instante?/La conocí a través de la pereza/y de la dispersión,/del ocio sin placeres y del tedio./La conocí y la fui tan plenamente/que no he necesitado celebrarla. Por haberla perdido y malogrado,/por eso fui la vida sin saberlo» (pág. 242). Destaca también el poema Celebración, donde el autor se desmarca de los motivos y temas tratados por los demás poetas (esos «momentos de placer»); él, por su parte, se limita a habitar la cumbre de su propia consciencia, una –solitaria– región de plenitud.
En la última etapa de su vida, César Simón publicó dos poemarios más: Templo sin dioses (1996) y El jardín (1997) que ofrecen un tono menos vigoroso que los anteriores. Lo componen, fundamentalmente, poemas breves que reabren viejos temas del autor. Con todo, encontramos piezas contundentes, como El cuerpo leve, donde barrunta el fin («también la mecedora/una noche quedará quieta»).
El presente volumen, preparado por Vicente Gallego, compila un hermoso libro inédito: El pretexto y el fervor, que insiste en el texto de pequeña extensión, dedicado, ahora, a una mujer efímera, cuya ausencia lamenta quien enuncia.
Para acabar, y como atractivo de la edición, se incluyen apéndices con poemas excluidos en segundas ediciones, inéditos y una extensa bibliografía sobre César Simón a cargo de Begoña Pozo; estos materiales complementan al interesante prólogo de Vicente Gallego, donde no faltan las citas de las novelas, artículos y ensayos del poeta que retoman motivos y asuntos de su actividad poética.
César Simón tiene una voz peculiar, diferenciada del resto de poetas de su generación. Él mismo reconoce, entre otras cosas, que no le interesan la ética ni la política como temas: «Las actitudes éticas proceden del que se expresa desde un sistema, yo me he expresado siempre desde fuera… Creo que soy un poeta de aledaños, de senderos y de espacios vacíos. Merodeo por los pueblos sin entrar en ellos. El ágora no se ha hecho para mí» (entrevista citada). Su voz es una voz desnuda de retórica, de la “guardorropía teatral” que critica en muchos autores que duda que lo sean (versificadores que nada tienen de verdaderos poetas) y a los que reprocha que traten de “exhibir su mercancia”. Ajeno a las modas, buscó la verdad de su esencia en cuanto escribió, fue honesto consigo, con la sorpresa y la angustia que le inspiraba su existencia. De ahí que buscase –en algunos de sus libros– un verso corto, “frío, pero hiriente”. Quien ame la verdadera poesía no puede dejar pasar la oportunidad de leer esta Poesía completa de César Simón, uno de los grandes –y desconocidos– autores españoles del siglo pasado.

lunes, diciembre 05, 2016

Lluvia y otros cuentos, W. Somerset Maugham


Trad. Concha Cardeñoso Sáenz de Miera
Atalanta, Girona, 2016, 422 pp. 25 €

María Dolores García Pastor

Somerset Maugham fue un escritor prolífico que tuvo una carrera literaria larga y plagada de triunfos. Cuenta Vicente Molina Foix en su prólogo de Lluvia y otros cuentos que tuvo hasta cuatro obras en cartel al mismo tiempo, compaginando su éxito como dramaturgo y novelista de fama internacional. Muchas de sus obras se adaptaron al cine y gozó de reconocimiento popular. Pero, pese a todos estos méritos, no ha sido hasta las últimas décadas cuando ha comenzado a valorarse su obra como merece, situándole entre los grandes de la literatura. La aparición de libros como el que nos ocupa no hace más que confirmar su gran calidad como narrador. Son doce relatos de los más de cien que llegó a escribir a lo largo de su carrera. Pertenecen a épocas diversas y algunos sobrepasan las cincuenta páginas por lo que podrían considerarse como novelas breves. Entre ellos podemos establecer tres grupos según dónde suceden: relatos europeos, relatos orientales y relatos “en tránsito”, que son los que transcurren durante un viaje, generalmente a bordo de embarcaciones de la compañía de cruceros P&O. Se trata de relatos realistas narrados con un estilo sobrio que huye de las florituras y de los golpes de efecto. Son cuentos muy británicos, por su ironía, de anécdota clara. Dice también Molina Foix en el prólogo, que su autor era más próximo a Flaubert, Maupassant o Balzac, y que estaba emparentado con James por su extraterritorialidad. Le define como contrario a Chéjov,  y sí  es cierto que los cuentos del ruso son más profundos y trascendentes que los del británico.
Las tramas de Maugham están bien urdidas y las historias avanzan sin interrupciones que distraigan al lector de la unidad dramática: va al grano y sus finales son coherentes, el lector puede intuir hacia donde le está llevando, lo cual no impide que sean narraciones inquietantes y que sintamos la necesidad de seguir leyendo. Es un gran observador del comportamiento humano y se luce retratando a sus personajes aunque no sea prolífico en descripciones. Donde de verdad muestra su maestría es en la construcción de los diálogos porque en ellos aflora el dramaturgo. Estos son ágiles, verosímiles y contribuyen a profundizar en el retrato de los personajes. Entre dichos personajes destacan los femeninos por su fuerza: ellos actúan en la medida que ellas se lo permiten. Espías, sacristanes, predicadores, viajeros, damas de la alta sociedad... de todo cabe en este libro donde los paisajes exóticos devienen un personaje más.
Es directo, claro y preciso y sus finales son cerrados. Hay mucho de crítica social en ellos, rechaza los convencionalismos al tiempo que destila cierto aire misógino.  También captamos una mirada de superioridad colonial sobre los nativos y mucha ironía y humor. El relato que abre la antología, La carta, contó con al menos tres adaptaciones cinematográficas. Lluvia, el que da título a este libro, es uno de los más extensos, una fábula sobre la intolerancia religiosa y la hipocresía moral que también fue llevada al cine.
Somerset Maugham es uno de los escritores más viajeros y cosmopolitas que ha existido, con una notable tendencia al exotismo. Su éxito literario le permitió dar rienda suelta a su faceta viajera y residir en su lujosa mansión de la Riviera francesa. También trabajó ocasionalmente para el Servicio Secreto Británico. Todo ello, unido a su gran capacidad de observación, le proporcionó materia prima para sus historias que plasmó, además de en sus relatos, en veintiuna novelas, veinticuatro obras teatrales, ensayos, biografías, libros de viajes... Sin embargo, me atrevería a decir que encontramos al Maugham más ingenioso en los relatos. En definitiva, un nuevo acierto de una editorial tan exigente como Atalanta.

viernes, diciembre 02, 2016

El Enigma Turing, David Lagercrantz


Trad. Martin Lexell y Mónica Corral Frías
Destino, Barcelona, 2016. 480 pp. 20 €

Tomás Sendarrubias

Que Alan Turing es un personaje que podría haber sido calificado como el espíritu del Siglo XX es algo de lo que supongo no habrá duda alguna. Este matemático británico, no tan conocido como debiera, ha sido una de las mejores mentes que este planeta ha visto en su historia, y sus ideas y trabajos han marcado tanto nuestro tiempo que podría decirse que Turing es, como nadie más, el arquitecto del siglo XXI. Alan Turing fue un matemático inglés que colaboró con uno de los proyectos más secretos de la Segunda Guerra Mundial, el operativo de Bletchley Park, cuyo objetivo era romper los códigos secretos de comunicación de los nazis (el famoso código Enigma). Sin el éxito de Turing (y el resto de los hombres y mujeres que formaban ese operativo) probablemente la evolución de la Segunda Guerra Mundial hubiera sido muy diferente, pero cuando hablamos de Turing como "padre" del mundo moderno, no lo hacemos en un sentido contrafactual de "qué hubiera pasado si...", sino que lo hacemos porque Turing es quien definió con sus trabajos lo que sería todo el mundo informático del que hoy tanto dependemos. Empeñado en crear una máquina inteligente y capaz de aprender de sus errores, Turing legó a la posteridad los principios de la moderna informática... y también una historia dramática. Y es que a pesar de sus éxitos para los Aliados durante la Segunda Guerra Mundial, Turing fue víctima de una caza de brujas en la Gran Bretaña de su época, debido a su tendencia sexual (Alan Turing era un homosexual reconocido), y sufrió el escarnio público, el acoso de su propio gobierno, y finalmente, acabó con su vida envenenándose con una manzana con cianuro.
Y precisamente ese es el punto del que el escritor sueco David Lagercrantz (Soy Zlatan Ibrahimovic; Lo que no te mata te hace más fuerte) decidió partir hace unos años a la hora de escribir su obra La Caída de un Hombre en Wilmslow, que había permanecido hasta ahora inédito en nuestro país, donde no hace mucho se ha publicado con el título más llamativo de El Enigma Turing. La novela llega a remolque de tres corrientes de actualidad que parecen haber confluido para que tengamos con nosotros esta historia. La primera, la fama adquirida por el escritor en el último año, después de que se decidiera que él fuera el continuador de la Trilogía Millenium, del finado Stieg Larsson, con la publicación de la cuarta parte de la historia, Lo que no te mata te hace más fuerte. Por otro lado, el éxito el año pasado de la película Descifrando a Enigma, protagonizada por Benedict Cumberbatch ha traído a Turing de vuelta a la actualidad. Y sin duda, el título de la novela en España es un homenaje a toda la serie de novelas que, a raíz de El Código DaVinci de Dan Brown han surgido, llenándolo todo de misterios y enigmas atribuibles a Dante, Wagner, Miguel Ángel, etc...lo que sin duda lo hacía mucho más atractivo en nuestro país que su nombre original.
Ahora bien. ¿Qué es lo que nos encontramos en esta novela? David Lagercrantz arranca su historia precisamente con la muerte de Alan Turing, y convierte en el protagonista de la trama al policía encargado de investigar su fallecimiento, un hombre de carácter desagradable llamado Leonard Corell, que se encuentra de pronto sumergido en el confuso mundo del que Turing había surgido, y lo hace en plena Guerra Fría, y en un momento de gran persecución a la homosexualidad por parte de las propias instituciones británicas. Corell decide investigar los motivos de la muerte de Turing, y lo hace yendo más allá de las propias indicaciones de sus superiores, encontrándose con que el estudio de Turing le permite acceder a partes de él ya olvidadas, como sus intereses por las matemáticas o su compleja vida adolescente y de estudiante en uno de los prestigiosos colegios ingleses.
Sin duda, los amantes de la literatura sueca y de la Saga Millenium encontrarán en El Enigma Turing una lectura interesante, ya que comparte muchos puntos en común con el estilo de Larsson... ahora, aquellos que no se sientan tan atraídos por esa forma de escribir, encontrarán en El Enigma Turing un hueso duro de roer. La narración es lenta y personal, Corell una criatura absolutamente desagradable, y aunque plantea algunas cuestiones matemáticas y filosóficas muy interesantes, el entorno en el que se siembran es algo árido. Un libro orientado a un público muy concreto, que sin duda disfrutará de Lagercrantz y su retrato de la década de los cincuenta.

miércoles, noviembre 30, 2016

La carne, Rosa Montero


Alfaguara, Madrid, 2016. 240 pp. 18,90 €

María Dolores García Pastor

En su última novela Rosa Montero deja de lado sus mundos de fantasía para regresar al mucho más prosaico mundo real. Y lo hace con una historia cuyo argumento, a primera vista, puede parecer un poco trillado: señora madura contrata a prostituto joven para darle celos a su ex amante y acaba liada con él, con el gigoló, se entiende. Pero la historia de Soledad, la protagonista del relato, no es una historia al uso. Y es que al final es cómo se cuenta no lo que se cuenta, y Montero nos lo vuelve a demostrar.
La autora extrae el título de un verso de Stéphane Mallarmé que su protagonista rememora al final del libro: «La carne está triste y ya he leído todos los libros». La carne es en realidad la protagonista de la obra. La carne, el cuerpo que nos da placer, que es paraíso pero que con el paso del tiempo acaba convirtiéndose en mazmorra. Los años que pasan y la carne que pierde su consistencia original, su forma juvenil. Esa carne decrépita que socialmente no se le perdona a las mujeres. En La Carne su autora nos habla del deterioro y la decadencia pero, pese a lo que pudiera parecer, este es un libro profundamente vitalista, un canto a la vida, un alegato contra la derrota y una oda al volverlo a intentar de nuevo siempre. Soledad es una mujer de bandera, independiente, inteligente y atractiva, que cumple los sesenta en el tiempo de la narración. Tiene un pasado oculto, del que reniega y a causa del que siempre se siente caminando por la delgada línea que separa la demencia de la de cordura. Ese pasado nos sitúa en un juego de espejos del que Soledad intenta salir indemne no sin esfuerzo.
Esta es también una novela de suspense en la que el paso del tiempo y sus consecuencias tiene un papel fundamental, además de ser una constante en la obra de su autora. Paralela a la trama de la historia de amor-sexo entre Soledad y Adam, el gigoló, transcurre la de la exposición sobre escritores malditos de la que la protagonista es comisaria. Esta subtrama nos muestra la realidad que vivimos cuando llega gente más joven y más preparada que nosotros, o no, a competir por nuestro puesto de trabajo, y esos advenedizos nos hacer perder influencia o tirón en nuestro entorno.
Con todos estos ingredientes, Rosa Montero teje una intriga de la que es difícil apearse. Con destreza narrativa dibuja el paisaje devastado que deja el paso del tiempo en la carne, lo describe pormenorizadamente y no sin cierta ironía. Al tiempo que nos retrata una sociedad competitiva y patriarcal en la que a la mujer no se le perdona la vejez, sobre todo si no ha tenido hijos. También hace un guiño cómplice a sus lectores convirtiéndose a si misma en uno de los personajes de la historia que es la antítesis total de Soledad en cuanto a su carácter y actitud frente a la vida. En definitiva, una novela muy alejada de la Rosa Montero de los últimos tiempos pero muy recomendable en especial para quienes la han descubierto y se han hecho lectores con sus primeros libros.  

lunes, noviembre 28, 2016

Ley matinal, Isabel Moreno García


Plaza y Valdés Editores, Madrid, 2016. 94 pp. 10 €

Pedro M. Domene

La mirada del escritor proyecta su yo narrativo en una multiplicidad de temas universales que contemplan ese obligado homenaje al amor y a la amistad, a los encuentros amorosos y a los desencuentros, el consabido paso del tiempo y la condición humana, esa permanente condición de hombre que celebra tanto el poder del arte como el de la literatura; en suma, una suerte de belleza capaz de convertir la naturaleza de los objetos en esa preclara elocuencia que hace realidad las vivencias que, de la mano de un narrador, cobran un nuevo sentido, y se ajustan a esa eterna visión que nos proporciona cada instante. Así debemos entender estos microtextos de Isabel Moreno García (Madrid) que titula Ley matinal (2016), en realidad, setenta episodios narrativos que contienen escenas muy diversas y, si en su obra anterior, Pasos (2013), la narradora nos invitaba a la contemplación, o su voz se diseminaba por instancias narrativas diversas, en esa búsqueda y captura de los momentos para condensar la totalidad de una experiencia, y aun más se abría paso en el aspecto literario con imágenes y visiones cercanas, de nuevo en Ley matinal, Moreno García, propicia encuentros fortuitos, hermosas impresiones de instantes y vivencias, y abundantes recuerdos que, de alguna manera, provocan esos momentos que condensan la totalidad de una experiencia vivida hasta convertirlos en literatura. Su prosa destaca por la delicadeza con que se retrata la sencillez de los ritos cotidianos y los pequeños gestos reveladores. Esta nueva entrega, también, de ficciones breves, con títulos tan sugerentes como “Miniatura”, donde lo grande e incluso lo pequeño se magnifica, “Volver la vista al cielo”, como exaltación de una belleza real o inventada a través del cromatismo pictórico, y lo mismo ocurre en “Fuga cromática” o sobre la imagen fotográfica que se obtiene de una realidad vivida, caso de “Linde”, aunque en todas, y cada una, remite a un yo plural y ficticio que aun así delata la continuidad de esa voz que se perpetúa en la escritura.
El estilo se caracteriza por un lirismo sutil, esa característica prosa poética que ofrece una sugestiva aprensión de la realidad, y que se concreta y refuerza a través de una adjetivación medida, bien distribuida y precisa, con esa sutilidad denotativa que provoca tanto en evocaciones como en emociones de una depurada belleza.
La escritura de Moreno García trasluce una no simulada pasión que procede de la musicalidad y del poder para trabajar bien la palabra exacta, capaz de crear ese efecto que traspasa los límites de una realidad cognoscitiva y reconocible, a su vez otra de sus características añadidas que ensancha los límites establecidos en las relaciones y modos humanos para al final detenerse, fijándolos en un gesto o una mirada, la de Isabel Moreno García que celebra así con su actitud la superación del desastre y reivindica con su literatura la trascendencia de cuantos numerosos detalles y encuentros cotidianos nos enfrentamos a diario; es entonces cuando la prosa de Moreno García cobra toda su fuerza, y entona ese acertado canto a toda una existencia.

viernes, noviembre 25, 2016

Teatro reunido, Arthur Miller


Trad. Victoria Alonso Blanco, Jordi Fibla Feito, José Luis López Muñoz y Eduardo Mendoza
Tusquets Editores. Barcelona, 2015. 488 pp. 23,50 €

Victoria R. Gil

En 2015 se conmemoró el centenario del nacimiento de Arthur Miller, uno de los mejores dramaturgos del pasado siglo, galardonado con varios premios Pulitzer y con el Premio Príncipe de Asturias, entre otros muchos reconocimientos que avalan una obra que sigue tan vigente hoy como cuando fue escrita. La editorial Tusquets decidió celebrar esa fecha con la publicación de un volumen que reúne cinco de sus mejores obras Todos eran mis hijos (1947), Muerte de un viajante (1949), Las brujas de Salem (1952), Panorama desde el puente (1955) y Después de la caída (1964). En todas ellas destaca la crítica social que caracterizó siempre su trabajo y, sobre todo, el desaliento que produce la imposibilidad de alcanzar ese sueño americano que, a pesar de lo que nos cuentan, no está al alcance de cualquiera.
Otro gran hombre del teatro, José María Pou, recordaba con motivo de este centenario las numerosas veces que se ha representado en España su obra más famosa y la que mejor representa la frustración de no cumplir unas aspiraciones imposibles, ese fracaso que se le pega a uno como el hedor del agua estancada y no se va con ningún cepillado. El traje de Willy Loman, un auténtico máster en representación teatral que todo actor aspira a superar con nota, se lo han puesto en nuestro país grandes nombres de la escena como Carlos Lemos y José María Rodero. (Éste último, en una versión para televisión con Juan Diego, Jaime Blanch y Berta Riaza que RTVE comparte en su archivo videográfico a través de internet y que no deberían perderse).
Willy Loman y sus castillos en el aire, su ambición nunca cumplida y su huida hacia delante nos resulta muy familiar porque tiene mucho de nosotros mismos, inmersos en este tiempo capaz de levantar un sistema financiero sobre cimientos de cristal y convertir la especulación capitalista en la única y verdadera religión. Eso sí, los ricos, como los santos, siguen siendo los otros.
De plena actualidad es también otra de las obras incluida en esta antología. En el prólogo a su traducción de Panorama desde el puente, Eduardo Mendoza asegura que ésta refleja «la situación de los inmigrantes ilegales, obligados a asumir la marginalidad, a integrarse de hecho y de derecho en el círculo de la delincuencia, sin otra causa que el deseo de ganarse la vida con un trabajo honrado». Una situación que, como recuerda el autor catalán, se ha agravado hasta alcanzar hoy dimensiones globales.
¿Y qué decir de Las brujas de Salem, un alegato contra la detención de cualquier norteamericano sospechoso de ser comunistas impulsada por el senador McCarthy en Estados Unidos y de la que fue víctima el propio Arthur Miller? El fanatismo religioso que tan bien retrata el escritor, irracional y violento, como lo es cualquier otro fanatismo (político, racial…) empeñado en la destrucción del otro, del diferente, llena las primeras páginas de nuestros periódicos cada día. La pervivencia de unos conflictos que fueron descritos hace más de sesenta años no nos deja en buen lugar.
En Todos eran mis hijos y Después de la caída, el dramaturgo va a profundizar en las heridas que siempre provocan las relaciones personales. En la primera, un pobre hombre que nos recuerda a Willy Loman por sus sueños de gloria, no es más que un empresario sin conciencia, a quien no le importa pagar el precio más alto por aumentar su margen de beneficio. Y el descubrimiento de su verdadera naturaleza quiebra por segunda vez una familia que, quizás (su tragedia es ignorarlo) él mismo había roto ya, sin saberlo.
En Después de la caída, el escenario va a ser «la mente, el pensamiento y la memoria» de su protagonista, y el principal argumento, ese campo de batalla que es el matrimonio y del que acaso nadie logre salir indemne. Escrita después de la muerte de Marilyn Monroe, con la que estuvo casado cinco años, Miller relata sin pudor sus reflexiones más íntimas y nos transmite la intensidad y el desencuentro de aquel amor que pareció nacer condenado al fracaso.
Este Teatro reunido que nos ofrece Tusquets es una magnífica oportunidad para reencontrarnos con la obra de un escritor que nunca tomó el camino fácil y cuyo principal mérito radica en despojarnos de caretas y artificios hasta dejarnos desnudos como el emperador.

miércoles, noviembre 23, 2016

La invención de la libertad, Juan Arnau


Atalanta, Girona, 2016. 288 pp. 23 €

Fermín Herrero

Juan Arnau es un pensador heterodoxo y singular, no en vano estudió astrofísica antes de doctorarse en filosofía sánscrita y ha ejercido la docencia en las universidades de Michigan, Benarés y Barcelona. Conocía de su obra algún estudio sobre el budismo, además de narraciones en Pre-textos y su exitoso Manual de filosofía portátil, publicado, como el título del que nos ocupamos, La invención de la libertad, por la exquisita editorial Atalanta. En todos ellos muestra una calidad de escritura notable, al conjugar, tarea harto difícil, lo ameno y lo profundo.
De la pluralidad de sus intereses da buena cuenta este volumen, que agavilla acercamientos a la aventura en pos del espíritu, entre la intuición y la inteligencia, la percepción y el recuerdo, la memoria y la materia, de Henri Bergson, al que tanto admiraba Machado, del que tanto aprendió su poesía como palabra en el tiempo, deudora del crucial concepto de Durée («la sensación misma del transcurso, la experiencia consciente, íntima, del tiempo»); a la exploración hacia la mística del edificante William James y hacia la perspectiva radical del matemático que terminó como metafísico jubilado en Harvard Alfred North Whitehead, para quien, en virtud de su “filosofía del organismo”, estamos «en todo lo que percibimos». Los tres, intelectuales de formación ampliamente humanista, compartieron curiosamente estrado a lo largo del tiempo en las Gifford Lectures de Edimburgo. Arnau, exegeta de lujo, dialoga con ellos, le sirven como palanca. Su pensamiento, en la línea de los filósofos a los que se aproxima, tiende a lo sentencioso –alguno de los apotegmas que vertebran el texto es incluso muy arriesgado, caso de «el universo no tiene leyes sino hábitos, como todo lo vivo»- en detrimento de la hipotaxis. Renuncia a los tecnicismos abstractos y a la jerga académica en beneficio de un razonar libre, activo, especulativo, basado primordialmente en la percepción, en una atención de reminiscencias budistas y en la sensibilidad de las experiencias emocionales y estéticas
¿Por qué Arnau ha elegido precisamente a estos tres autores? Según el filósofo valenciano, porque cada uno a su manera mantuvieron, frente al helador ventarrón de la preponderante ciencia contemporánea, el que soplaba, y sopla, hacia el materialismo mecanicista, el positivismo, el determinismo y el absolutismo tecnológico, que «el mundo es una invención de la libertad», de ahí el título. Por eso, en todo momento, siguiendo su estela, el estudio se ajusta a la premisa de dotar al razonamiento filosófico de un componente de imaginación («empatía, creatividad y atención: éstos son los tres ejes de la propuesta que plantea este libro») al que han dado la espalda tanto las orientaciones centradas en la lógica lingüística como las derivadas del existencialismo dominante en la modernidad.
Aparte del seductor enfoque hermenéutico, el ensayo cuenta con semblanzas deliciosas, como la del padre de W.James y del novelista Henry, que «prefería la chimenea al foro», elección que todos deberíamos tener muy en cuenta; o evocaciones como la del París coetáneo de Bergson: el de Proust, Manet o Debussy. Y desarrolla un pensar, un discurrir cuyo norte es siempre la convicción de que la filosofía «determina nuestro modo de estar en el mundo».
En suma, una invitación de primer orden a meditar activamente sobre la condición humana, a practicar la expresión liberadora desde la emoción genuina y desde la experiencia interior del hombre. Otro acierto de la editorial gerundense Atalanta, que con este libro pasa de los cien números en una colección que aúna la factura formal impecable con lo provechoso y variopinto de los contenidos, en cualquier título, tanto en las reediciones necesarias de clásicos olvidados como en descubrimientos deslumbrantes como el pensamiento filosófico de Jean Gebser, los inigualables escolios de Nicolás Gómez Dávila o la narrativa breve del iconoclasta Yasutaka Tsutsui, por poner algún ejemplo.

lunes, noviembre 21, 2016

Señales de humo. Manual de literatura para caníbales I, Rafael Reig


Tusquets, Barcelona, 2016. 384 pp. 19,50 €

Pedro Pujante

A mitad de camino de la novela de aventuras y el manual de literatura (caníbal, en este caso, como señala el propio autor), Señales de humo constituye una pieza única en la literatura actual. Por dos razones. Primero, porque aborda unos cuantos siglos de la historia de la literatura española y en parte europea con desparpajo, ironía, profundidad analítica y falta de solemnidad (esto último es de agradecer); y también porque, además de ilustrar es capaz de mantener una coherencia argumentativa, estilo elevado y gancho literario enormes.
El recurso del que se vale Reig para articular la novela es a través de lo fantástico: un narrador, un profesor de literatura contemporáneo, tras un ¿intento de suicidio?, se encarna sucesivamente en distintos personajes de la historia y testimonia en primera persona, de primea mano, acontecimientos de la literatura. El relato avanza con una tesis dualista de la literatura, en la que dos bandos se enfrentan a lo largo del tiempo. Por un lado, las formas populares, representadas por la juglaría, y por otro, la poesía culta, con el estamento culto del Mester de Clerecía a la cabeza. Una suerte de lucha de clases de inspiración marxista, en la que el autor toma partido por la primera.
En todo caso, el periplo del cambiante protagonista-narrador es secundario, cimentándose el peso y el valor de Señales de humo en su naturaleza de carácter didáctico. Un repaso magistral y filológico, que va desde los albores de nuestras letras hasta el ocaso del Siglo de Oro.
Además de una gran erudición libresca, Rafael Reig demuestra ser un admirable conocedor del espíritu humano. No por el desarrollo de sus personajes, que como decíamos, carece de importancia en Señales. Sino por su gran capacidad para ahondar en la psicología de una y otra época, en sus idiosincrasias, en sus lenguas, para así ofrecer una visión rica y profusa de sus literaturas. Combinando su vasta cultura y mucha documentación, el libro está plagado de citas, fragmentos de textos y referencias a otros textos, que hacen para el curioso, para el buscador de perlas literarias que Señales de humo se convierta en un lugar feliz. Reig domina el lenguaje, escribe con una soltura sobrenatural y hace que la literatura clásica parezca divertida, entrañable y de algún modo cercana.
Geniales son sus aproximaciones a Petrarca –padre del Humanismo– o a Villon –el primer poeta maldito–. Hasta tal punto que el lector se cuestionará si realmente el narrador, si el propio Reig, no habrá viajado alguna vez en el tiempo para conocer sus épocas, sus vidas, sus sentimientos.

viernes, noviembre 18, 2016

Tres días y una vida, Pierre Lemaitre


Trad. José Antonio Soriano Marco
Salamandra, Barcelona, 2016. 224 pp. 18 €

Ángeles Prieto Barba

Tras obtener Pierre Lemaitre en 2013 el Premio Goncourt, el más prestigioso de las letras galas, por la excepcional Nos vemos ahí arriba (Salamandra, mismo traductor), el público español ha ido conociendo progresivamente sus novelas, cuatro de ellas policíacas constituyendo un ciclo en torno al comisario Camille Verhoeven, comandante de la Brigada Criminal de París. Pero fue con Vestido de novia (Alfaguara, 2014), thriller psicológico al margen de esta serie, cuando volvió de nuevo a alcanzar el éxito y las ventas masivas, dotada como estaba dicha novela de un ritmo trepidante y adictivo, pero también de ambigüedad psicológica sin moralina, invitando al lector a sacar conclusiones propias. Y en Tres días y una vida, la novela corta que ahora presentamos, nos vamos a encontrar en buena parte con repetición de fórmula (ritmo y ambigüedad), por lo que los lectores habituales de Lemaitre deben sentirse contentos, de enhorabuena. Y los que no, también.
Tres días y una vida, no obstante, más que un thriller novelado parece un cuento largo muy bien cerrado, con personajes importantes de comportamientos inusuales que nos llamarán mucho la atención y a los que podremos encontrar explicación solo al final, acabando el relato. Se trata pues de una nouvelle muy bien planificada en tres partes, que pivota en torno al clásico Crimen y Castigo de Fiodor Dostoievsky, con la particularidad de que el crimen no es premeditado sino accidental y de que el asesino protagonista es un crío de tan solo doce años. Y hasta aquí puedo desvelar lo que sé sobre la trama, para que no decaiga el interés.
Mucho más podemos contar sobre el personaje principal y el significado final que esta narración entraña. No cabe duda de que a Pierre Lemaitre le impactaría en 1993 el caso de Robert Thompson y John Venables, dos críos británicos de diez años que, tras robar en unos grandes almacenes juguetes y dulces, decidieron atrapar a un pequeño de dos años al que torturaron hasta matarlo. Acto seguido, depositaron el cadáver sobre las vías de un tren para que este le pasara por encima y así eludir responsabilidades. Es solo que las cámaras de seguridad del centro comercial grabaron el rapto y a los culpables, a la vez que los forenses identificaban las múltiples heridas que presentaba el cuerpo cercenado del niño asesinado. Tras las detenciones, todos los medios de comunicación reprodujeron una noticia que rompía brutalmente con la imagen de inocencia, candor, esperanza y futuro que relacionamos siempre con la infancia. Y los dos niños fueron sentenciados a pena de prisión hasta alcanzar la mayoría de edad. Alcanzada esta, en junio de 2001 salieron de la cárcel, pero de 2010 a 2013 uno de ellos, John Venables, volvió de nuevo tras las rejas acusado de posesión y distribución de pornografía infantil, demostración de que hubo evidente motivación sexual patológica en aquel crimen temprano, lacra de la que el culpable no pudo sustraerse más tarde. Pues bien, de esta historia real a la ficción que nos presenta Lemaitre, un hecho nos parece incontrovertible: La inexorabilidad de nuestros actos que siempre dejan huella, mucho más en esta época (cámaras de vigilancia, testigos, móviles por doquier, restos de ADN). Y cabría otra cuestión importante para someter a discusión tras la lectura de esta novela. No ya si recibir condena por un crimen sea inevitable, sino si ese castigo impuesto, como medio de escarmiento y de redención, sirve para algo, o no. De ahí la ambigüedad moral del tema que el narrador nos presenta hábilmente en tercera persona, pero siempre bajo el prisma y la óptica del menor homicida con el que tal vez lleguemos a simpatizar. Quizá demasiado maduro, perspicaz y precavido para sus doce años. Ya veremos la evolución que sufre.
Lemaitre ha tenido la habilidad de componer una nueva novela de lectura subyugante, de esas que no podemos soltar hasta haberla terminado. Y también de proponernos otro tema psicológico serio sobre el que reflexionar. En los tiempos que corren, mucho supone. Lo suficiente para seguir incrementando el numeroso grupo de lectores, atentos y fieles, que ya posee.