lunes, junio 12, 2017

Cayo es mortal, Juan Andrés Saiz Garrido


Isla del Náufrago. Segovia, 2017. 326 pp. 19 €

Ignacio Sanz

Este libro que ahora reseño se ha escrito muchas veces, pero como toda historia de amor llega a nosotros renovado y único porque habla de un ser irrepetible. Hace tres años, en primavera, leí en Jaén una variante de este. Aquel se titulaba La que no tiene nombre, su autora era la escritora colombiana Pilar Bonet y el homenajeado era un hijo desaparecido en Nueva York. Pero diría más, de la misma estirpe que este libro podría catalogarse El río, de Ana María Matute, que describe un pueblo con sus idas y venidas, con sus montes y sus ríos, con sus juegos, sus paisajes y sus personajes. Y todo lo escribe Ana María Matute para que el pueblo riojano de sus ancestros, en el que ha pasado los felices veranos de su niñez, no quede hundido para siempre bajo las aguas del pantano que le van a caer encima.
Juan Andrés Saiz Garrido (El Espinar, Segovia, 1952) se ha bregado en muchas tribunas periodísticas y ha escrito un puñado de libros, pero es, sobre todo, el autor de Los gabarreros de El Espinar, un magnífico libro de etnografía, un clásico que ha tenido la virtud de cambiar la percepción del pasado de un pueblo serrano a través de la descripción del oficio. Los gabarreros salían de casa cada mañana con un caballo matalón y un hacha; se dedicaban a recoger las leñas muertas en los extensos pinares de las laderas del Guadarrama, una actividad durísima en la que trabajó su padre en los años cincuenta. Tatán, el nieto de aquel gabarrero, deslumbrado por la naturaleza en sus años adolescentes, quiso ser agente forestal. Y lo consiguió. Tuvo varios destinos en los que ejerció su trabajo. Pero, como todo espíritu inquieto, no paró de viajar: Europa, Mozambique, Bolivia. Además de aquellos viajes, casi siempre con fines solidarios, cultivaba la música y la poesía en medio del silencio de las aldeas castellanas semivacías en la que vivía en comuna con otros compañeros de oficio. Y el amor, también cultivó el amor en grandes dosis.
A la vuelta de uno de aquellos viajes, ante las molestias crecientes que le invadían, se hizo unos análisis en el Hospital de Cruces. Le detectaron un tumor de los malos. Apenas tenía treinta años. En ese momento arranca el libro, atravesado por una melancolía que se nos clava en el corazón. No estamos ante una biografía al uso. Aquí el padre se sirve de recuerdos que llegan a los días infantiles para describirnos en sus detalles mínimos, las querencias, las manías y el carácter de un hijo rebelde, a veces esquinado, pero siempre especial, sensible, capaz de deslumbrarles a todos en momentos de desconcierto. Es muy emocionante, por ejemplo, la relación que Tatán establecía con sus novias una vez que se había terminado el hechizo. Siempre quedaba un hilo de cariño que seguía alimentando el vínculo sentimental. Sin que aflorara una pizca de resentimiento.
En fin, estamos ante un libro elegiaco en el que se describe la enfermedad, pero sobre todo los recuerdos, los amigos, las amantes que llenan de luz las páginas. Ningún padre se resigna ante la muerte de un hijo. Cuando esto sucede, el escritor puede contarlo. Es una manera de aliviar el dolor, de perpetuar su memoria. Siempre se dice que se marchan los mejores. Esa sensación tenemos leyendo estas páginas, atravesadas por el dolor y el cariño a partes iguales. Hay momentos poéticos y emocionantes que confirman el valor terapéutico de la literatura.
Los que no conocimos a Tatán tendremos gracias a su padre un retrato de ese hijo que se ha hecho un hueco imborrable en nuestro recuerdo.

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