viernes, enero 27, 2017

Borges y los clásicos, Carlos Gamerro


Eterna Cadencia, Madrid, 2016. 178 pp. 17 €

Pedro Pujante

Si algo nos ha enseñado Borges es que la literatura es un continuo diálogo entre autores y libros: una historia de los flujos y reflujos de las influencias.
Borges, el escritor más original, al igual que Shakespeare, basó su credo estético en una rescritura de textos previos, pero con la conciencia de que el proyecto, a mitad de camino del plagio y la obra total, era compartido. Todos los escritores son el mismo escritor, llegó a decir en más de una página; todas las obras son la misma obra.
En estas interesantes disertaciones, que en su origen fueron conferencias, Carlos Gamerro (Buenos Aires, 1962) interroga a Borges acerca de su condición de lector. Lector de Dante, Shakespeare, Joyce, Cervantes y Homero. No en vano se ufanaba siempre el escritor porteño de sus lecturas más que de sus escrituras.
De Ulises le interesó el proyecto pero no su experimentalismo y prolijidad. Aunque jamás admiró la obra de Joyce sí que supo admitir que el Ulises era una novela total, ese libro imposible que siempre rastreó de un modo más quimérico y metafísico que práctico, en ficciones como El libro de Arena o Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. También, según Gamerro, compartió con el bardo dublinés, la inclusión de la dimensión urbana en su obra.
Su Funes, descubre Gamerro, tiene varios paralelismos con Ulises. Para leer el solo día que detalla Joyce se necesitan muchos días. Para detallar Funes un solo día de su existencia, abigarrado en detalles que la memoria no es capaz de soslayar, también se precisarían infinidad de jornadas. Una ‘prolijidad de la realidad’ que Borges, escritor de piezas breves, siempre detestó.
Con Dante descubre las analogías que en El Aleph, esa leve comedia en la que un escritor desdichado ha de recorrer un infierno indescifrable para poder encontrarse con su amada Beatriz. Además de otros matices que nos ayudarán a entender mejor a Borges y los recovecos de su siempre conectada obra.
El amor que profesó por el Quijote y Cervantes recorre la narrativa de Borges. Cervantes fue el primer escritor que se supo incluir en su propia obra, se autorretrató e hizo, como Borges nos recuerda, que los personajes del Quijote fuesen lectores del Quijote. Metalepsis que también fue incorporada por el propio Borges en algunos de sus cuentos, y cuya fascinación al respecto se extendió igualmente en poemas y diversos textos. El escritor que se lee a sí mismo, el soñador soñado, la obra que está inscrita en la propia obra, el mapa total que abarca su propia copia. Borges, recordemos, en Pierre Menard, autor del Quijote, sintetizó una de sus tesis literarias: el lector modifica el texto, y la época interviene en la obra haciendo que su lectura varíe, que el autor influya retrospectivamente en la comprensión de sus antecesores.
Respecto a Homero, aquel otro ciego de gran agudeza verbal, también escribe Carlos Gamerro. Muchas son las afinidades que conectan a ambos poetas. Quizá la más llamativa se halle en El inmortal, «uno de los mejores y más complejos cuentos», -el favorito del profesor Vicente Cervera, de quien recomiendo su espléndido libro Borges en la ciudad de los inmortales- en el que Borges describe un mundo desolado en el que un Homero desmemoriado ya ha enterrado el lejano instante de inventar sus versos sobre Odiseo.
Este libro aporta una visión profunda y renovada del gran Borges. Entrevisto desde el zaguán compartido de sus maestros antiguos, el lector disfrutará de las lecturas cruzadas, las simetrías con otras obras y la abigarrada cultura que Carlos Gamerro derrocha con el fin de iluminar las aristas, los rincones del universo infinito del autor de Ficciones. Con sus paradojas, su acumulación de saberes, su profundidad literaria y su altura intelectual, Borges sigue siendo el mejor escritor del siglo XX.

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